POR MAYRA SANTOS-FEBRES
A Ángel Darío Carrero

Si uno consultara una historia de Puerto Rico, se topará tarde o temprano con un texto del doctor Víctor S. Clark, administrador del sistema educativo puertorriqueño en 1899. La fecha es importante: justo un año después de la guerra hispanoamericana, que hizo que Puerto Rico pasara, en cuestión de horas, de manos españolas a manos americanas, es decir, de un modelo colonial a otro. En dicho texto, Clark pretende demostrar lo fácil que sería transculturar a los puertorriqueños y convertirlos sin resistencia mayor al idioma de los norteamericanos. Ahí les va la joya: «Otra consideración importante que no puede pasar desapercibida es que la mayoría de la gente de esta Isla no habla español puro. Su lenguaje es un patois, casi ininteligible para los oriundos de Barcelona o de Madrid. No posee literatura alguna y tiene poco valor como instrumento intellectual».

Este tipo de definición de la «condición cultural puertorriqueña» sigue operando hoy en dia y marca de manera primordial el estatus transcolonial de Puerto Rico, pais de tres millones cuatrocientos setenta mil habitantes en la isla y cuatro millones en el exterior, mayormente concentrados en distindos estados de la Unión Americana. La crisis económica del 2006, el paso del huracán María, la expulsión del corrupto exgobernador Ricardo Roselló, la imposición de una Junta Fiscal que ahora nos deja a los puertorriqueños con menor control acerca de asuntos fiscales de manejo del erario público, los terremotos de enero de 2020 y el actual estado de pandemia han producido una profunda transformación en esa cosa a veces «abstracta» y otras muy concreta que se conoce como «la cultura puertorriqueña». Y es que, como en tantos otros países que atraviesan por crisis de Estado, ya no se puede hablar de una sola cultural nacional y sus manifestaciones en el arte o la literatura. Cada vez más, los escritores, artistas, educadores o gestores creativos vivimos en un panorama que es a la vez local y global, y participamos en el cuestionamiento consistente de la existencia de una sola, aglutinante y total, «cultura». Yo, al menos, como puertorriqueña afrodescendiente que escribe literatura, veo mi cultura como un diálogo que se desarrolla en un panorama de tensiones y alianzas con las posibles definiciones de lo puertorriqueño, de lo que se conoce como literatura y de lo que cuenta como «valor cultural». La literatura que producimos vibra y entra en relación estrecha como otra herramienta a la que echa mano la sociedad civil en su constante reto a las autoridades del Estado y a los poderes intracoloniales de cualquier tipo para insertarse en los debates que nuestra sociedad sostiene, tanto en la isla del Caribe, que muchos llamamos casa, como en las múltiples diásporas puertorriqueñas.

¿Pero por qué permanece tan aislada la literatura puertorriqueña?, ¿por qué se conoce tan poco en la esfera cultural iberoamericana? Quizás sea por la confusión que impera acerca de qué tipo de país es el nuestro: si somos parte de los Estados Unidos de América o no, o si en nuestro escaso territorio aquejado por tormentas, gobiernos corruptos y por Trump se ha desarrollado una literatura de alto calibre literario. Una visión a vuelo de pájaro de nuestros literatos más antiguos, según la historia de la «literatura moderna» dice que sí, que ha sobrevivido y crecido. Sin embargo, mencionar obras fundacionales como las de Manuel A. Alonso, El Gíbaro (1849), Alejandro Tapia y Rivera, La cuarterona (1867), Póstumo, el Transmigrado (1872) y Póstumo, el Envirginado (1882), o las del poeta, periodista y dramaturgo, hijo de esclavos libertos, Eleuterio Derkes, Ernesto Lefevre: el triunfo del talento (1872) y La nieta del proscripto (1877), no hace más que crear un listado de obras que pocos conocen y que, si acaso, logra para combatir la acusación de «primitivos», atrasados o incultos que siempre encaran las literaturas extraperiféricas, en este caso la puertorriqueña.

