«Recibo mis cuarenta años solo, en mi casa vacía. La Place Falguière desierta. Como sólo una vez se cumple esta edad y como me siento leve, muy levemente deprimido (no por envejecer, sino por envejecer de cierta manera) compré, a pesar de mi pobreza, una botella de whisky y dos paquetes de cigarrillos. Para poder servirme un trago tuve que lavar un vaso polvoriento, en una cocina donde hace días que no entro por no enfrentarme a la vajilla sucia.»
Ese mismo hombre anota poco después, después de escribir –y qué es escribir en esos instantes para él: ¿una declaración, un testimonio, una confesión, la intención de evitar un olvido o el olvido, el mantenimiento de una costumbre, el cumplimiento de una rutina, un acto reflejo, lo inevitable?– acerca de sus pocas actividades de ese día, cambiar sábanas, leer un poco, trabajar siete horas en una agencia de noticias, añorar a una mujer y a un hijo de quienes le separa el océano: «Fea soledad, cuando la imaginación se mella y uno no puede ya ni siquiera conversar consigo mismo». El hombre que se escribe en esas líneas se llama Julio Ramón Ribeyro, es 31 de agosto de 1969, y ha cumplido cuarenta años: una botella de whisky, un libro de Brecht, dos paquetes de cigarrillos, una vajilla sucia, un diario. La fea soledad.
Julio Ramón Ribeyro había comenzado a escribir sus diarios unos veinte años atrás, cerca de la veintena; hacia finales de los años cuarenta del siglo xx, según manifiesta en su introducción a La tentación del fracaso. Lo hace a modo de los de Amiel, que lee a los catorce o quince años y que despiertan en él la pasión por ese tipo de textos, de los que se convertirá en lector devoto. En un artículo de 1953, «En torno a los diarios íntimos», recogido en su libro misceláneo La caza sutil, Julio Ramón Ribeyro se pregunta si los diarios íntimos podrían constituir un género literario; y en ese mismo texto de 1992, pórtico de la edición de los propios, despeja esa duda –pero es una duda que reitera, y Ribeyro los abandona y abomina y luego regresa a ellos como a veces hace con el tabaco, la escritura y el diario como tabaco, el daño del tabaco, el placer insuperable del tabaco a pesar del daño y el dolor– planteada casi cuarenta años antes:
«El diario se convirtió para mí en una necesidad, en una compañía y en un complemento a mi actividad estrictamente literaria. Más aún, pasó a formar parte de mi actividad literaria, tejiéndose entre mi diario y mi obra de ficción una apretada trama de reflejos y reenvíos. Páginas de mi diario son comentarios a mis otros escritos, así como algunos de éstos están inspirados en páginas de mi diario.»
Toda su obra es una obra continua, producto de una necesidad sin remedio.
Un hombre, no sólo un escritor, se pasa la vida haciéndose preguntas; sobre sí, sobre los otros, sobre él como otro, sobre el tiempo, sobre los lugares que habita, sobre las tormentas que lo rodean y lo calan. Cuando esa necesidad de diálogo se registra –a veces sin conocerse ni entenderse ni requerir saber con seguridad la razón de esa rutina, de esa costumbre ya inviolable–, y el hombre ordena y formula esas preguntas por escrito, puede acabar en el hallazgo de que, mientras la tinta del punto de la interrogación aún está fresca, quizás ya se avanzó alguna respuesta en los mismos fragmentos de la vida propia que trata de recoger en forma de diario. Algunas ocasiones esa respuesta sirve y, otras, avergüenza, y es un testigo incómodo del que se fue o se quiso ser o tan sólo se pudo. En otras, sólo es un cuento de fantasmas. Sucede, suele suceder, en esos años en que se cumplen las decenas, que algunos hombres dediquen siquiera un rato a recontar su vida, contemplar y palpar, aunque sea por encima, todo lo acumulado: fotos, objetos, gentes. Revisar semeja un intento oculto de recontar, construir quizás una mirada nueva sobre la ya contemplado. En ese año de 1969, en el piso de oscura madera rojiza y altas puertas blancas de la plaza Falguière, Ribeyro recibe desde Lima sus «diarios íntimos» –las comillas son suyas en su entrada parisina del diario de 22 de julio de 1969–, que abarcan un período de diez años: 1950-1960. Los relee, fuma, bebe, se sonroja; si fuese invierno y en aquel piso hubiera chimenea, ése habría sido el destino de casi todas las páginas, según él mismo confiesa. En esos años escritos ha viajado mucho, desde la Lima en que fecha la primera entrada conservada en los diarios recopilados en La tentación del fracaso. En aquella Lima está cursando Derecho entonces, a comienzos de los cincuenta del pasado siglo xx, y ya se contempla dentro de la carrera de Leyes con desánimo. Escribe entonces: «Ser abogado, ¿para qué? No tengo dotes de jurista, soy falto de iniciativa, no sé discutir y sufro de una ausencia total de “verbe”». No sabe discutir, afirma en 1950; en una anotación sin fechar, quizás de octubre de 1956, concreta el motivo: «El error que siempre he cometido en las discusiones es haber dejado hablar a mi contrincante». Sale de Lima con una beca; tras Lima se suceden Madrid y París, atrás quedará ya definitivamente el Derecho –«Este maldito Derecho que nunca practicaré ha reventado mi vida para siempre», anota el 22 de julio de 1951–, y luego Múnich, o Amberes, o Berlín, o regresos a Lima y Ayacucho. Ribeyro se persigue en sus propios diarios durante esos días de 1969 de relectura de sus páginas, de su vida hasta entonces; lo imagino haciéndolo en su piso de la Falguière, como registra después que recorre el día 12 de enero de 1974:
«Pongo un disco en el aparato y papeleo, es decir, vivo entre mis papeles, para inventar un verbo. Releo mis diarios viejos, ordeno cartas, hojeo uno que otro manuscrito, apunto una frase, busco un párrafo en un libro, arreglo maquinalmente una hilera de mi biblioteca o me extiendo en el diván a pensar en nada, hasta que al fin, sí, cuando atardece, escucho en mí, como tantas otras veces, el llamado de la ciudad.»
