Por tanto, insistimos en relación a lo que exponía el propio Muñoz Molina en las líneas anteriores, la ficción es un elemento presente en los actos más cotidianos y sencillos. Además y en paralelo, también apunta en el mismo sentido otra noción presente en los escritos de Muñoz Molina sobre el escepticismo radical de corte machadiano que presentan tanto sus obras ensayístico-literarias como periodísticas cuando, de manera complementaria, pone de manifiesto en un artículo de 1997 publicado en el volumen Travesías (2007) que:
«No estoy tan seguro de nada como para descalificar a nadie porque no piense lo mismo que yo. Todo está lleno de especialistas, de expertos, de guardianes celosos de un minifundismo intelectual cada vez más irrespirable. Yo he querido practicar en el periódico lo mismo que me gusta en la vida, la atención del aficionado que procura cultivarse y disfrutar de las cosas sin ser experto en ellas, nadando entre las dos aguas igualmente inhóspitas del fanatismo o el papanatismo incondicional de la cultura y la seducción de la ignorancia. Creo que una de las tareas éticas y estéticas más urgentes es el restablecimiento de la soberanía personal del espectador y el lector; que es, en el fondo, la soberanía del ciudadano, no sometido ni a las lealtades de la tribu ni a las coacciones de una opinión dominante, administrada por un misterioso sanedrín de expertos tan inaccesible como indiscutibles» (444).
Esa «soberanía personal del espectador y el lector» que menciona Muñoz Molina en la cita anterior es un aspecto común en las reflexiones de nuestro autor sobre su propia escritura, ya que considera que es el lector el que en última instancia debe interpretar un texto libremente, sin la mediación del especialista ni tampoco la injerencia del autor. Queda claro, por tanto, que los textos recogidos en los dos volúmenes ya mencionados no tienen carácter normativo, ni pretenden establecer unas coordenadas de lectura en torno a las obras de Muñoz Molina, sino que simplemente recogen ideas no sistemáticas sobre el acto de creación literaria en su complejidad de elementos. De este modo, Muñoz Molina se convierte en un doble que asiste, al igual que sus lectores, al taller del artista. Tal y como nuestro autor expuso, «no todo ha de ser explicado, agotado por las palabras. El único lugar que importa es el taller del artista. Aquí sucede todo. En el trabajo diario, en el trato verdadero con los materiales, en el hallazgo de cosas que nunca se pueden explicar del todo. Está bien que haya cosas que quedan sin decirse: pero los críticos tienen que juzgar siempre, que buscar explicaciones exhaustivas. La obra de arte contiene siempre una parte de misterio que se puede como máximo indicar con un gesto» (Muñoz Molina, 2012, 178).
Por todo ello, Muñoz Molina, más que como crítico de sus propias obras, podría definirse como lector soberano de sus textos y de otros autores a través del diálogo con quienes se conforma la constelación estética de posibilidades en la que su literatura se mira: William Faulkner, Philip Roth, Fernando Pessoa, Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges, Max Aub, entre otros.
Ensayos sobre Arte y Política: el atrevimiento de mirar
Como acabamos de explicar, Muñoz Molina en sus reflexiones sobre literatura busca un espejo de aprendizaje o, en todo caso, la mirada extrañada que le permita pulir y distanciarse de sus propios textos desde la soberanía desdoblada de la lectura. Pues bien, en sus ensayos literarios sobre arte y política la clave en la elaboración de su discurso reside, a nuestro modo de ver, en cómo la fotografía o la pintura sirven al escritor para afinar su mirada crítica (política incluso) sobre la realidad que le rodea. Literatura, arte y política, en su sentido más noble como posicionamiento en el ámbito de lo público (de lo que es de todos), se abrazan de manera fluida en este tipo de textos. Encontramos un fragmento muy representativo de este proceder que acabamos de describir cuando en El atrevimiento de mirar leemos la siguiente reflexión en torno a Edward Hopper, uno de los pintores que más han marcado el imaginario estético de Muñoz Molina:
«Pero resulta que Hopper fue un lector pasional toda su vida, siempre fiel a la poesía y a la literatura francesa que conoció en París, y que su amor por el teatro y el cine no era menos constante que el que dedicaba a los libros. En su cartera llevó hasta el final de su vida un papel en el que había copiado una frase de Goethe: “El principio y el fin de toda actividad literaria es la reproducción del mundo que existe en torno a mí mediante el mundo que está dentro de mí, captando todas las cosas, relacionándolas, recreándolas, moldeándolas y reconstruyéndolas en una forma personal y original”» (Muñoz Molina, 2012, 96).
