POR MARGARET JULL COSTA

Fotografía de Asis Ayerbe

Después de treinta años traduciendo al mismo autor, su pérdida te hace sentir como una viuda. Porque nuestra relación era una suerte de matrimonio, salvo que no estaba casada con la persona, estaba casada con la voz, con su manera de utilizar el lenguaje y, claro, con el mundo de ficción que había creado. Ahora que Javier se ha marchado, se me hace raro pensar que ya no llegarán más novelas de 680 páginas a mi puerta, ya no llegará esa voz, tan familiar, para transportarme una vez más a ese mundo y a esa manera de escribir.

Como ocurre con tantas cosas en la vida, fue la casualidad la que me llevó a convertirme en la traductora de Javier. En 1991, me escribió Guido Waldman, de Harvill, para preguntarme si estaría interesada en traducir una novela de un autor español. La novela era Todas las almas (All Souls en inglés), y el autor era Javier. Era su sexta novela y mi sexta traducción de una novela. Ya me había enfrentado a algunos textos bastante difíciles, pero aquella sería la primera vez que traduciría a un autor con un dominio completo del inglés –algo que me hacía sentir a la vez confianza y cierta angustia–. Javier me pidió que le enviara el borrador final y lo leyó minuciosamente. Y, aunque es cierto que localizó varias cosas que o bien había entendido mal (ciertamente, era un poco novata), o donde se podía, en su opinión, utilizar otra palabra más adecuada, siempre dejó claro que yo, como hablante nativa y como traductora de la obra, tendría la última palabra –otro ejemplo más de como Javier era meticuloso y generoso a la vez–. Nunca volvió a solicitar una lectura completa de la traducción, y, aunque quiero pensar que no lo hizo por tener ya confianza en mi trabajo, sospecho que se debía a lo ocupado que estaba (por aquel entonces ya había muchas traducciones de su obra en marcha), pero siempre sacó tiempo para contestar a mis preguntas y para compartir conmigo las dudas de sus otros traductores. En aquel momento no podía imaginarme, claro, que treinta años después seguiría traduciendo su magnífica prosa.

Todas las almas supuso mi primer encuentro, como traductora, con unas oraciones tan largas (y estas se volvieron, creo, más largas con los años), pero me lancé felizmente a la tarea, traduciéndolas una a una y puliendo cada oración antes de pasar a la siguiente. Las oraciones largas de Javier suelen llamar la atención de los lectores, como si fueran una rareza o una especie de obstáculo que hubiera que sortear o un problema con el que hubiera que lidiar o –sacrilegio– una estructura que hubiera que trocear en oraciones más cortas. Dicen que a la lengua inglesa no le sientan bien las oraciones largas, pero la verdad es que no es cierto. Puede que a los escritores modernos no les gusten, pero el inglés es un idioma que puede presumir de una flexibilidad maravillosa, y en él tienen cabida, sin problema alguno, oraciones largas, con la ayuda de comas, punto y coma y guiones. Una oración larga puede presentar una idea o una emoción e investigar sus recovecos y contradicciones, y en los libros de Javier las ideas y las emociones son elementos centrales, su intención es ponerlas bajo la lupa para examinarlas. Escuchemos este fragmento de Tomás Nevinson:

«Pero esa reflexión no suprime el recuerdo de haber visto cómo se le escapaba la vida por el boquete que uno abría y cómo le salía la sangre, de haber asistido a su pánico y a su final impotencia, o a su sorpresa inicial al saberse herido y figurarse (porque uno siempre se lo figura tan sólo, como si aún no hubiera llegado) que aquel era el día de su acabamiento. Uno capta en su mirada un atisbo de incredulidad o de negación desesperada, uno cree percibir que el agonizante alcanza a pensar algo que se parecerá mucho a esto: ‘No, no puede estar ocurriendo, no es posible que ya no vaya a ver ni a oír nada ni a proferir más palabra, que esta cabeza que aún funciona se pare o se apague, esta que aún está llena y me atormenta; que ya no vaya a levantarme ni a mover un dedo siquiera y que me lancen a una fosa o a un río o a un barranco o a un lago, o que me quemen como a leña sólo que sin su grato olor boscoso, y que mi cuerpo despida una pestilente humareda, oleré a carne abrasada si es que todavía yo soy yo para entonces».

