POR FELICIANO PÁEZ-CAMINO

Cuando la sublevación del 18 de julio de 1936 desencadenó en España una Guerra Civil pronto internacionalizada, las cinco mujeres que, el 16 de febrero de ese año, habían sido elegidas por sufragio universal diputadas del Congreso permanecieron activamente leales al Gobierno de la República. Concluida la guerra, las cinco quedaron fuera de España, en un exilio que, para cuatro de ellas, tuvo por marco tierras de la América hispana, previo paso por Francia.

Tres de esas diputadas —Margarita Nelken, Matilde de la Torre y Julia Álvarez Resano— eran socialistas, y las tres murieron en México. Asimismo estuvo asentada un tiempo en México la republicana de izquierdas Victoria Kent, que vivió lo suficiente para regresar a España tras la muerte de Franco, aunque luego murió en Nueva York, su última y más duradera tierra de refugio. También regresó a España, en este caso de modo definitivo y volviendo a ocupar un escaño en las elecciones de 1977, la comunista Dolores Ibárruri, la Pasionaria, que había vivido su expatriación en la Unión Soviética, y que constituye la excepción en el nexo establecido entre diputadas españolas y exilio americano.

Si ampliamos la observación a todas las parlamentarias a lo largo de las tres legislaturas republicanas, la relación con el exilio en Hispanoamérica sigue siendo elocuente. Habían sido nueve en total las diputadas durante la República[1] y trece los escaños que ocuparon, ya que Nelken fue elegida para las tres legislaturas (iniciadas en 1931, 1933 y 1936), y Kent para dos, al igual que De la Torre. De las cuatro mujeres que en 1936 ya no eran diputadas pero lo habían sido en legislaturas anteriores, sólo Francisca Bohigas, la única netamente derechista, se sumó a los sublevados y permaneció en España al término de la guerra. Las otras tres, Clara Campoamor, diputada radical en la primera legislatura, y las socialistas María Lejárraga (más conocida como María Martínez Sierra) y Veneranda García-Blanco, diputadas en la segunda, marcharon también a un exilio que estuvo localizado, temporal o definitivamente, en tierras americanas.

 

DE NUEVE DIPUTADAS, OCHO EXILIADAS: PERFILES EXPLICATIVOS

En suma, de aquellas nueve primeras parlamentarias, ocho salieron de España y siete terminaron recalando en el continente americano. Salvo Campoamor, que vivió diecisiete años en Argentina a partir de 1938, las otras seis llegaron a México repartidas en las dos oleadas de ese éxodo: tres de ellas (Nelken, De la Torre y García-Blanco), antes de la ocupación nazi de Francia; y las otras tres (Kent, Álvarez Resano y Lejárraga), tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, una vez comprobado que no se producía el consiguiente derrumbe de la dictadura franquista. La estancia en México, temporal para Kent, fue meramente transitoria para Lejárraga, que se estableció en Argentina, donde murió, casi centenaria, cinco meses antes que Franco.

Arduo resulta ofrecer un perfil general de las diputadas republicanas, si bien el acceso a tan pionera condición acredita que se trataba de mujeres excepcionales, a la vez que ejemplifica el avance en la condición jurídica de las mujeres propiciado por el régimen democrático nacido en 1931. Con la excepción de Ibárruri, el entorno social de las parlamentarias era el de una clase media ilustrada (con un límite por abajo en las dificultades económicas de la joven Campoamor y por arriba en el acomodo familiar de Nelken), que les permitió una notable preparación cultural —infrecuente en las mujeres de su tiempo— que alcanza probablemente su ápice en Matilde de la Torre, figura que bien podría tener su sitio en la generación del 14. Al acceder al Parlamento, tres habían tenido hijos (dos Margarita, cuatro Veneranda y seis Dolores, de los que sólo dos quedaban vivos); tres (María, Matilde y Dolores) estaban separadas de sus cónyuges; y dos (Margarita y Julia) se casaron durante la República, con hombres divorciados. Tales situaciones condicionarían sus trayectorias, ya que, en el exilio, varias de ellas ampliaron las responsabilidades que tenían asumidas con respecto a su entorno familiar.

