POR LUIS GARCÍA MONTERO

No fue lector juvenil de don Benito Pérez Galdós. El poeta de El Puerto de Santa María estaba identificado con la vanguardia madrileña cuando empezó a formarse como pintor y luego como poeta. Interesado después por la tradición, como apetencia de lo que él mismo llamó una segunda vanguardia, sus indagaciones lo llevaron hacia los cancioneros medievales y la poesía clásica. Pese a que los aires gaditanos habían jugado un papel protagonista en sus Episodios Nacionales, Galdós quedaba lejos.

Así lo reconoció en La arboleda perdida (1959) con motivo de la muerte del novelista. El aspirante a pintor de vanguardia no se sentía atraído aún por el autor del realismo decimonónico, porque consideraba que su mundo era una referencia caduca que debía superar. Equivocando el mes de su muerte, que fue en enero de 1920, no en mayo, el poeta madrileño hace memoria con un tono compungido. El torero muerto era Joselito, al que le dedicó un poema en El alba del alhelí (1928). Galdós debió esperar más:

En aquel mismo mayo madrileño también voló, no a la gloria como José, sino tal vez al purgatorio, el alma de don Benito Pérez Galdós, de quien yo en ese tiempo no había leído apenas nada, pero que conocía de verlo en los jardines del Retiro adonde iba a posar para Victorio Macho. El escultor, bajo el amparo de unos árboles, cincelaba su estatua, y el pobre y triste don Benito, completamente ciego, se prestaba, doblado de paciencia, a escuchar los chasquidos de la piedra de donde iba saliendo su figura. Así como la muerte del torero, la del inmenso novelista dejó también en mí sus escondidos hoyos, que más adelante se me abrieron, saltándome toda su grandeza, el fervor que no pude tenerle en aquellos años juveniles de sectarismo y pedrada contra todo lo que suponía caduco (págs. 143-144).

 

Rafael Alberti está elaborando su memoria desde el exilio para dejar constancia de una evolución que le parecía significativa: el paso de un vanguardismo tajante y de una poética pura a otro tipo de apuestas artísticas que antes estaban en el purgatorio y que fueron consolidándose a lo largo de los años y de graves experiencias históricas. Le interesaba marcar distancias. Más que inventarse una infancia de lector gaditano de Galdós, quería hacer hincapié en una identificación ocurrida con posterioridad. Como sucede en la memoria madrileña de su mujer, María Teresa León, a Alberti le interesa evocar el recuerdo de don Benito anciano y ciego, pero reconociendo la falta de una lectura primeriza, algo que bien podía haber relacionado con su niñez en la Bahía de Cádiz. María Teresa evocó así la figura de Galdós en Memoria de la melancolía (1970):

Esa niña se va a quemar los ojos, decía la tía. Prefirió a Dumas, pero su gran descubrimiento fue Trafalgar, de don Benito Pérez Galdós. Se lo contó a su tío, a su tía, a las criadas, al tonto… ¡Yo conozco al autor! Va al Parque del Oeste a pasearse, ¿verdad, madre? Nos acercamos a saludarle siempre. Sí, estaba medio ciego. Nos acariciaba la cara. ¿Y esta niña? ¿Quién es? Es la hija del teniente coronel, ya te lo he dicho, le explicaba el sobrino que se llamaba Hurtado de Mendoza. ¡Ah, sí, sí!, decía don Benito, volviendo a su silencio. El sobrino miraba a las chiquillas. Las chiquillas se dispersaban jugando y él tenía que quedarse junto a su tío ilustre, ya tallado como si fuera de piedra. Más tarde, en Buenos Aires, me he encontrado con el sobrino de Galdós. Se ocupaba de la obra de su ilustre tío, que iba publicando Losada. Le atraían siempre los libros. Volvimos a reírnos juntos. ¿Recuerdas que tú no podías jugar? (pág. 60).

 

La imagen de don Benito cruzaba por el Parque del Oeste, cercano a su domicilio de la calle Gaztambide, o por los jardines del Retiro, a donde acudía para posar ante el escultor Victorio Macho. Benito Pérez Galdós era una gloria popular para una lectora todavía sin dedicación literaria o, algunos años después, un representante de la estética caduca para un joven vanguardista. Como veremos más adelante, Hurtado de Mendoza coincidirá con Rafael Alberti en Buenos Aires, ocupados los dos en labores editoriales galdosianas.

