Por lo visto hasta ahora, la relación del cuerpo con el alma seguía siendo un asunto complejo (que sigue sin resolverse, aunque hoy lo llamamos «problema mente/cuerpo»). Aristóteles había insistido en que los hombres estaban compuestos por cuerpo y alma y que ambos formaban una sustancia completa. El cuerpo natural sólo tenía vida en potencia y el alma era la actualización de esa potencia. Mientras Avicena defendía la relación de causalidad entre potencia y acto, Averroes los considera correlativos (ninguno es causa del otro). Ambos constituyen, por así decirlo, una «tensión esencial». Sin embargo, hay cierta «prioridad»: las diferencias en los cuerpos se deben a diferencias en las almas que los perfeccionan. Mientras que el cuerpo es divisible en partes, el alma constituye una unidad:[2] «Es más correcto decir que el cuerpo es uno porque el alma es una, y no lo contrario». El cuerpo no se descompondrá mientras el alma potencie su unidad orgánica. El cuerpo debe su unidad al alma y el alma debe su unidad a Dios. El mundo en su totalidad es una unidad. Aunque tenga diversas partes, el universo tiende a un solo acto. De ahí que en todo animal exista una potencia espiritual que enlaza sus diferentes partes.
Si el entendimiento es una potencia divina, al participar de él, el hombre es, en cierto sentido, eterno. De ahí que se lo conciba como un ser intermedio entre lo corruptible y lo eterno. El asunto crucial es si el alma humana es sólo la forma del cuerpo o si es una entidad espiritual independiente. El enfoque adoptado por Aristóteles es, en general, el de un naturalista (que pretende renunciar a la verborrea mística en torno al alma), pero el estagirita mantiene la ambigüedad en algunos aspectos decisivos, dibujando un noûs emancipado de manera parcial de la biología (el alma es la que unifica el cuerpo y no a la inversa), como si hubiera algo divino en el hombre. El entendimiento parece tener una actividad propia, inmaterial e independiente del cuerpo, mientras que las restantes actividades del alma son indirectamente materiales. No obstante, ningún ser vivo puede participar de forma ininterrumpida de lo eterno. «Nada perecedero puede permanecer para siempre uno y lo mismo».[3] Lo dirá en repetidas ocasiones, en la Ética afirma que aunque el hombre es mortal, el entendimiento es eterno. Y la vida intelectual la más excelsa de todas. En otros lugares se reafirma en que «sólo el entendimiento es divino y sólo él viene de fuera» (y la actividad corporal no tiene nada que ver con su actividad). El alma puede conocer los sujetos particulares precisamente porque es en potencia todos los seres. Resuena aquí el «eso eres tú» (porque lo fuiste o lo serás) de las Upanishads. Un hecho que subraya, por un lado, que el conocimiento humano es conocimiento en potencia, no en acto; y, por el otro, que siempre acaba siendo un conocimiento fraternal o por simpatía.
Quizá nos aclare el asunto el modo en el que los filósofos de la India abordaron el problema. El planteamiento del samkhya deshace la ambigüedad. Frente a los dos elementos en juego planteados por Aristóteles (el entendimiento y el alma: noûs y psyqué), los filósofos indios optaron por tres. Por un lado, y como trasfondo de todo lo fenoménico, hay una conciencia original (purusa), estrictamente inmaterial, por el otro, hay una inteligencia primera, extremadamente sutil pero material (buddhi) de la que emana un «sentido del yo» (ahamkara), que es lo más parecido a la psyqué helenística. Desde esta perspectiva, el problema griego se crea al fundir la conciencia y la inteligencia en un solo concepto (noûs). La inteligencia en India es material (aunque muy sutil), mientras que la conciencia es exclusivamente inmaterial y, de hecho, se encuentra fuera del mundo natural. Esta puntualización es importante para entender la solución del intelecto uno que propone Averroes y de la que se deriva una fascinante «teoría de la imaginación» que abordaremos más adelante.
Hay que repetirlo, pues tenemos de forma clara aquí dos líneas de argumentación. Por un lado, Aristóteles define el alma como la forma o actualidad de un cuerpo. Por otro, al considerar cuerpo y alma como elementos correlativos, parece abrir la puerta a que haya partes del alma que puedan separarse del cuerpo. Admite que el entendimiento «parece una clase distinta de alma, capaz de existir al margen de otros poderes psíquicos». Averroes se suma a la consideración de que el entendimiento es una especie distinta de alma, que no es «alma» estrictamente hablando, y que puede existir separado de ella. De ahí su impasibilidad si lo comparamos con la potencia imaginativa, cogitativa y memorística del alma. Y justifica la distinción cuando afirma que ninguna de estas facultades, como ninguno de los órganos de los sentidos, puede percibirse a sí misma. Sólo el entendimiento puede hacerlo, lo que es un modo de identificar el noûs al «saberse ser» o «conciencia de sí» (el noûs al purusa). Y, debido a que dicho entendimiento-conciencia no se percibe con el cuerpo ni se debilita con los años, no puede formar parte del cuerpo.
