La Historia vivida
Efectivamente, en lo que se refiere a temas históricos, encontramos en los ensayos de Muñoz Molina lo que aquí, siguiendo los planteamientos de Justo Serna en La imaginación histórica (2012), denominamos como la «Historia vivida». En este sentido, Serna explicaba en su trabajo que «los historiadores y los novelistas operan a partir de trazas siempre exiguas que miran y seleccionan, y con ellas reproducen o recrean. En el caso de la historia, quien relata tiene vedada la invención: es decir, ha de someterse a los hechos documentados, a esos tiempos pretéritos que conoce gracias a las fuentes históricas que consulta y que puede reproducir, tal como aprendimos de Heródoto o Tucídides. En el caso de la novela, quien narra tiene prohibida la inverosimilitud: esto es, ha de ceñirse creíblemente a un pasado del que se ha informado más o menos y que ahora puede recrear» (Serna, 2012, 39). Sin duda, como con acierto apunta Serna en el fragmento anterior, el novelista «recrea» y «reconstruye» emocionalmente un evento pasado pero en ningún caso lo presenta como una relación de hechos. Sin embargo, el historiador debe aspirar a la mayor objetividad posible en la construcción de su relato académico. Ninguno de los dos modelos de representación, ni el del novelista ni el del historiador, se pueden evaluar y contraponer dentro de una jerarquía que se arrogue una verdad única en torno a un acontecimiento histórico. Ambos modelos son multidireccionales y se complementan. Coherentemente con esta idea, Serna argumenta en su estudio que «no hay un modo único ni definitivo de contar la realidad o la historia; se puede hacer con la disciplina reglamentada y académica de los historiadores o con la disciplina inspirada y libre de los novelistas» (39). En otras palabras, tan importante y necesario es el conocimiento riguroso de las fechas y datos concretos de un evento histórico como ejercitar la reconstrucción emocional a través de la ficción de cómo imaginamos que debieron sentirse los protagonistas y representaron su realidad los individuos que tomaron parte en un hito concreto. En todo caso, en palabras de Serna, lo que les separa:
«No es –o no debería ser– la calidad de su prosa o la cantidad de sus documentos, el rigor de sus informaciones o el esmero de su sintaxis, las reglas que respetan o las licencias que se conceden. Lo que les distancia es propiamente la ficción, la fabulación, la libertad que tienen o no para reproducir o recrear a su antojo ese pasado inerte, cercano o remoto, que ahora observan y al que nos hacen regresar. El novelista concibe personajes irreales haciéndolos convivir con otros que sí existieron; puede suponer diálogos que él no escuchó pero que bien pudieron haberse dado: con ello ha de transmitir información documentada presentando a sus tipos, a sus caracteres, en un marco históricamente reconocible. Fantasea, sí, pero sólo hasta cierto punto» (Serna, 2012, 39).
Este fino matiz, expresado anteriormente por Justo Serna, es clave para entender el valor de los ensayos literarios de Antonio Muñoz Molina en los que el escritor imagina y reconstruye emocionalmente aquello que quizá no existió pero que le puede parecer verosímil que hubiera sucedido. De esa manera nos adentra en un universo de ficción que permite al lector emplazarse emocionalmente en un pasado ajeno del que para su comprensión no sólo son relevantes elementos cuantitativos (estadísticas, tratados, formulaciones empíricas entre otros aspectos), sino también la reconstrucción emocional de ese pasado. No podemos dejar de recordar que la mayor parte de los cambios sociales producidos en el ámbito de los más relevantes hechos históricos de nuestra civilización están conformados, en buena medida, por la suma de voluntades irracionales, es decir, de acciones no meditadas o puramente sentimentales protagonizadas por personas que en un momento determinado ejecutan una acción cuya explicación no sigue otra lógica más que la de la emoción o la del influjo incontrolable de las circunstancias. He aquí una de las características fundamentales de la ficción frente a otras prácticas de escritura: la ficción dota a los lectores de instrumentos intelectuales con los que confrontar lo inesperado, lo que no sigue lógica alguna, lo que es producto del impulso emocional. De este modo, el propio Muñoz Molina exponía en la Córdoba de los omeyas (1991) la importancia de ejercitar esta imaginación histórica para entender mejor las vidas de aquellos que jamás hemos conocido y que distan en el tiempo de nuestra inmediata experiencia empírica:
«Ya sé que hay viajeros que antes de partir se fortifican contra la sorpresa y contra lo imprevisto, es decir, contra lo nunca visto. También hay escritores que calculan sus libros tan meticulosamente como un turista sus itinerarios, y amantes que sólo apetecen la rutina y habitan confortablemente el tedio. Pero uno, que ha perdido tantas certezas en los últimos años, ya casi sólo una de ellas conserva, la de que no vale la pena vivir sino lo que no se ha vivido nunca ni decir nada más que lo que nunca ha sido dicho. Paradójicamente, esa singularidad de la experiencia acaba volviéndose el vínculo más poderoso y común con nuestros semejantes, con quienes se parecen tanto a nosotros que son nuestros cómplices sin que lo sepamos, mujeres y hombres a los que nunca veremos porque vivieron antes que nosotros o porque no han nacido» (10).