Efectivamente, como se puede apreciar en la conexión conceptual que observa entre Goethe y Hopper, a Muñoz Molina le interesa cómo distintas vías de expresión artística pueden confluir y alimentarse unas a otras en la representación que realizan del mundo. En realidad, Muñoz Molina está planteando aquí algo que la disciplina de la semántica cognitiva ha demostrado en las últimas décadas: pensamos metáforas. Y una metáfora siempre consiste en una asociación acústico-imaginaria con la realidad. En otras palabras, como expusieron George Lakoff y Mark Johnson en Metaphors We Live By (2002), vivimos, sentimos y nos relacionamos políticamente a través de narrativas culturales construidas sobre metáforas. En este sentido, el material constituyente y de trabajo del arte y de la literatura son las metáforas visuales y/o literarias. De este modo, tanto el artista como el escritor se encuentran en una posición privilegiada para aprehender la realidad (social, cultural y política), ya que, según Muñoz Molina, «cada tiempo tiene sus metáforas, que surgen sin que se sepa de dónde y se vuelven familiares y diarias y luego desaparecen y ya nadie las recuerda. Pertenecen al ruido de fondo de una época, los sonidos dejan tan pocos rastros tangibles como las impresiones visuales o los olores. Quién recuerda ahora que una de las metáforas de aquellos años fue el “ruido de sables”: el rumor continuo de la amenaza de un golpe» (Muñoz Molina, 2013, 42). ¿Cuáles son las metáforas de nuestro tiempo? ¿Qué narrativas culturales las han propiciado? ¿Cuál ha sido el resultado de las contradicciones que la pintura o la literatura han puesto de manifiesto? Estas son algunas de las preguntas que Muñoz Molina se hacía cuando comenzó la escritura de Todo lo que era sólido. ¿Cómo explicar lo que ha estado ahí presente pero no veíamos? La respuesta son las páginas de este ensayo literario cercano en estilo y planteamiento a las memorias y relatos personales de Orwell y de Greene, en las que intenta ahondar, desde su propia subjetividad (insistimos una vez más para que no haya término de confusión), en un país obsesionado con los discursos y las declaraciones en vez de con los problemas acuciantes y reales que España presenta desde hace más de un siglo y que aún no han sido solucionados o ni siquiera abordados debido a la vehemente e interesada apropiación de lo público por parte de los profesionales de la política, tal y como leemos en un fragmento de Todo lo que era sólido:
«No había límite en lo que podía escucharse en una emisora de radio, en un mitin político. El adversario no sólo era corrupto e indigno: conspiraba con terroristas, les hacía el juego, tenía las manos manchadas de sangre, la sangre de los muertos en la guerra de Irak o la de los fusilados en Paracuellos del Jarama, la sangre de Lorca, la de los fetos abortados» (Muñoz Molina, 2013, 9).
La crítica aquí esbozada es una impresión que adquiere mayor relevancia y claridad en las páginas posteriores de ese texto, en las que el autor enumera algunos de los elementos característicos sobre los que se cimentó lo que se ha conocido en los últimos veinte años como «cultura del pelotazo» en España:
«Para ganar muchísimo dinero de golpe lo único que hacía falta era disponer de los adecuados contactos políticos. Para quedarse con un contrato de suministro de papeleras o de servicios informáticos de un ayuntamiento lo menos necesario era presentar una oferta que superase a todas las demás en la calidad de los materiales y en el precio: bastaba con disponer privadamente de las condiciones del concurso antes de que se hicieran públicas» (Muñoz Molina, 2013, 58).
Muñoz Molina describe así la narrativa cultural que configuró el imaginario de progreso y de prosperidad español durante los llamados años de la «bonanza económica». Sin embargo, como ha quedado posteriormente demostrado, el supuesto enriquecimiento del país se realizó a costa de la apropiación y el desmantelamiento de lo público por parte de unos pocos y en su propio beneficio. Dentro de esta narrativa cultural, no basada en la meritocracia sino en el arribismo, Muñoz Molina considera que:
«Dirigir un teatro o un polideportivo o un auditorio de música o una empresa municipal no requería demostrar cualificaciones específicas ni atestiguar experiencia ni competir en igualdad de condiciones con otros candidatos: el único mérito decisivo era la confianza política. Las únicas carreras administrativas que se han hecho en España a lo largo de los últimos treinta años son las de los mediocres arrimados a los partidos que han llegado a ocupar los puestos más altos sin poseer ningún mérito, sin saber nada, sin adquirir a lo largo del tiempo otra habilidad que la de simular que hacen algo o que han aprendido algo. No hay lugar de la administración cultural o de la política o la vida económica que no hayan escalado. Nadie puede calcular el número o el costo total de los puestos que se fueron creando no para cubrir ninguna necesidad racional prevista de antemano sino para dar colocación a parientes más o menos cercanos o pagar favores políticos. Ahora mismo nos hundimos bajo el peso muerto y combinado de su innumerable incompetencia» (Muñoz Molina, 2013, 59)