LA UNIDAD DEL ENTENDIMIENTO
El prestigio del saber arábigo en Europa no fue desdeñable. A partir de 1085, año en que Alfonso VI conquista Toledo, la ciudad se transforma en un importante centro de intercambio cultural. Los hijos de las grandes familias europeas estudian derecho en Bolonia, teología en París y ciencias de la naturaleza en Toledo. Allí radica la famosa escuela de traductores que replica la Casa de la Sabiduría de Bagdad, fundada por el califato Abasí. Los abasíes dedicaron una gran cantidad de los recursos del Estado a un centro de estudios humanísticos y científicos. En él se recogieron y tradujeron textos persas, indios y griegos de matemáticas, astronomía, medicina, alquimia, zoología, geografía y cartografía. En sus anaqueles podían consultarse las obras de Pitágoras, Platón, Aristóteles, Hipócrates, Euclides, Plotino, Galeno, Cáraka, Aryabhata y Brahmagupta. Un centro del saber mundial en la que era entonces la ciudad más poblada y rica de su tiempo. Los grandes filósofos de al-Ándalus, Avempace, Abentofail y Averroes, se servirían de todo este conocimiento y, a través de ellos, se colaría en el pensamiento europeo una doctrina que ya fue barajada en Asia central: la «unidad del entendimiento».
Esa doctrina viene a constatar que lo individual, el sujeto, es un asunto de la materia. Con la vida del intelecto, la más elevada, el hombre regresa al origen. Los diversos entendimientos (potencial o material, habitual y agente) no deben considerarse diferentes, sino fases diversas de un mismo proceso (su diferencia, se dirá, es de «nobleza»). Los averroístas latinos consideraban que el intelecto material era eterno y que no pertenecía al individuo sino a la especie. No formaba parte del alma humana, mientras que la imaginación sí que existía en el alma y, mediante ella, era posible unirse a él y acceder al conocimiento general y abstracto (fundamento de la lógica). Se trata, pues, de una sustancia separada que, como el sol, se individualiza en cada cuerpo que ilumina. Hay una parte de nuestras mentes que se ocupa de contenidos inmateriales y eternamente válidos (el universal no existe fuera del entendimiento, de ahí que su existencia no sea pasajera ni se encuentra sujeta a la corrupción). En general, puede decirse que tanto en Avicena como en los neoplatónicos el conocimiento desciende (fluye de arriba abajo), mientras que Aristóteles y Averroes lo conciben como un ascenso. Sea como fuere, nos encontramos ante el ciclo esencial que ha marcado la historia del pensamiento y podemos entender el proceso de un modo bidireccional. La experiencia se siente inmanente, pero está entretejida por lo trascendente. Cualquier solución que no considere ambos aspectos supone un reduccionismo más o menos confortable. Para Averroes, el individuo elabora los inteligibles a partir de la experiencia sensible (de abajo arriba), abstrayéndolos de la materia. Y lo que antes era pura potencialidad o disposición se convierte ahora en entendimiento activo. Sin embargo, cuando el cadí cordobés dice que el entendimiento agente funciona como la luz, que trasforma lo colores que se encuentran en potencia en la superficie de las cosas, parece que esté hablando Avicena.
En todo caso, subsiste la pregunta, como en el caso de Platón, de si Averroes era averroísta, en el sentido en que lo fueron Siger de Brabante y otros averroístas latinos. Averroes ha pasado a la historia por afirmar que existe un único entendimiento para todas las almas y que éste es distinto del alma, sin ser una facultad de la misma. Algunos estudiosos consideran precipitado atribuir estas opiniones a Averroes y creen que el ulema se distanció de la idea de un entendimiento agente extrínseco a la persona y lo integró en el alma humana. Desde esta perspectiva, Averroes defendió la eternidad de lo inteligible, no la participación de los hombres en un entendimiento único. Cada persona tiene su propio entendimiento, pero, en la perfección intelectual, los hombres pueden compartir el mismo inteligible (que es eterno y existe en acto fuera de la mente). Nuestro conocimiento de las cosas es idéntico al conocimiento de nuestra esencia. No obstante, la dificultad permanece y el cordobés convertirá en casi una obsesión el estudio de las relaciones entre lo corpóreo y lo incorpóreo. A fin de cuentas, mantuvo su confianza en que el hombre podía unirse al entendimiento agente y que hacerlo constituía la felicidad suprema. Y, de un modo muy oriental, aseguró que, en ese estado de contemplación, el entendimiento se conoce a sí mismo a través de sí mismo. Es decir, identificó dicho estado con el estado permanente de la divinidad. Y que nosotros, seres finitos y limitados, «sólo podemos alcanzar[lo] en breves espacios de tiempo, estando como estamos ligados a la materia y la potencialidad».