POR PABLO VALDIVIA
Introducción: el ensayo como mirada compartida

El estudio de la producción estética e intelectual de Antonio Muñoz Molina puede resultar una tarea muy complicada, si no imposible, si se aborda únicamente desde la perspectiva de la adscripción de sus obras a distintos géneros. La mayor parte de los ensayos escritos por Antonio Muñoz Molina han alcanzado al público como artículos de prensa, en el formato de conferencia o en el de un volumen de trabajos agrupados en torno a una temática concreta. Por tanto, en nuestra opinión, cualquier indagación que se sustente sobre una división estricta entre los diferentes géneros literarios cultivados por este escritor bien puede escamotear la complejidad de su escritura o conducir a una lectura parcial de sus obras.

Además y por añadidura, tampoco ha existido por parte de Antonio Muñoz Molina –y así lo ha manifestado el propio autor en sus escritos y en declaraciones públicas– la intención de presentarse en el ámbito público como un experto sobre una materia cualquiera en la que haya podido haberse adentrado, sino más bien como un ciudadano cuya profesión es la de la escritura y que observa las contradicciones de su presente, desde sus particulares lentes emocionales e intelectuales. Esa posición propia del ejercicio cívico común de mirar y pensar en torno a lo que le rodea aparece en los escritos de Muñoz Molina como una constante. Baste para comenzar con un primer ejemplo cómo se advierte en un fragmento de Todo lo que era sólido (2013), en el que nuestro autor explora Ámsterdam en bicicleta y observa las características espaciales y sociales que definen, desde su mirada, el mundo que le rodea:

«La bicicleta me permite alejarme del centro y observar a veces el modo en que la ciudad se disuelve sin desastre en el campo, o en parques de almacenes y oficinas o en barriadas de viviendas sociales. Las ciudades, incluso las que empiezan mejor, las que tienen un centro histórico vital y bien preservado, suelen acabar mal, o muy mal, en descampados de rotondas y centros comerciales, en suburbios que son guetos de pobreza y deterioro» (303-304).

 

En ningún caso puede interpretarse el fragmento anterior como el dictamen de un sociólogo experto, de un geógrafo urbano, de un economista o de un urbanista profesional. No lo pretende el autor, ni tampoco el texto implica suplantar, corregir o reiterar el juicio del especialista. Muñoz Molina sencillamente ofrece su visión particular, con todas las limitaciones y también su enriquecedora visión emocional en primera persona, de lo que acontece, de lo que vive literariamente, de lo que experimenta sin ánimo de exhaustividad alguna. Así lo reflejan las palabras sobre su deambular por esta ciudad al explicar que:

«En las afueras de Ámsterdam se ve el resultado de una tradición muy sostenida de buena vivienda social. La tierra nunca será un paraíso, pero las vidas de las personas pueden ser sustancialmente mejores si los lugares donde habitan están limpios y bien construidos, tienen zonas ajardinadas, parques, escuelas; si hay buenos servicios accesibles a todos. La ciudad no es un parque temático para turistas ni un museo paralizado en el tiempo, y por lo tanto impracticable o muy incómodo para la vida real. Tiene la negligencia inevitable de lo muy transitado y lo muy vivido: también la armonía no planificada de lo que se sostiene y se renueva en virtud de un acuerdo implícito entre mucha gente muy diversa» (304).

 

Puede pensarse que esta impresión sobre Ámsterdam, desde la óptica del Amsterdammer que vive a diario en esa ciudad, no retrata pormenorizadamente las problemáticas de las zonas que describe y que, por tanto, carece de rigor. Sin embargo, esta aprehensión emocional de la realidad es tan legítima en la construcción de una narrativa cultural de convivencia como el estudio estadístico que pueda devenir en la articulación de políticas públicas. La sensibilidad y la agudeza emocional de la mirada es lo que separa al mero funcionario del ciudadano.

Por tanto, el lector que se acerque a los ensayos de Antonio Muñoz Molina con la intención de encontrar en ellos un tratado riguroso de historia, de sociología o un compendio que cumpla con la supuesta cientificidad de cualquier especialidad crítica se sitúa, en nuestra opinión, en un punto de partida erróneo. En ningún caso las obras ensayísticas –sin dejar de recordar aquí las particularidades ya mencionadas en el caso de la producción intelectual de Antonio Muñoz Molina– aspiran a cumplir con las exigencias del tratado, sino con las de la articulación de una narrativa cultural que lea y de cuenta de las tensiones, los desequilibrios, las contradicciones y los problemas del presente desde su prisma personal. En otras palabras, el lector debe ejercer su responsabilidad en la construcción del sentido del texto que se le ofrece de la misma manera que el autor la pone de manifiesto en un libro como Todo lo que era sólido, por ejemplo. Este libro no es un tratado de sociología, ni a tal propósito acude como principio fundacional, sino que articula una escritura en la que el autor está, según confiesa: «queriendo comprender y explicarme a mí mismo lo que nos había sucedido, y quizás queriendo también compensar mi tendencia al desapego hacia mi propio país, mi falta de paciencia y de atención para observar la realidad: lo exterior a mí y no lo que había dentro de mí, el presente crudo y no el pasado» (296). Esta atención a lo exterior y la necesidad de explicarse el mundo no son nuevas en la tradición literaria angloeuropea. Su rastreo nos remite inmediatamente a dos figuras claves como George Orwell y Graham Greene, cuyas prácticas de escritura son un referente con el que Antonio Muñoz Molina dialoga no sólo en su producción ensayístico-literaria, sino también en buena parte de sus obras más estrictamente literarias.

Por este motivo, nuestra propuesta es la de enmarcar aquellos títulos de Antonio Muñoz Molina que la crítica tradicional ha calificado como ensayos –Córdoba de los Omeyas (1991), La verdad de la ficción (1992), Pura alegría (1998), José Guerrero, el artista que vuelve (2001), El atrevimiento de mirar (2012) o Todo lo que era sólido (2013), entre otros– dentro de la singular conceptualización brevemente aquí expuesta. En el caso de Antonio Muñoz Molina, el término escritura ensayística no equivale al de escritura académica sino al de un ejercicio personal de explicación del presente: una forma de compartir la mirada.

En ese ejercicio de escritura las obras de Muñoz Molina comparten algunos de los parámetros propios del modelo ensayístico-literario, pero resulta más fructífero el acercamiento a ellas si se sigue una propuesta de análisis que privilegie los temas de los que se ocupa (históricos, literarios, artísticos y/o políticos) frente a las características propias de los modelos de género.

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