Una cita de Tagore a su comienzo anticipa cierta simpatía por los deshechos: «El botín de los años inútiles», escribe el poeta bengalí. Y, en la edición completa de las Prosas, una «Nota del autor» fechada en 1982 explica la razón de la apatridia del título: estos textos «no han encontrado sitio». «No se ajustan cabalmente a ningún género». «Carecen de un territorio literario propio». No son fragmentos de un diario íntimo ni notas que esperan un futuro desarrollo. Tampoco son poemas en prosa, por más que Ribeyro evoque El spleen de París, otra poética del evanescente mundo de las ciudades modernas, un libro que también fue a la vez un engendro, «todo pies y todo cabeza».
La existencia de un libro que inventa su propio género no deja de ser uno de los mitos de la modernidad literaria. No obstante, no hay que irse demasiado atrás en el tiempo para escuchar la siguiente afirmación. Habla Julio Ramón Ribeyro hijo, heredero de los derechos de la obra de su padre. Le preguntan por la publicación de los diarios inéditos de Ribeyro, que abarcan desde finales de los setenta hasta su muerte en 1994. Se dice que Alida Cordero, viuda de Ribeyro, dificulta la publicación de esta obra porque, entre otras cosas, el escritor narra en ella sus momentos de felicidad al regreso a Lima en 1992, enamorado de otra mujer. En la entrevista de 2014 su hijo contesta: «Los diarios que están en casa de mi madre seguirán inéditos hasta que alguien los corrija. Si ven una página, hay anotaciones de diversas ideas. Se trata de un diario que no tiene personajes. A mí como lector me interesa más la primera parte de La tentación del fracaso, que ya se publicó». Fijémonos en la expresión «Se trata de un diario que no tiene personajes».
El heredero continúa:
«La verdad es que cada año con mi madre nos sentamos a hablar y al final el resultado de la conversación es que cada uno tiene que trabajar para vivir. El ser el hijo de Ribeyro y revisar sus cosas no me hace pagar las cuentas. Para ser muy honesto: publicar lo que resta no es lo que más me importa, sino difundir lo que hay».
Una última afirmación que no deja resquicio a la esperanza: «La tentación del fracaso me encanta, pero son diarios. Es para gente que lee, es más para un grupo cerrado».
Pensemos en un «grupo cerrado» compuesto por lectores de literatura confesional, como su propio padre, cuya temprana preocupación por el género no sólo dejó esa obra maestra (La tentación del fracaso), sino excelentes artículos y reflexiones sobre la importancia de los diarios íntimos. Este grupo cerrado, entre el que está Ribeyro, capta la capacidad revitalizadora de otros géneros considerados menores. Porque la vida no está en la literatura encasillada, domesticada, de cartón piedra de los géneros grandes. Sí en los relatos, en los diarios o en las cartas (la viuda también frenó la edición de un epistolario entre Julio Ramón y su hermano Juan Antonio). La vida está en los aforismos de un heterónimo: Dichos de Luder es su Juan de Mairena. ¿En qué lugar quedan, pues, estas Prosas apátridas «sin personajes», obra minoritaria por excelencia?
Antes he hablado de las redes. Volvamos al presente y maticemos. En cierto sentido las Prosas apátridas podrían semejarse a unos estados de Facebook bien trabajados. Su brevedad, epifanía, ingenio y fugacidad parecen haberse adelantado a este medio. Pero sólo en ese sentido. Son obra de un solitario («Sólo pueden ser libres los solitarios», Dichos de Luder). Nada más ajeno a la abstracta idea de público que condiciona la creación del individuo en las redes sociales, su reducción a perfil y marca registrada. No hay «público» en estas Prosas, sino siempre un único lector. Son una obra de intimidad con la escritura, con el mundo a través de la escritura: «Pronto 48 años y sigo hablando conmigo mismo» (Prosa 169).
Julio Ramón Ribeyro vive fuera de Perú desde comienzos de los años 50. Un año en España, breves estancias en Alemania, donde aprende la técnica de la impresión fotográfica con vistas a montar un laboratorio. Finalmente se asienta en París. Al principio trabaja para la agencia de noticias France-Press y posteriormente para la Embajada de Perú en la unesco. Son años de estabilidad laboral y familiar, los de su matrimonio con Alida Cordero (se casan en 1966) y el nacimiento de su hijo. Son años también de melancolías, abandono de la bohemia y frustración. Ribeyro es un hombre enfermo. Así se nos presenta en sus cartas de los años cincuenta, antes de cumplir 30 años: le asusta ver su cuerpo desnudo en el espejo, su delgadez. Es un superviviente de sí mismo, dice. En 1973 está a punto de morir. Lo operan dos veces, de esófago y de estómago. Le dan seis meses de vida. Él aún no lo sabe, sólo más tarde le dirán que ha sido operado de cáncer. La convalecencia es lenta. Esta supervivencia, la crianza de su hijo, la fugacidad del tiempo marcan la escritura de esta Prosas.