Esa única oración te transporta en un viaje breve a través de las cabezas del asesino y de la víctima, y a la vez a través de la idea de lo que significa estar vivo, lo que significa ser un individuo. La longitud de la oración y el ritmo (por eso he dicho «Escuchemos») forman parte de la exploración. Una prosa más compartimentada causaría un efecto muy distinto.

Javier se recreaba en el lenguaje, ya fuera a través de un uso poético, prosaico o directamente popular. Empleaba toda la gama del español, y eso hace que traducirlo al inglés sea una gozada, precisamente porque te exige exprimir todas las posibilidades de tu propio idioma.

Aquí, por ejemplo, escuchamos al maravillosamente grotesco Folcuino en una de sus escabrosas diatribas:

«Hoy he conseguido que Gausi me lama la mano —decía (Gausi era un constructor muy conocido que operaba en Castilla y León, Asturias y Cantabria)—, y a Valderas ya lo llevo con correa por donde me da la gana, es increíble lo que lo he amansado —Valderas era su superior, el alcalde—: aquí echas una meada, aquí nos paramos, aquí te aflojo para que te creas libre, aquí hay que apretar el paso, y si necesitas cagar, pues te aguantas, Valderas, alcalde. El único que me preocupa un poco es Peporro, todavía no está en la cazuela y por detrás hace sus putaditas. Pero como le hago regalitos caros y al final se los embolsa, pronto se bajará los pantalones y me ofrecerá la chorra para que se la acaricie con una pluma o le dé con una fusta, lo que se me antoje. Bueno, eso me digo».

El humor y la filosofía del absurdo son dos hilos que recorren su obra. En cada novela hay personajes y episodios cómicos y, al igual que hiciera uno de sus grandes héroes literarios, Shakespeare, Javier podía pasar sin esfuerzo de la comedia a la tragedia y al revés.

Como se puede ver en los agradecimientos al final de este libro (era la primera vez que incluía una lista así), su trabajo también está repleto de referencias literarias, especialmente de Shakespeare (en especial de Ricardo III y Macbeth, dos obras que están llenas de engaños y traidores y asesinos y su culpa) y de autores como T. S. Eliot, Balzac, Conrad, Dumas y muchos otros. También hay muchas referencias a sus otras novelas, a ciertos giros e incluso a ciertos personajes de novelas anteriores que reaparecen, también hay personajes de algún relato corto que se cuelan en la novela para ocupar un lugar sustancial. Sin embargo, en esta novela y en Berta Isla, suele citarse a sí mismo mal a propósito, o bien ofrece una versión inexacta de una cita utilizada con anterioridad en el texto, y, al hacerlo, puede que lleve demasiado lejos al narrador no fiable, o por lo menos para el gusto de la pobre traductora que siempre quiere que las cosas estén «bien».

Sus temas se mantuvieron iguales a lo largo de sus carrera: la mentira, el engaño, la traición y la culpa, y, como dice en su novela, el tema del pasado como «un intruso imposible de mantener a raya». En los últimos libros, el pasado convoca inevitablemente a la Guerra Civil Española y a la Segunda Guerra Mundial; las guerras que dejaron la huella más profunda en sus dos «países», ya que, aun siendo Javier profundamente español, también estaba tan inmerso en las literaturas británica y norteamericana (hay que tener en cuenta que tradujo Tristam Shandy de Sterne, así como la obra ensayística Religio Medici de Thomas Browne y varios cuentos de Conrad, Stevenson y Hardy) que, como el propio Tomás Nevinson, tenía dos culturas. Y luego está Oxford, que marcó mucho a Javier durante los dos años que pasó dando clase en la universidad, y esta ciudad y su universidad son presencias constantes en sus novelas desde Todas las almas en adelante.

Pero, sobre todo, a Javier le fascinaba la gente, con todas sus complejidades y contradicciones. Con razón abundan en su escritura palabras como «quizás», «puede que» y «posiblemente», así como sinónimos, cuasisinónimos y antónimos, siempre con la función de subrayar lo imposible que resulta acotar la mente humana. Como dice en su novela:

«La literatura permite ver a la gente de veras, aunque sea gente que no existe o que con suerte existirá para siempre, por eso nunca perderá su prestigio del todo».

Y el trabajo de Javier, indudablemente, nunca perderá su prestigio.

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