Los poetas muertos eran parte del patrimonio cultural, la identidad cultural de una nación. Esta idea, que surgió de las cenizas de la Revolución francesa, fue adoptada por la tradición romántica liberal de principios del xix (Díaz Viana, 75). En 1852, por ejemplo, Gabriele D’Amato publicó una obra en dos volúmenes titulada Panteon dei martiri della libertà italiana (Panteón de los mártires de la libertad italiana). El libro en sí fue considerado un monumento a los sacrificios de los patriotas italianos inspirado por el «grito de redención universal» («grido di universale redenzione») iniciado en 1789. Transmitir el heroísmo de sus vidas era un «mensaje sagrado» («un codice sacro»), escribió D’Amato (2, xx). La unificación italiana —el Risorgimento, Resurgimiento o Renacimiento— no se consiguió hasta 1871, pero mientras tanto D’Amato grabó en sus lectores en lenguaje de altos vuelos el alcance nacional de su proyecto, el uso educativo del pasado y la marcha inexorable del progreso humano. D’Amato, que era también director de la Società del Panteon dei Martiri Italiani (Sociedad del Panteón de los Mártires Italianos) usó los beneficios para ayudar a emigrantes y refugiados italianos en el extranjero.

Una retórica similar anima no sólo el decreto gubernamental que establece el Panteón en Madrid, sino también los escritos de Ángel Fernández de los Ríos, un promotor fundamental del proyecto. De hecho, algo del lenguaje del decreto se puede encontrar en El futuro Madrid, publicado en 1868, y lleva a preguntarse cuál fue su papel en la redacción del documento. En cualquier caso, el idealismo de estos escritos deriva de una especie de religiosidad secular que sustituye la religión por pasión cívica. El autor describe las ceremonias inaugurales del panteón como «la apoteosis de la patria en los restos de sus grandes hombres» (333). Su fundación, escribe, será «la tolerancia para las grandes figuras que, aunque débiles en algún concepto, hayan servido la dignidad del hombre y dado ejemplo de lo que más falta hace glorificar en España: el valor cívico» (337). Un artículo sobre las ceremonias de apertura en el periódico liberal El Imparcial habla también de un «deber sagrado» hacia estos hombres, enfatizando la naturaleza cívica del evento (anónimo [21 de junio de 1869]).

Fernández de los Ríos declara que el Panteón Nacional es parte de la Revolución liberal, pero se apresura a añadir que la revolución española no debería imitar a la francesa (Futuro, 334). En cualquier caso, el proyecto era esencialmente europeísta en diseño y propósito, lo que llevó a los críticos a verlo como una adaptación ineficaz de un modelo importado, especialmente, el francés (véase Assier). La espléndida procesión a San Francisco el Grande, aunque fundamentalmente secular y civil, todavía mostraba símbolos tradicionales de la monarquía, y el Carruaje de la Fama fue el mismo que se había usado para la entrada triunfal de la reina María Cristina en Madrid en 1843 (Assier), sugiriendo una identidad nacional todavía por definir. Muy significativamente, el proyecto fracasó en la creación de consenso o un sentimiento de unidad en la nación española, antes bien, sirvió como recordatorio de la perenne tendencia a la división política (Boyd, 38). Este resultado no fue muy diferente al del panteón francés. Aquí también el conflicto político era inherente a la naturaleza partidista del proyecto, que nunca pudo borrar «la mancha de la Revolución francesa», como ha observado Mona Ozouf (345).

Tampoco fue éste el último de los panteones nacionales de España. Para mi sorpresa, he descubierto que, de hecho, hoy en día existe un Panteón de Hombres Ilustres en Madrid. En marzo de 2015, decidí echarle un vistazo, junto al emplazamiento anterior de la basílica de San Francisco el Grande. Había intentado visitar la iglesia numerosas veces a lo largo de los años, desde los setenta, pero siempre estaba cerrada por obras. Más tarde supe que, debido a un dilatadísimo proceso de restauración, había estado cerrada durante el último tercio del siglo xx (Bonet Salamanca, 903). Esta vez, tuve suerte. La basílica tiene una fachada bastante vulgar, pero su interior corta la respiración, con un domo y una rotonda impresionantes, frescos exquisitos y cuadros de Goya, Zurbarán, Carducho y otros. No vi restos de su vida anterior como panteón, aunque durante la Guerra Civil fue uno de los varios edificios usados por la República para proteger unos cincuenta mil tesoros artísticos, mientras que la cripta, por otro lado, sirvió aparentemente como arsenal, refugio antiaéreo o, quizá, ambos.[x] No había señales de esta historia pasada tampoco, aunque un guía bien informado se encargó de recordarla. En un registro más siniestro, parece que la basílica se usó para encarcelar prisioneros del Servicio de Información Militar (SIM), la temida policía secreta de la República durante la guerra, conocida por sus juicios sumarios, torturas y ejecuciones extrajudiciales (anónimo, «Consejo de Guerra», 8). Esta historia olvidada, o reprimida, es un recordatorio de que la narrativa que estoy siguiendo —el panteón de los hombres ilustres— es historia selectiva. Que la historia religiosa y civil de este edificio, tan íntimamente situado «entre los muertos», podría haber contenido también otros muertos, aguardando un destino desconocido. De forma irónica, San Francisco el Grande fue también la iglesia favorita del régimen de Franco, aunque eso también es historia sumergida. Recibe aproximadamente diez mil visitantes al año.