Pasada una primera vocación ultraísta, el poeta de El Puerto de Santa María encabezará junto a Gerardo Diego y Federico García Lorca una lectura modernizadora de la tradición, no preocupada por romper con el pasado, sino dispuesta a elegir aquello que en el pasado había abierto caminos a las innovaciones estéticas. Cambiaba así la concepción del tiempo, valorado no como algo lineal que obligaba a ser siempre cabeza desmemoriada de un ejército, sino como un ámbito humano de sedimentos complejos en el que eran posibles los eternos retornos, las reivindicaciones, las permanencias populares y las lecturas del ayer con ojos nuevos y entendidos. Con una fértil sabiduría creativa, se diferenciaba la tradición del tradicionalismo. Esta dinámica sostuvo el regreso al cancionero tradicional de Marinero en tierra (1925), el homenaje a Gil Vicente mezclado con versos ultraístas, el orgullo de los buenos sonetos y la entregada admiración sentida por Garcilaso en el poema «Con él». Éstos son sus primeros versos: «Si Garcilaso volviera, / yo sería su escudero; / que buen caballero era» (pág. 184).

En esta voluntad de indagar sobre los nuevos estilos y, al mismo tiempo, sobre el pasado, le llegará después el turno a Góngora. Más tarde, ya en la época del compromiso, la poesía servirá para unir los conceptos de pueblo, España y política en la figura de Lope de Vega. Si el tercer centenario de la muerte de Góngora había servido en 1927 para defender una poesía pura, la conmemoración en 1935 del tercer centenario de la muerte de Lope legitima los nuevos registros de la canción popular. En la recopilación que hace Rafael Alberti durante la Guerra Civil, Poesía, 1924-1937, dentro de El poeta en la calle, hay un capítulo titulado «Homenaje popular a Lope de Vega (1935)». Siguiendo conscientemente la dinámica de su anterior homenaje a Garcilaso, nos encontramos ahora con un «Si Lope resucitara…», bajo la cita «que la hoz es nueva»:

Hoz de oro y plata le damos,

de puro, inclemente filo,

para segar al estilo

de aquellos que ahora segamos.

Hoz para Lope de Vega.

Ten y siega,

que la hoz es nueva (págs. 311-312).

 

El prestigio de la cultura popular entre los poetas de la generación del 27 se sostuvo en el concepto de tradición nacional elaborado por la Institución Libre de Enseñanza y el Centro de Estudios Históricos. El interés pidaliano por la tradición como sedimento de los valores nacionales que merecía la pena conservar animó la recuperación poética del cancionero y del romancero, y permitió definir ideológicamente la alianza del pasado con las apuestas políticas progresistas. En la nueva situación creada por el golpe de Estado de 1936, cuando los militares golpistas se autocalificaron de bando nacional, presentándose como defensores de las esencias patrias, los intelectuales republicanos sintieron la necesidad de identificarse con la más prestigiosa tradición española. Denunciaban así la verdadera traición nacional que había supuesto un golpe de Estado contra un Gobierno legítimo. La muerte de García Lorca, el más español y popular de los autores después de Lope de Vega (según Dámaso Alonso), así lo demostraba.

Miguel de Cervantes y Benito Pérez Galdós ocuparon en este proceso un lugar destacado. En el número de Hora de España publicado en mayo de 1937, Max Aub dio noticia de la representación en el Teatro Antoine de París, bajo la dirección de Jean Louis Barrault, de la Numancia de Cervantes. En el artículo deja claro el contexto histórico de esta recuperación:

El cerco de Numancia no tiene protagonista individual, porque el protagonista es múltiple y se llama ciudad, es decir, pueblo. […] Por lo visto, los generales y los conquistadores han obedecido siempre a sentimientos muy parecidos. O mejor dicho, cortados por el mismo patrón. Nadie desdeciría las palabras de Escipión en boca de Mussolini, como nadie hallaría diferencia entre las palabras de los numantinos y la de los defensores de Madrid, si por un mal hado —y voluntad extranjera— se viesen un día encerrados entre sus muros (págs. 68-69).

 

Rafael Alberti publicaba en ese mismo número de la revista tres poemas de «Capital de la gloria» dedicados a los defensores de Madrid y escritos desde Moscú, a donde había viajado en marzo de 1937. La noticia de la puesta en escena parisina de la Numancia mueve al poeta a hacer una versión para representar en Madrid. A preparar esa versión y adecuarla a la nueva tragedia española se dedicó en la primavera de 1937. El ambiente era adecuado porque el Gobierno consideraba la propaganda cultural como una apuesta de primera necesidad en el contexto bélico. El 22 de agosto de 1937 se creó el Consejo Central del Teatro, presidido por Josep Renau, como director general de Bellas Artes. El equipo previsto contaba con dos vicepresidencias, ocupadas por Antonio Machado y María Teresa León, y un grupo de destacados vocales entre los que figuraban Margarita Xirgu, Jacinto Benavente, Enrique Díez Canedo, Cipriano Rivas Cherif, Alejandro Casona y Rafael Alberti.

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