La mente individual adquiere su condición de «sujeto» a posteriori, a partir de dicho fondo común de las imágenes y sus derivados narrativos (mitos) y representativos (símbolos). Con ellos, o gracias a su mediación, se erigen y cohesionan las sociedades humanas. Y serán esas imágenes comunes las que nos permitan advertir el objeto singular, este o aquel gato, aquella rosa. Ésa es la propuesta oriental de los averroístas, no del todo perfilada en Aristóteles. La mente del sujeto es teatro y no fuente, una gruta donde se proyectan imágenes ancestrales. Son ellas las que individualizan el intelecto, las que cuajan al sujeto y fundan el «yo». Y también son ellas el filtro que permite ver, crecer e incorporar (reconocer) otras «nuevas» a un yo siempre en marcha, siempre haciéndose (el paso de lo eterno, del orden de los siempre igual, al orden de la novedad, el paso de la unidad a la multiplicidad). De ahí la ingenuidad de querer verlo todo, pues conduce a desdibujar y emborronar la personalidad y, lo que es peor, a desorientarla. De ahí, asimismo, la necesidad del cuidado en la selección del objeto de conocimiento, de lo que uno ve. La razón necesita de esas imágenes para poder desarrollarse, para transitar del estado de simple posibilidad al de conocimiento. Una misteriosa ley ata el sentimiento y la forma y, por tanto, lo imaginal configura también las emociones.
El entendimiento, la sustancia de todo aquello que puede ser pensado, no nace ni muere. Frente a esa impasibilidad, las mentes individuales se encuentran en perpetuo movimiento, surgen y desparecen aquí y allá, se suceden en generaciones, linajes y pueblos. Hay un flujo continuo que va de lo eterno a lo pasajero, de la unidad a la multiplicidad. Ésa es la tensión esencial que sustenta este universo hecho de mente, hecho de imaginaciones, en el que cada intelecto particular encuentra su propia forma y realización entre los diversos fantasmas que configuran el mundo imaginal. En ese contacto, el sujeto se determina frente a su objeto, que no es una entidad abstracta sino una aparición. Ese fantasma se convierte en principio de determinación, tanto objetiva como subjetiva, del pensamiento. Dado que el entendimiento material es pura potencialidad y carece, en principio, de forma, éste se objetiva y se subjetiva mediante aquello que contempla. Al vincularse a una imagen (y no otra) la mente hace camino. Así es como el pensamiento se genera en acto en nosotros a través de la imaginación. Ése es el barzaj o mundo intermedio del que hablarán los sufíes, el lugar de encuentro entre el mundo inmaterial de los significados y el mundo de la experiencia sensible. Un ámbito donde se funden dos temporalidades: la eternidad inmutable, alérgica al cambio, y el fenómeno fugaz y pasajero. Esa doble naturaleza constituye la esencia de lo imaginal. Cuando alguien imagina, ese fantasma pertenece tanto al sujeto como al objeto imaginado. Ambos son corruptibles, pero lo imaginado goza de otra condición. Averroes dice, como dirá, de otro modo, Berkeley, que esa imaginación participa de lo eterno porque siempre habrá alguien que imagine. El ejercicio de la imaginación (la sabiduría del niño, que vive más próximo al barzaj) lleva la marca de la permanencia y el olvido. Esa doble condición fascinará a los averroístas latinos. La «unidad del entendimiento» concibe la filosofía como una vía de reunificación, una reconciliación entre el cuerpo individual y el entendimiento único. La imaginación, como facultad activa, es la que ha de realizar la tarea. Lo que recuerda al budismo de la Tierra Pura, precursor de las modernas técnicas del mindfulness. Una imaginación creativa que será explorada a fondo por las grandes tradiciones místicas.
Hay que repetirlo. La imaginación creadora se mueve entre lo corpóreo y lo incorpóreo, entre lo individual y lo común, entre lo fugaz y lo eterno. Su ejercicio es el que mejor define la condición humana (mucho mejor que la razón o la desesperación). El hombre vive de manera simultánea dentro y fuera de la naturaleza (Novalis). Esa naturaleza entre dos mundos debe resolverse manteniendo la unidad del alma, que es reflejo de la unidad del universo (o de Dios). Una tensión que sirve de resorte a la erótica del conocimiento, a ese estar dentro y fuera del mundo de la filosofía samkhya, a las concepciones de la mente como teatro o gruta de resonancias de una conciencia original. Como en el caso del niño, la vida humana supone una apropiación imaginativa que es, al mismo tiempo, una proyección hacia ámbitos no estrictamente humanos. El viaje imaginal de Dante es el ejemplo más acabado. Los diferentes ámbitos que recorre, ya sea con Virgilio o con Beatrice, no sólo son lugares de confluencia entre lo sensible y lo inteligible, sino que miden la distancia entre el sujeto individual y el entendimiento único. Todos ellos son umbrales de realidad, en todos ellos se cubre la brecha que separa potencia y acto, en todos ellos el individuo se cerciora de que la subjetividad humana es un aspecto externo al entendimiento.
