POR SANTIAGO LÓPEZ RIOS

Para María de los Santos García Felguera, profesora y amiga
The intellectual [is] a being set apart, someone able to speak the truth to power.
EDWARD SAID

Diversas facetas de la trayectoria de Ramón Menéndez Pidal evidencian que, a pesar de cierta imagen de erudito encerrado en su despacho y rodeado de libros, aislado del mundo, fue un hombre de acción o, al menos, alguien que no ignoró la prosa de la vida y sus afanes. Habría que empezar recordando lo más obvio: su investigación filológica se basaba en un intenso trabajo de campo que carecía de precedentes en España. La obra de Menéndez Pidal se fundamenta en una paciente tarea de documentación léxica y de romances de la tradición oral, que él mismo lleva a cabo o supervisa de cerca, aparte de sostenerse en el acopio de un ingente número de datos en bibliotecas y archivos. Asimismo, don Ramón demostró un espíritu nada timorato y algo osado al cruzar el Atlántico a principios del pasado siglo. La primera vez lo hizo como comisario regio para elaborar un informe sobre el contencioso de las fronteras entre Ecuador y Perú (1905). Menos aventureros, pero igual de intensos desde el punto de vista académico fueron otros viajes a Hispanoamérica, Estados Unidos y Europa, de los que da cumplida noticia una exposición del Instituto Cervantes comisariada por Mario Pedrazuela y Sara Catalán (2019).

Hay que admitir, sin embargo, que, siendo un catedrático de autoridad indiscutible, evitó poner en marcha él mismo reformas educativas o involucrarse en ellas. Américo Castro se lo reprochaba con lástima en una carta desde Berlín el 9 de octubre de 1931: «Ojalá venza V. su resistencia a meterse en asuntos universitarios y se decida a poner algo de su tiempo al servicio de una empresa más importante que nunca para el futuro de España» (Castro, 1931). Pero Menéndez Pidal, consciente de los lastres que arrastraba la universidad española –«la burocracia mata la Universidad», le confesaba a Miguel de Unamuno en 1908 (Pérez Pascual, 1998, p. 107)–, prefirió desentenderse de la gestión de su facultad y volcarse, en cambio, en la andadura del Centro de Estudios Históricos. Aparte de esa fructífera responsabilidad y de la dirección de la Real Academia Española, antes y después de la Guerra Civil, nunca le interesó desempeñar puestos de máxima relevancia y exposición pública. Sí fue un intelectual que reaccionó con contundencia frente a los abusos del poder político, empleando para ello su misma herramienta de trabajo: la palabra escrita. Su oposición a la dictadura de Miguel Primo de Rivera supone un precedente de las varias veces en que alzó la voz contra la política oficial durante el franquismo. Y esto, a su vez, explica que no se dejara manipular por Manuel Fraga en 1963, cuando el ministro de Información y Turismo, en un momento en el que resultaba útil sumar apoyos entre escritores, buscó el respaldo del nonagenario sabio al régimen proponiéndole crear un Premio Nacional de Literatura que llevara su nombre.

 

LA CARTA ABIERTA A MIGUEL PRIMO DE RIVERA (EL SOL, 2 DE ABRIL DE 1929)

Como es bien sabido, el general Miguel Primo de Rivera, que había llegado al poder en septiembre de 1923, fue concitando las antipatías de numerosos intelectuales, indignados ante hechos como la clausura del Ateneo de Madrid, el destierro de Miguel de Unamuno o el cierre de la Universidad (García Queipo de Llano, 1988). Ramón Menéndez Pidal se cuenta entre los que se manifestó públicamente contra los desmanes del dictador, según han estudiado sus dos excelentes biógrafos (Pérez Villanueva, 1991, pp. 266-267, pp. 303-305, pp. 313-316; Pérez Pascual, 1998, pp. 183-199, pp. 213-252). En marzo de 1924, se adhirió a una carta abierta, promovida por su colega Pedro Sainz Rodríguez, que defendía el uso del catalán, lengua que el gobierno quería prohibir en actos oficiales y en determinados ámbitos de la Administración. Se trataba de más de cien escritores –entre ellos, Azorín, Gregorio Marañón, Concha Espina, Federico García Lorca, Manuel Azaña, Ramón Pérez de Ayala o José Ortega y Gasset– que expresaban su «admiración» y «respeto por el idioma hermano». Si bien el estilo altisonante no es el de Menéndez Pidal, no deberíamos descartar que la mención a Manuel Milá y Fontanals, cuya lectura tanto había impactado a don Ramón de joven (Pérez Pascual, 1998, p. 25), hubiera sido una sugerencia suya: «Nosotros no podemos tampoco olvidar que de Cataluña hemos recibido altísimas pruebas de comprensión y cariño, hasta el punto de que un insigne patriota catalán, amante fervoroso de las glorias españolas, Milá y Fontanals, abrió con llave de oro el oscuro arcano de las manifestaciones artísticas del pueblo castellano» (Juliá, 2014, p. 197).

