Es un extranjero adonde vaya y es un extranjero de sí mismo, y es un campo de batalla en el que combaten los yoes de su escritura, sus voces, sus ambiciones y esperanzas, y así ese mismo mayo de 1967 se coloca frente a su destino de escritor; intuye, se escribe, que en esos dos meses se está resolviendo parte de ese destino. Es consciente del valor de su trabajo, pero es una convicción conmovedoramente efímera:

 

«Presiento en mí posibilidades que sobrepasan con largueza todo lo que he hecho hasta ahora, una especie de ímpetu, breve, es verdad, pero surcado de imágenes, de asociaciones, de fragmentos que me llevarían al acto de escribir instantáneamente, si dispusiera del tiempo, de la holgura para seguir adelante. En realidad, como me he dado cuenta desde hace meses, lo que necesito es sintonizar ese flujo verbal que vive soterradamente en mí, pero que constantemente se pierde o es interferido por ondas parásitas. Se trata de una voz, de un tono fundamental, que es el que dará a todo lo mío su coloración definitiva. Ese tono se acerca un poco a lo subjetivo, lo arbitrario, lo personal […]. Quizás esa sea mi verdadera voz. ¡Pero también hay otras! Es como si existiera en mí no uno, sino varios escritores que pugnaran por expresarse, que quieren hacerlo todos al mismo tiempo, pero que no logran a la postre más que asomar un brazo, una pierna, la nariz o la oreja, alternativamente, en desorden, abigarrados y un poco grotescos.»

 

Yo no puedo leer estas líneas sin que los ojos me tiemblen, sin sentir que soy, e intuyo que somos, seres hechos de trozos, abigarrados, algo grotescos. Seres que aguardan a que uno de esos trozos que cuentan a uno de los que podemos ser o somos gane un combate sin victoria, y que eso traiga cierta paz a las caminatas por el bulevar Saint-Michel o por las calles de Málaga o de cualquier otra ciudad que es al cabo la misma ciudad. Contemplo –para recuperar la respiración– mi calle, menos helada que las calles de París en febrero o incluso en mayo, y regreso al libro para acabar de leer el final de esa entrada de mayo de 1967, que es un final que acecha a todos los escritores que respeto: «Por eso, actualmente, me mantengo un poco a la expectativa, sin querer tomar parte en esta lucha, con la esperanza de que algunos de estos homúnculos se sobrepongan, sacrificando a los demás, salvo que en la pelea todos perezcan y no me quede otro partido que el silencio.»

El silencio.

Salto en el tiempo y regreso otra vez a ese 1969 que he elegido como arranque de mi propio viaje, cuando va a cumplir o ya ha cumplido Ribeyro esos 40 años que ve llegar en 1967 en mitad de un charco de pesimismo que casi anegaba la plaza Falguière. Parece, como decía, por sus anotaciones de 1969, que no hubiese hecho nada meritorio en ese año dentro de la vida que trata de trazar. Pero sabemos que no es cierto, sabemos que esos días sin pretensiones ni recuerdo, en los que sólo se suceden las horas de modo marcial, son los que sostienen los días en los que sentimos un mayor peso del sentido, una mayor significación, esos días en los que parece que incluso la gente nos mira en la calle –aunque intuyamos que es porque vamos desastrados– y pretendemos estar justificados. Ribeyro escribe algunos textos ese año de 1969. Otros años esos datos de la escritura los consigna en sus diarios, habla de ellos, de su construcción o su finalización o su publicación, dialoga con ellos o hace que dialoguen con otros textos suyos o ajenos, pero sin embargo no alude a ninguno en los diarios ese año, como si ninguno de sus empeños que suelen comenzar a las seis de la tarde, cuando ya ha dejado atrás las agotadoras y vacías horas en la AFP, hubiese fructificado. Conocemos, revisando La palabra del mudo –su integral obra cuentística–, que en 1969 escribe «Sobre los modos de ganar la guerra», y sabemos que escribe «El próximo mes me nivelo», que además da título a su libro de 1972. Y sabemos que ese año que Ribeyro cumple cuarenta años, una de esas fechas en las que un hombre da rienda suelta a los cálculos sobre lo que fue y lo que resta, y adónde fue, y para qué, y si regresará a Ítaca algún día, escribe el maravilloso y doloroso «La juventud en la otra ribera». En ese cuento el doctor Huamán, a sus cincuenta años de extranjero de sí mismo en un París por el que va de paso, comenta a su interlocutora, Solange, que la juventud ya está en la otra ribera, al comienzo de una aventura de tres días de final inesperado con la joven. Tras su primer encuentro, con el hombre pensando acerca de lo sucedido el día anterior, Ribeyro escribe que Plácido Huamán estaba «echando el encuentro de la víspera al saco de las experiencias truncas –lo que pudo ser, lo que nunca fue–, pero había olvidado que no hay relación perdida ni gesto que no se recoja». Leo esas frases y pienso en lo que Ribeyro dice acerca de los diálogos entre sus diarios y el resto de su obra, pienso acerca de lo que dice, de esos sedimentos hechos de gestos y posibilidades que aparecen como truncas pero que sin embargo no se pierden, sino que mutan en algo inesperado cuando uno pasa al otro lado de los ríos que delimitan los territorios que pisamos. «No hay placer que no cueste, en alguna forma, su precio», dice Huamán a Solange. Y Ribeyro no consigna nada en esos días acerca de esa escritura, de esos textos.