¿Qué se encuentra en esos pasados diarios Ribeyro cuando se busca en los primeros meses de 1969? Literatura, lunes, alcohol, marzos, gastos descontrolados, otoños, charlas, jueves, deseos, octubres, hospitales, arena de playas frente a mares distintos; todos los síntomas de esa enfermedad llamada vida, que no es sino un ejercicio de subjetividad narrativa. Ribeyro abre en sus diarios una ventana a la calle, que es una de las cosas que necesita para escribir, y así lo confiesa en la anotación del 9 de enero de 1973: «Para escribir yo necesito mi marco habitual –cigarrillos, vino, un sillón cómodo, a veces música, una ventana a la calle–. De otro modo me es imposible hacerlo. Se diría que las ideas no brotan de mí espontáneamente, por una operación subterránea de mi espíritu, sino que son extraídas de mi contorno por un fenómeno de ósmosis». Recuenta efemérides en los diarios: «Se van repitiendo, convirtiendo en ceremonia, en monumentos rituales, señas que uno va dejando para creer que ha vivido, que ha durado. Función de las efemérides: luchar contra la dispersión y el olvido y mantener nuestra identidad», podemos leer, pero cada uno de los días que anota, que decide conservar, es en sí una efeméride, porque cada día de la vida de ese hombre, de cualquier hombre, lo es. Días que se repiten, ceremonias íntimas sin las que uno no se concibe ni es capaz de poner en marcha sus acciones –el alcohol, la ventana, el humo del tabaco, la escritura– ni es capaz de conformar una identidad siempre cambiante pero que frente al viento de los días se sostiene a veces sin que nos demos cuenta sobre tres o cuatro pilastras cimbreantes; creer que uno va de aquí para allá zarandeado no es lo mismo que ir de acá para allá zarandeado. Días que se repiten mientras uno lucha contra la dispersión y el olvido. Cuando uno ha anotado ya un cierto número de días y se relee comprueba que ciertas permanencias nos definen. No hay en ello apenas atisbo de calificación, sino mera constancia y me parece que también cierta noción de ritmo y una ficción de seguridad, como la de que un hombre que siempre procura tener –o abrirse cerca– una ventana celebre igual sus cumpleaños año tras año, huyendo de festejos y regalos, dejándose atardecer mientras come cualquier cosa simple, bebe un par de vasos de vino, y lee, completamente solo.
Ese año de 1969 Ribeyro no hace nada destacable; o, mejor dicho, nada que él considere que debe ser destacado. Otros años recapitula obra concluida, o abre un horizonte de expectativas vitales o literarias, o ambas; o se cierra esos horizontes, en una rutina de pesimismos que van y vienen, de inseguridades, de continuas escisiones. En las anotaciones que corresponden al año 1967, por ejemplo, ese pesimismo se enseñorea sobre el comienzo del año. Imagino el frío de París aislándole de todo, lo imagino rozando los cristales helados de la casa mientras sostiene en esa misma mano un cigarro a medio consumir –que no arrojará esa vez a la calle para evitar que entre el frío–, y su gesto es gris y extranjero mientras contempla el día agrietado que se oscurece afuera; lo imagino regresando de nuevo al escritorio, dejando en un cenicero metálico la colilla, apurado para anotar en su máquina de escribir ese febrero:
«Hasta ahora me considero como un hombre que ha sido aplazado en todas las pruebas de la vida. Me acerco a los 40 años sin gloria, sin dinero, sin salud, sin influencia, sin tranquilidad, sin perspectivas […]. ¿Qué hago lejos de mi país, en una ciudad donde tengo sólo dos o tres amigos, obligando a mi mujer a una vida de encierro, en dos piezas con goteras y cucarachas, desempeñando un trabajo mecánico y subalterno? ¿Quién me ha exiliado y por qué? ¿Qué busco? ¿Qué aguardo? Me sorprende a veces que pueda sobrellevar esta vida sin caer en la depresión o sin pegarme un tiro».