En consonancia con su tiempo, la formación más común de las diputadas fue la de maestra: lo fueron seis de las nueve. Además, tres se licenciaron en Derecho, dos de ellas, Kent y Álvarez Resano, después de estudiar Magisterio. Todas escribieron en la prensa periódica y siete de las nueve publicaron libros, varios de ellos de matiz autobiográfico.[2] Su actuación en el marco parlamentario fue desigual, destacando la de Campoamor en la primera legislatura (sobre todo, aunque no sólo, propugnando el voto femenino), las de Nelken y De la Torre en la segunda (con documentadas defensas del laicismo), y un sonado discurso de Ibárruri en la tercera. De nuevo con la excepción de esta última, no alcanzaron las diputadas cargos de mucha altura en sus propias organizaciones políticas, si bien varias asumieron responsabilidades gubernamentales de relieve, ya que tres fueron designadas directoras generales y una ejerció como gobernadora civil. Salvo Bohigas, no parece que ninguna fuera católica practicante (ni que Nelken practicara el judaísmo), y sólo de Campoamor está confirmada la pertenencia a la masonería, aunque también constan acusaciones por ese delito en los tribunales franquistas al menos acerca de Kent y De la Torre.

Un rasgo que bien puede llamar la atención en estas primeras diputadas españolas es la adscripción política de la gran mayoría de ellas a la izquierda, en particular al PSOE. Cinco de las nueve eran socialistas (aunque Nelken se vinculó temporalmente al PCE durante la guerra y García-Blanco más tarde), una fue republicana de izquierdas y una comunista. Campoamor decía situarse en la izquierda, pero su militancia, siquiera temporal, en un partido republicano crecientemente conservador y su posterior falta de apoyo a la República en guerra invitan a matizar tal atribución. Podemos hablar pues de siete parlamentarias de izquierdas, una de centro y una de derechas. Y, si en vez de diputadas contamos escaños, el predominio se acentúa: al menos once de los trece estuvieron ocupados por mujeres situadas en la izquierda, socialistas en ocho casos.

Como se supone que, una vez reconocido por la Constitución de 1931 su derecho al sufragio activo, las mujeres votaron a las derechas al menos en la misma proporción que los hombres, cabe apreciar una acentuada disimetría ideológica entre mujeres votantes y votadas, hecho llamativo que tiene un par de explicaciones. La primera es que, dentro de la exigua presencia femenina en todas las candidaturas, las izquierdas presentaron bastantes más candidatas: para las elecciones de noviembre de 1933 —las primeras en que pudieron votar las mujeres, ya que en las de junio de 1931 sólo se les había sido otorgado el sufragio pasivo— se contabilizan cuarenta y dos candidaturas femeninas, de las que treinta y seis se pueden adscribir a la izquierda, dos de centro (contando en ellas la de Campoamor) y cuatro a la derecha.[3]

La otra razón, que es menos obvia pero quizá más significativa, deriva de que, durante la República, las candidaturas eran abiertas, de modo que los electores podían elaborar su propia lista mezclando candidatos de varias, lo que tenía por efecto la atribución final de un número desigual de votos a quienes figuraban en una misma candidatura. El análisis de los resultados revela que, llegado el caso, los votantes socialistas (que ya eran mujeres y hombres) situaron a las candidatas en buena posición con respecto a sus compañeros varones: Margarita Nelken resultó ser la más votada de los once candidatos socialistas de Badajoz, María Lejárraga la segunda (tras Fernando de los Ríos) de los diez que componían la candidatura del PSOE por Granada, y Matilde de la Torre y Veneranda García-Blanco fueron respectivamente la segunda (tras Teodomiro Menéndez) y la cuarta de los trece candidatos socialistas por Oviedo.[4]

En el campo rival, Francisca Bohigas fue la menos votada de los siete candidatos de la CEDA por León, si bien resultó elegida porque tal fuerza de derechas copó la representación de las mayorías en esa provincia. No alcanzó a ser diputada, en cambio, la única otra mujer que figuraba en las candidaturas cedistas, Francisca Villanueva, a la que los electores de la capital valenciana también relegaron al último lugar. Tampoco accedió al Parlamento la carlista María Rosa Urraca Pastor, la menos votada, en 1933, de los cuatro candidatos monárquicos por Guipúzcoa.[5]

Aún se discute si el voto femenino contribuyó a la victoria de las derechas en aquellas elecciones; en todo caso, es corriente considerar que fue menos decisivo que otros factores como la desunión de la izquierda o el fuerte abstencionismo anarquista. Lo que rara vez se señala, sin embargo, es el hecho verificable de que los votantes de derechas, mujeres incluidas, votaron bastante menos a sus escasas candidatas que los de izquierdas a las suyas. La conclusión puede ser que, aunque las mujeres procuraran muchos votos a las derechas, las derechas no procuraron muchos votos a las mujeres.

Esa realidad contribuye a explicar el hecho señalado de que siete de las nueve primeras diputadas españolas tomaran partido por la República y que hasta ocho partieran al exilio. Además, el que permanecieran largamente fuera de su tierra y el que ni siquiera Campoamor encontrara sitio en la pertinaz dictadura de Franco ilustra la profundidad de la ruptura histórica que la guerra supuso, incluido el retroceso de la presencia de las mujeres en el espacio público.

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