Las permanencias de los diarios de Ribeyro sí que aparecen en las anotaciones de 1969. La primera de ellas, sus relaciones con el dinero y su prodigalidad. Los diarios están llenos de ejemplos de una conducta que no me parecer desordenada sino todo lo contrario, bien ordenada y conducida con una constancia admirable, considerando sus consecuencias. Ribeyro parece no soportar el tacto del dinero o que no acuda lo más deprisa posible a cumplir su función; permitir el intercambio de placeres, ganar la vida para estos –el 12 de febrero de 1951 anota: «La única libertad que existe es la del dinero»–. Una y otra vez recibe un dinero que debe permitirle vivir durante un espacio determinado de tiempo, ya sea una beca o una nómina, por cualquier concepto, y una y otra vez lo gasta en muy poco tiempo, en ocasiones, en la misma noche, el dinero para todo un mes. Recorre los bares y las librerías y los restaurantes y los burdeles, hasta agotarse y agotar las reservas económicas. Una y otra vez. Se queja de ello en ese mismo 1969, tras revisar su vida a la luz de sus anotaciones y sus recuerdos, pero no hace propósito de modificar esa costumbre. Se dice, el 12 de septiembre de 1969: «Los pródigos, ¿no serán en el fondo optimistas? Confían en el mañana o no les importa el mañana. Saben, en realidad, que todo podrá arreglarse. Los avaros son cobardes.» Y para darse la razón, el 21 de octubre anota lo sucedido el día anterior. Ha salido de casa a buscar un tratado de retórica. Vaga de librería en librería por el distrito XV, de librería en librería y de bar en bar, quizás el Old Navy, La Rotonde, La Coupole, sus habituales. Ya con el libro en las manos, un tratado de 1830 con prólogo de Genette, cambia los cafés por el cognac. Un hombre extranjero y solo, la fea soledad, en la anochecida de Paris: «[…] y como estaba solo y no veía pasar a ningún amigo y recordaba a los amigos lejanos o muertos, y como había hablado el domingo por teléfono con mi mujer y con mi hijo (en Lima por unos meses), que exclamó “Hola, papá”, me descantillé. Me acosté apreciablemente borracho a las dos de la mañana. Perdí mi viejo impermeable negro por algún lugar. Pero no perdí mi tratado de Retórica.»

Otra de las permanencias de los diarios es la enfermedad. En ese 1969 anota varias gripes, y cólicos, un derrame sinovial. Los padecimientos que sufrirá en su vida, y la compañía del alcohol y el tabaco y la preferencia por las largas noches repletas de bares no son algo falto de conexión con su mala salud, son continuos, y van aumentando –como es lógico– con el transcurso del tiempo. En algunas épocas la enfermedad se apropia del diario porque se apropia de todo, y todo es, como anotará el 18 de julio de 1977, «este ping-pong entre el bienestar y el malestar, entre el entusiasmo y el abandono». El año 1977 comienza sus anotaciones el 7 de enero consignando su quinto resfriado en los últimos meses, «lo que sumado a mis males permanentes me pone un humor de perros». El 25 de enero sufre una obstrucción del esófago mientras come carne: «Duró horas además y los esfuerzos que hice para eliminarla me dejaron agotado y deprimido. Mala señal, cuernos. Yo sé que tengo allí algo maligno que me arde todos los días». El diario es, como para tantas otras cosas, su refugio, el amigo o el hermano al que contar: «[…] no cabe sino esperar y seguir haciendo mi vida normal, sin molestar a nadie, ni preocupar sobre todo a los míos». Sucederá igual por ejemplo en 1978, cuando abra el diario de ese año con una anotación truculenta el 4 de enero: «Año Nuevo fatídico, que recibí en la cama, revolcándome de dolor de estómago. […] Algo comí o bebí el 30 que me hizo daño, aunque supongo más bien que fueron esos malditos supositorios de lamaline, de los que me pongo tres diarios desde hace años, sin motivo alguno, por puro vicio, por la creencia de que me dan energías. Han terminado por irritarme la mucosa intestinal. En fin, sea cual fuere la causa, sufrí como un chancho, chillé y pataleé […]». La enfermedad es uno de los personajes más presentes en los diarios, se apropia de los párrafos, los fatiga, interrumpe su marcha con el ardor o la acidez o la fiebre; no hace con los diarios, en suma, sino lo que hace con la vida de Ribeyro, con cualquier vida.

 

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