Fue, sin embargo, a propósito de la cuestión universitaria cuando la postura de Menéndez Pidal cobró mayor protagonismo. Al decretar el gobierno el cierre de la Universidad de Madrid durante el plazo de año y medio para sofocar las protestas y huelgas estudiantiles, don Ramón no dudó en sumarse a un manifiesto de catedráticos que defendía a los estudiantes y deploraba las reformas del Ministerio (Pérez Pascual, 1998, p. 218). Este escrito no llegó a publicarse; sí vio la luz, en cambio, una carta abierta del propio don Ramón a Miguel Primo de Rivera, en el periódico El Sol el 2 de abril de 1929. Con modales exquisitos (se dirige al general como «Señor presidente y distinguido amigo»), expresa su simpatía por las reivindicaciones estudiantiles, al tiempo que solicita «una delicada rectificación [que] no es menoscabo de autoridad, sino ensalzamiento de ella». La respuesta de Primo de Rivera, en la misma página del diario, mantiene el tono correcto (concluye con un «testimonio de consideración y amistad»), pero le recuerda que la intervención ha respondido a la «algazara colectiva que ha producido muy reprobables desmanes» (Primo de Rivera, 1929).

 

RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL, ABAJO FIRMANTE

Aunque Menéndez Pidal, una vez que la dictadura liquidó el Centro de Estudios Históricos, optó, ya jubilado, por una vida consagrada al estudio en su casa de Chamartín y bastante desvinculada de cuestiones políticas, en varias ocasiones significativas encabezó o sumó su nombre a manifiestos públicos suscritos por centenares de intelectuales.

En coherencia con su postura en defensa de la universidad durante la dictadura de Primo de Rivera, don Ramón no dudó en dar un paso adelante en 1956, cuando, a consecuencia del activismo estudiantil contra el SEU, se produjeron violentas manifestaciones y una grave crisis institucional que se saldó con las dimisiones de los rectores de Salamanca, Antonio Tovar, y de Madrid, Pedro Laín Entralgo, y con la destitución de Joaquín Ruiz-Giménez como ministro de Educación (Lizcano, 1981; Pérez Pascual, 1998, pp. 336-338). Menéndez Pidal encabeza una carta con fecha del 2 de noviembre de 1956 dirigida al ministro de Educación Nacional y firmada también por Gregorio Marañón, Azorín, Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, Camilo José Cela, Dámaso Alonso, Dionisio Ridruejo, entre otros muchos nombres eminentes. El escrito ruega a la máxima autoridad educativa que someta al Consejo de Ministros una petición de clemencia para los alumnos detenidos. Con respeto y firmeza se concluye la demanda: «Para la conciencia de todos cuantos participamos en la comunidad intelectual de España, sería razón de alivio la concesión de esta gracia que solicitamos, habiendo sido antes razón de pena e incomodidad el rigor, a nuestro juicio excesivo, empleado en este asunto» (Juliá, 2014, p. 382).

Entre los estudiantes encarcelados se encontraba Manuel Fernández-Montesinos, sobrino de José Fernández-Montesinos, discípulo de Américo Castro y colaborador de don Ramón en el Centro de Estudios Históricos. En sus memorias, Manuel Fernández-Montesinos apunta que fue a su madre a quien se le ocurrió la idea de este escrito y describe la visita que aquellos «jaraneros y alborotadores» –así los descalificó el mismísimo Franco– hicieron a don Ramón en enero de 1957, después de ser puestos en libertad:

Visitar a don Ramón Menéndez Pidal fue lo primero que hicimos los cuatro una vez excarcelados. […] La visita de respeto, corta. Ni siquiera llegamos a quitarnos los abrigos. Recuerdo que se nos unió Julián Marcos, también puesto en libertad algunos meses antes. Hablamos de nuestras carreras —yo era el único que la había terminado—, le contamos alguna peripecia que otra de las salidas para los exámenes desde Carabanchel que le hicieron reír y, al despedirnos en el portón, nos advirtió de que en lo sucesivo anduviéramos con mucho cuidado (Fernández-Montesinos, 2008, p. 226).

En este contexto, Ibérica, la revista que dirigía Victoria Kent en Nueva York, en su número del 15 de noviembre de 1957, dentro de la sección «Sin permiso de la censura», incluía a don Ramón entre las voces discordantes del régimen: «Personas que han podido hablar en la intimidad con don Ramón Menéndez Pidal me han dicho que el ilustre filólogo no oculta su enemistad a la dictadura y añade…: “¿A mí que me van a hacer? Ya soy muy viejo y no temo nada”» (Lorenzo, 1957, p. 16). Desde Estados Unidos, Américo Castro le copiaba estas líneas, con alguna variante, a Camilo José Cela en una carta ese mismo mes (Cela, 2009, p. 192).

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