Lo que se plantea aquí es qué significa decir que este o aquel sujeto ha tenido una idea. Y se pone en tela de juicio que pueda hablarse de pensamiento propio (el lugar de pensamiento apropiado), sugiriendo la posibilidad de que no sea uno el que elige sus ideas, sino que son esas ideas las que lo eligen a uno. Y, dado que el pensamiento no puede trabajar sin imágenes, el individuo adquiere su realidad en la contemplación (su relación con el fantasma), es la alforja de imágenes de cada cual la que configura los distintos temperamentos y destinos. La idea de atribución es desplazada por la de conjunción o encuentro en el que ambos participan. El pensamiento pasa a considerarse un hábito en el que el individuo es visitado por ciertas ideas, puede acogerlas y nutrirlas en su fuero interno o puede dejarlas pasar (rechazarlas vehementemente es también atarse a ellas). Un enfoque que puede aplicarse a los mitos o a cualquier otro tipo de narraciones (incluso las llamadas científicas). Se puede vivir según ellas, conformar la visión y el temperamento a sus perspectivas. Ejercer un mito no es muy diferente de ejercer, digamos, la visión actual que tiene la física del universo. En ambos se trata de un hábito de la mente de cada cual y lo que está sobre la mesa es que esas ideas no son ni tuyas ni mías, sino que pertenecen a un entendimiento único del cual emergen los diversos temperamentos. Hay aquí un magnetismo muy platónico que se ejerce de arriba abajo. El intelecto uno se convierte en el «gran atractor» de sujetos y da a cada uno su porción de ideas con las que orientar el curso de su existencia. O, mejor, esa unidad se actualiza en sujetos particulares (se proyecta sobre ellos), de modo que el conjunto de todos ellos «reproduce» la unidad esencial del intelecto (o entendimiento).
El individuo se vincula a una idea, la acoge y la frecuenta, la paladea y la revive en distintas situaciones a lo largo de su vida. Entonces, esa idea va haciendo presa de él, va conformándolo, dibujando su rostro. Esa «idea» no tiene por qué ser una proposición, de hecho, es mejor que no lo sea, puede ser la mera contemplación de un objeto. La alegoría de Hawthorne en El gran rostro de piedra es un buen ejemplo. No hay aquí una superstición del origen o una explicación genética, sino una apropiación y un hábito. El individuo no nace o es creado, se hace continuamente mediante sus hábitos mentales y cognitivos. La que «nace» es pura potencialidad, inclinada, eso sí, por experiencias previas, pero con libertad plena de autoconfiguración. De ahí que sujeto y objeto sean igualmente exteriores respecto al entendimiento uno. En el uso de los phantasmata, sujeto y objeto forman parte del mismo movimiento que permite al pensamiento (libre de forma y determinación) vincularse a un momento y lugar determinados, «estar ahí» (cuando de hecho está fuera), haciendo posible esa eternidad de la que hablaba William Blake, enamorada de las producciones del tiempo. Y al vincularse, al atarse lo que siempre ha estado liberado, ese pensamiento libre de cualquier determinación se cuaja y se convierte de alguien.
La idea de fondo es que el sujeto se crea su propio universo mediante los objetos a los cuales es sensible. Y ello es posible porque éste es ya un universo completo (una perspectiva sesgada, pero total, del universo, como diría Leibniz). La sensibilidad de la mosca difiere de la del hombre en el mismo sentido en que lo hacen las sensibilidades entre individuos, épocas o sociedades. Todo ambiente define y a la vez es definido por un ámbito de sensibilidad. Y, a este respecto, se dice que el pensamiento se constituye mediante las imágenes y su combinación. Ibn Arabí o Coleridge, por citar dos ejemplos de tradiciones y ambientes bien diferentes, profundizarán cada uno a su manera en esta tradición contemplativa. Ya hemos mencionado que podemos encontrar esta idea en el budismo yogacara, que postula la existencia de un depósito que conserva los fantasmas del género humano y del que surgen los diferentes individuos. Desde esta perspectiva, ser racional significa ser sensible a las imaginaciones de los hombres (frente a, digamos, las de la mosca o la berenjena).
Hay un humanismo genuino en esta propuesta, frente a la de las ciencias abstractas o numéricas. El intelecto indaga aquí en la imaginación para conocer sus movimientos, típicamente humanos, rastreando las imágenes y las metáforas de los hombres. Es allí, en el manantial de las imaginaciones, en los fantasmas que son capaces de crear, donde hay que buscar la salida del laberinto. El filósofo no es ya el experto en silogismos, ni siquiera en argumentaciones o destrezas dialécticas, el filósofo se caracteriza ahora por la agilidad, gracilidad y ternura de su imaginación. Por su creatividad imaginativa. Es en ella donde la filosofía ha de buscar su camino. Las imágenes son para el intelecto lo que los objetos para los sentidos. Los fantasmas humanos y no las cosas son los criterios de verdad del pensamiento, pues la experiencia propia de la razón discursiva no está constituida por cosas, sino por imágenes. Ésa será la baza que jugará Berkeley, el primer budista europeo, que revive sin saberlo el dogma secreto del averroísmo.
[1] De Alejandro de Afrodisias procede la triple división del intelecto que adopta Averroes (Aristóteles sólo menciona dos): physikos o hylikos (potencial o material), héxei (habitual) y poietikós (agente o creativo).
[2] Averroes distingue cinco «géneros» de alma: vegetativa, sensitiva, imaginativa, racional y concupiscible. Esto no quiere decir que haya partes en el alma, simplemente, que se trata de una «forma única» con diversidad de funciones.
[3] De anima, 2.2. 338a, p. 15.
[4] De anima, 3.7. 431a, p. 16.
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