La primera reseña de la que tengo noticia, publicada por Fernando Aínsa en 1976 en Cuadernos Hispanoamericanos, se titula precisamente «Una forma de arraigo». Prosas apátridas es un libro de arraigo de la especie entre la fugacidad y contingencia del mundo. Paradójicamente, el propio Aínsa recuerda que «Julio Ramón Ribeyro conoce ahora el éxito. Literariamente hablando se ha dicho que 1973 fue en el Perú el año Ribeyro». Ningún éxito aparece en las Prosas, sino en versión paródica. Sí aparece algo parecido a una urgencia testamentaria: algo que dejar a su hijo.
La primera edición (seguida rápidamente de una segunda) es publicada en Barcelona por la editorial Tusquets en 1975. Consta de 89 prosas sin numerar. Incluye un prólogo de José Miguel Oviedo titulado «Ribeyro, o el escepticismo como una de las bellas artes».
La editorial Milla Batres ya había comenzado a difundir los relatos completos de Ribeyro y un volumen de artículos cuando en 1978 publica la primera edición peruana de las Prosas. Son 150 prosas, de ahí el título de Prosas apátridas aumentadas. Incluye un prólogo de Abelardo Oquendo titulado «Alrededor de Ribeyro».
En 1986 Tusquets vuelve a editarlo. Los prólogos son sustituidos por una escueta «Nota del Autor». Es la primera edición completa de las Prosas apátridas. Consta de 200 prosas.
La lectura de los prólogos de Prosas apátridas manifiesta la dificultad para encontrarle cobijo a esta nueva forma que, a la vez, parece pertenecer al pasado. «Forma de anacronismo», señala Oviedo en su prólogo. Ribeyro apuesta por una «causa al parecer perdida» en un momento llamado a ser «la hora de la novela». «El arte llamado moderno –parece contestarle Ribeyro a Oviedo dentro del libro– no sería otra cosa que un detalle ampliado del antiguo o un “mirar de más cerca” la realidad. Simple cuestión de distancia» (44).
Oviedo define las prosas como «apuntes sueltos, páginas de un diario íntimo, una filosofía de bolsillo», pero añade: «Son todo eso y más». Con una tendencia habitual que identifica a la persona viva con el autor implícito de un libro, Oviedo sentencia que se trata de un «autorretrato espiritual» marcado por la enfermedad. «Había soportado una gravísima enfermedad y dos feroces intervenciones quirúrgicas que lo tuvieron al borde de la muerte. A los 45 años». De ahí el humor sombrío que da unidad a la obra. Los motivos de reflexión pueden ser variados: «La literatura, el sexo, los hijos y la vida doméstica, la vejez y la muerte, la historia, la calle como espectáculo y la ventana como un observatorio de la existencia. El pesimismo que emana de esas reflexiones resulta demoledor».
El brillante prólogo de Abelardo Oquendo a las Prosas apátridas aumentadas resulta más problemático. Oquendo lo define como «un libro inusitado y por ello fundador». Da dignidad al «cuaderno de apuntes». Son «textos que carecen de género y de patria literaria». Añade unas palabras del propio Ribeyro que inciden en el carácter clásico (Oviedo habría dicho anacrónico) de su obra: «Yo recojo las enseñanzas de los viejos, las acomodo a mi realidad y creo en los límites de lo que va desapareciendo. Vanguardia o retaguardia no tienen para mí ningún sentido». Oquendo también enfatiza la «identidad entre Ribeyro y el narrador de su obra literaria».
Para Oquendo, el narrador de estas prosas es un espectador. Ribeyro posee un juicio previo a la escritura, un prejuicio que en cierto sentido la lastra: el pesimismo, el desencanto. No muestra las cosas como son, dice Oquendo, sino como están. ¿A qué se refiere? Por un lado, no podemos conocer a Ribeyro para preguntarle, sino al personaje que emana del texto, que no existe antes que el texto. Pero parece entenderse que para Oquendo la prosa desencantada no casa con la utopía política, con las obras políticas que, diríamos hoy enmendándole la plana a Oquendo, en vez de mostrar las cosas como son (que para Ribeyro también es como están) muestran el mundo como debería ser. Ribeyro, dice Oquendo, posee «una óptica fría [que] disimula una literatura sentimental».
Finaliza Oquendo su prólogo salvando las Prosas apenas por el talento literario de Ribeyro, un encanto menor: «Una visión como la de Ribeyro, ¿por qué nos complace? ¿Por qué, si incide en lo trillado, nos parece tan sabia; si es tan fría y distante, tan cálida, tan noble, tan humana? El desencanto, la incertidumbre lúcida, tienen un secreto atractivo. El recurso a la pálida nobleza, a la melancólica ironía pertenece a una rancia estirpe literaria. El escepticismo tiene un aire de sabiduría y puede servir al conformismo una elegante coartada. No inculpo a Ribeyro, trato de explicarme el placer de leer estas prosas, tan frágiles al análisis».