Al salir de la basílica, tomé un taxi hacia el Panteón Nacional. «¿Hay un Panteón Nacional?», me preguntó el taxista. Nadie, sin excepción, parecía saber que hubiera uno. Aunque me habían dicho que el lugar estaría con probabilidad desierto, había algunas personas vagando pacíficamente entre las tumbas, todos ellos españoles, salvo yo misma. Las cifras de visita anuales varían, desde tres mil hasta unos improbables veintiún mil visitantes (anónimo, «El Panteón» [14 de noviembre de 1981]; Prieto Pérez, 41; anónimo, «Las tumbas»). Este Panteón Nacional se erigió sobre las cenizas del anterior, pero fue concebido en términos muy diferentes. Diseñado para ser parte de una nueva basílica, en estilo neobizantino, sólo se construyeron el campanario de estilo italiano y un claustro en el que se encuentra el panteón. (Está cerca de la basílica de Nuestra Señora de Atocha, construida en 1951 en el mismo lugar que la iglesia y el convento del siglo xvii quemados durante la guerra). Inaugurado en 1902, el panteón contenía solamente políticos y figuras militares, cuatro de ellos asesinados (Juan Prim, Antonio Cánovas, José Canalejas y Eduardo Dato). A pesar de que se afirma que allí no hay cuerpos de verdad, excepto el de Canalejas, sino sólo mausoleos, no parece que ése sea el caso, aunque tres de los generales sí que acabaron por irse a casa: José Palafox, a Zaragoza en 1958; Francisco Castaños, a Bailén en 1963; y Prim, junto a la tumba en sí, a Reus en 1971 (Pastor Mateos; Serra).[xi] Una vez más, las demandas locales derrotaron a las nacionales, aunque al menos un observador se quejó, en un arranque de orgullo desproporcionado, que nadie pensaría en dirigir la misma queja a la abadía de Westminster (Martínez Olmedilla, 7).

A pesar de la inclusión de políticos conservadores y liberales, este lugar conmemorativo, estrechamente asociado al ejército, la monarquía y la iglesia, fue tan partidista como el anterior panteón, y reafirmó divisiones políticas de largo recorrido (véanse Boyd, 32, 38 y Pastor Mateos). Ambos panteones ofrecen dos narrativas diferentes, políticamente connotadas, de la historia nacional. La presencia o ausencia de cuerpos no es la cuestión; sino la ausencia de consenso nacional. Aun así, paseando por entre las tumbas del Panteón Nacional, me impresionó la irrelevancia del lugar, aunque, eso sí, me admiró la destreza artística de las esculturas, especialmente, el tributo de Benlliure al estadista liberal Práxedes Mateo Sagasta. Como dijo un observador contemporáneo, un monumento fúnebre debería evocar una sensación de permanencia y tranquilidad (Picón). Artísticamente hablando, estos monumentos lo consiguen, pero también sugieren cuán inadecuado es el arte como instrumento pedagógico. El arte como «una forma de educación cívica» está, sin duda, pasado de moda a finales del xx y principios del xxi (Ozouf, 333). Los logros de los hombres allí enterrados no están en duda; la posibilidad de usarlos para crear una identidad nacional es una cuestión totalmente distinta.

La sensibilidad actual considera los sitios conmemorativos como lugares que «fabrican olvido» (Gillis, 16). Pasamos junto a esculturas y placas y no les prestamos atención. Tal vez se hacía lo mismo en el siglo xix también. Tal vez solamente las palomas los valoran. Y tal vez el propósito ritual de los panteones, del recuerdo de la gente ilustre, poetas incluidos, no tiene sitio en nuestras vidas de hoy, pero, si es así, deberíamos reconocer la irrelevancia de la ceremonia y la observancia. No creo que sea el caso: el propio acto de enterrar, central en estos rituales, es un signo de nuestra humanidad, como observó Vico (§12, §337). No son los rituales los que nos obligan a recordar, sino que es nuestra propia naturaleza la que les da forma; los rituales son maneras de recordar. Puede que algunos rituales específicos, o algunas formas de ritual, pierdan su poder o su importancia, pero no aquello que los provoca en primera instancia: la necesidad de unirnos a nuestra comunidad en el acto de recuerdo mutuo. Esto hace que los actos y sus lugares de celebración sean a la vez públicos y privados, en tanto cada individuo recibe consuelo de su participación en la observancia pública.

Un Club de los Poetas Muertos podría ser, antes de nada, un lugar mental, o también un lugar de comunión para los chicos que celebran la poesía de la camaradería, en la película de Peter Weir. Pero es un lugar, de un tipo u otro. En este sentido, no es tan diferente de un panteón del xix. Y nos cuenta uno de los motivos por los que los poetas muertos nos importan: porque crean estos lugares mentales. Crean lugares para la comunión. No quedan poetas en San Francisco el Grande, y nunca hubo ninguno en el Panteón Nacional de Atocha, pero el patrimonio humano y cultural de poetas muertos como García Lorca permanece.

Esto es parte de su vida póstuma. En una de las más profundas meditaciones sobre el lugar de los muertos en la existencia humana, Robert Pogue Harrison sugiere que, «al igual que la vida humana, la vida después de la muerte necesita lugares en los que ocurrir. Si los humanos residen, los muertos, de alguna manera, residen más adentro» (x, énfasis en el original). Éste es con seguridad el caso de los poetas muertos, pero su lugar en la historia es diferente al de la mayoría de los individuos, que permanecen privados, en tanto los más grandes de entre ellos adquieren un perfil público que los vuelve profundamente sociables, que les proporciona una sociabilidad perenne porque comparten con nosotros los lectores estos lugares mentales. Este espacio, que es, en última instancia, el punto de contacto entre vivos y muertos, es donde los muertos viven dentro de nosotros.

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