Tampoco puede decirse que nuestra literatura no haya podido internacionalizarse, señalando, a renglón seguido, la causa más lógica disponible: la falta de representación internacional de una de las colonias más antiguas del mundo. El destierro histórico pesa, pero no tanto como para impedir el vuelo. La rebeldía y la terquedad también abren caminos. De Manuel Alonso hasta Yolanda Arroyo, pasando por Emilio Díaz Valcárcel, nuestros escritores han logrado publicar en España. José Luis González y Rosario Ferré tuvieron en México su puerta de acceso al exterior. Luis Rafael Sánchez y Ana Lydia Vega lo consiguieron a través de Argentina. Carmelo Rodríguez publicó en Editeurs Français Réunis. No pocos escritores han sido traducidos, al menos parte de su obra, al inglés, francés, alemán y otras lenguas. Por supuesto que ha sido menos de lo justo y de lo necesario. Escritores de poca monta en otros países tuvieron más difusión que escritores excepcionales y vanguardistas como Luis Palés Matos y Francisco Matos Paoli, Julia de Burgos y Ángela María Dávila; y el mismísimo Luis Rafael Sánchez, que ha sido uno de nuestros principales embajadores literarios, emparentado, incluso, al llamado «boom latinoamericano» tampoco ha logrado gran difusión fuera de Puerto Rico. Pero lo cierto es que aun los libros más conocidos internacionalmente no fueron comprendidos dentro de un todo que podamos llamar «literatura puertorriqueña», sino como textos publicados o traducidos de este u otro escritor más o menos afortunado.

Pienso que lo más importante para entender el aislamiento cultural y literario puertorriqueño es entender qué sistemas de inclusion y exclusión operan dentro de los circuitos por donde transita, o no, nuestra literatura puertorriqueña. Me atrevo a señalar tres:

 

  1. DOS COLONIZACIONES YUXTAPUESTAS

Desde que en el prólogo del 1944, el escritor cubano Alejo Carpentier propuso el término de lo «real maravilloso» para hablar de una estética y una ética de creatividad caribeña, los y las intelectuales de nuestra región del planeta (y Puerto Rico es ciertamente, una nación-sin-estado- caribeña) hemos estado escribiendo cuento, teatro, ensayo, poesía y novella, explorando nuestra realidad, siempre múltilingue, multirracial, multicultural, marcada por múltiples y circulares migraciones, pero siempre en batalla con la supremacía cultural/económica blanca y eurocéntrica. Dicha relación, en el fondo, profundamente colonial tanto para naciones que se definen como «políticamente libres» como para países colonizados a la antigua usanza, permanence operando y organizando las literaturas en muchas partes de Latinoamérica y ciertamente en Puerto Rico. Según esta lógica, los escritores de «verdadero» valor literario demuestran maestría de las formas literarias europeas, conversan casi exclusivamente con la tradición y/o perpetúan la imagen de primitivos, violentos, atrasados, peligrosos, hipersexuales y exóticos que se tiene del Caribe o Latinoamérica. Son estos escritores cuyas obras se conocen más en los centros culturales y sus satélites internacionales.

Dichos escritores son en su mayoría hombres criollos blancos, heterosexuales, hijos de españoles o franceses. En Puerto Rico hay pocos de estos «representantes de la literatura universal», a Dios gracias. O quizás lo que pasa es otro fenómeno que exploraré más adelante. Lo que sí es de notar es que fuera quedamos de los predios de la Ciudad Letrada Iberoamericana mujeres, afrodescendientes, mestizos, indígenas, cuir, LGBTIQ+, hijos de inmigrantes de otras islas del Caribe, es decir, casi todo el mundo que escribe en esta ínsula y en sus diásporas. El panorama se complica aún más para los y las puertorriqueñas cuando lidiamos con la segunda dinámica colonial-cultural, la estadounidense. Es dato conocido que tan solo un dos por ciento de la literatura extranjera se traduce y entra en el mercado literario estadounidense. Ser colonial de dicho país y empeñarse en escribir en español, que es nuestra lengua literaria hasta hoy en día, localiza a la literatura puertorriqueña en una invisibilidad y aislamiento doble. Por una parte, no se espera que haya, ni hay, espacios editoriales que acojan la literatura puertorriqueña escrita en español en los Estados Unidos; por otra parte, ya hay «una» literatura «latina» escrita en inglés en Estados Unidos. Bajo esta identidad sombrilla, la de «latina», entra toda literatura no-aglosajona publicada en Estado Unidos: la chicana, la dominicanyork, la cubana-americana, la nuyorrican, en fin, la literatura escrita por los hijos de inmigrantes caribeños y latinoamericanos que una vez hablaron español, pero ya no. En este panorama, la literatura puertorriqueña escrita en español cae en una doble marginación editorial y cultural. Lo mismo pasa con la literatura puertorriqueña escrita en inglés, la cual se debe considerar como literatura puertorriqueña. Este bilingüismo cultural y literario hace que nuestra literature se bifurque en dos (o más) «circuitos literarios», siendo invisible en ambos.