En la cita anterior nuestro autor enuncia un aspecto clave cuando afirma que «no vale la pena vivir sino lo que no se ha vivido nunca». Paradójicamente, esto es lo que ocurre con ensayos literarios como Córdoba de los omeyas, cuando a Muñoz Molina no le interesa realizar un recuento de hechos, sino zambullirse ficcionalmente en el pasado para establecer de este modo un vínculo con aquellas personas, incluso coetáneas, que no conoceremos: «Algunos de ellos viven en nuestro mismo tiempo y acaso respiran el aire de la misma ciudad, y sin embargo nos son tan lejanos como los muertos y los no nacidos porque no los llegaremos a encontrar. Esa conspiración secreta justifica los libros, los que escribimos y los que leemos» (11). En otras palabras, Muñoz Molina expone las posibilidades de construir lazos de empatía con una comunidad de lectores imaginaria en la que «quien lee es tan poseído como quien escribe, y también, al leer, nada nos maravilla tanto como el descubrimiento de lo que ya sabíamos. Cada día nos roza la convicción platónica de que aprender es recordar, y de que todo amor y toda amistad encubren un reconocimiento, el de las dos mitades escindidas que se encuentran después de un largo destierro en el acto mutuo de la posesión» (11).
A esto se suma, en consonancia con lo expuesto anteriormente, el hecho de que si bien por un lado la historia contempla como finalidad la instrucción, en el caso de la producción ensayístico-literaria de Muñoz Molina su especial tratamiento de temas históricos también contribuye a dotar de profundidad nuestra formación emocional, a vivir la historia, a habitarla en sus contradicciones. En palabras del autor: «Nada es más irreal que el pasado: nada es más inquietante, porque indagar en él también nos vuelve irreales a nosotros» (268). Vivir en las historias de los otros extraña la mirada del lector al tiempo que la enriquece.
Ensayos sobre Literatura: la mirada del doble
Por definición, todo acto de escritura es producto de un desdoblamiento y de un distanciamiento: el escritor es siempre su primer y más fiel lector. Una de las posibles dificultades que esta particularidad entraña es conocer hasta dónde llega el límite del ejercicio metarreflexivo y hacia qué finalidad se dirige ese desdoblamiento. En el caso de Antonio Muñoz Molina, su propia escritura de ficción y los manuscritos de sus obras son el mejor testimonio que poseemos sobre la mirada de nuestro autor en torno a los procesos de creación, ya que en esos textos el propio autor ofrece comentarios y notas explicativas sobre su trabajo.
De forma más accesible para el público no especializado, la crítica tradicional ha destacado cómo, en torno a sus artículos de prensa y a los volúmenes La verdad de la ficción (1992) y Pura alegría (1998), Muñoz Molina expone, de manera no sistemática, su particular concepción de la literatura, su práctica de escritura y su forma de entender la construcción de la ficción narrativa. En las páginas de Pura alegría, Muñoz Molina articula uno de los principios básicos que sustentan su producción literaria cuando afirma que:
«En cualquier parte, en nuestra casa, en nuestra vida diaria, en el interior de cada uno de nosotros, existen historias que merecen ser contadas y que pueden convertirse en una magnífica ficción; pero para advertirlo es precisa una actitud que es tanto un arma o un instinto del novelista como de cualquiera que viva con un interés apasionado por la experiencia del mundo. En el origen del acto de escribir está el gusto de mirar y aprender y la convicción de que las cosas y los seres merecen existir: un sentimiento de respeto y a la vez de gratitud, una curiosidad que es sobre todo una celebración de la pluralidad de las vidas y del valor irreductible de cada una de ellas. El escritor no anda a la busca de historias: escribe porque las ha encontrado y está seguro de que vale la pena contarlas» (28).