Había ingresado en la redacción de El Universal con la doble misión de atraer a los lectores gachupines y para que comentase, desde una perspectiva española, las noticias culturales, sociales y políticas de España. Llevaba un mes escaso en la ciudad, pero su fama había trascendido con rapidez y le había abierto las puertas de uno de los periódicos mexicanos de mayor influencia. ¡No estaba mal para un desconocido recién llegado! Además, la entrada en la redacción de este diario le permitió contactar con la intelectualidad mexicana. Sin embargo, entre el 8 de mayo, día en que publicó su primer relato en El Universal, y el 20 de mayo, no publicó nada. Un paréntesis de doce días, que coincidió con el altercado en que se vio incurso. Contagiado tal vez por el ambiente violento de las redacciones periodísticas, y por su propio carácter pendenciero, retó en duelo al director de El Tiempo, Victoriano Agüeros, al sentirse ofendido por un comentario despectivo hacia España y los españoles en dicho diario. Al final, la «cuestión de honor» se resolvió amistosamente cuando Agüeros accedió a incluir una nota de disculpas en el periódico. El hecho sirvió para darle a conocer como hombre bravo y duelista. Y, aun en su carácter anecdótico, el suceso lo definía como un personaje patriotero y puntilloso en asuntos de honor.

Además de atender a estas cuestiones, desde mayo hasta primeros de agosto, en dos meses y medio, llegó a publicar, entre crónicas, relatos y semblanzas, una treintena de trabajos en El Universal. El trabajo literario para la prensa era lo que verdaderamente le interesaba, aunque a veces recurriese a textos previos o repitiese los ya publicados antes en España. Según dice en sus memorias Baldomero Menéndez Acebal, los ingresos que le proporcionaban las colaboraciones en la prensa de México y su trabajo de redactor eran unos cuarenta pesos por mes. Dejando al margen las colaboraciones más o menos literarias y con firma, el trabajo de periodista sin firma, es decir, redactar noticias o ampliar notas de agencia como miembro de la redacción, es decir, «hinchar el perro», como se decía en el argot de la época. Era un trabajo mecánico y estéril para alguien como él que aspiraba a ser escritor.

En agosto dejó El Universal para ingresar en un nuevo diario creado por españoles, La Raza Latina, que comenzó a publicarse el 15 de ese mes, pero de su colaboración en este diario y de lo que hizo entre agosto y noviembre se sabe poco. La última empresa periodística de Valle-Inclán en México transcurrió en Veracruz. Junto con Baldomero Menéndez Acebal y otros dos periodistas españoles más, se involucró en la aventura de crear un nuevo diario, La Crónica Mercantil, especializado, al parecer, en asuntos comerciales, si bien se desconocen los pormenores, pues las noticias son escasas e indirectas. Todos los indicios señalan que Menéndez emprendió el proyecto y fue su director, pero, en ocasiones, Valle-Inclán figuró como codirector, en otras, como simple redactor.

Visto con la perspectiva ventajosa que nos da conocer el desarrollo posterior de los hechos, la estancia en México supuso un periodo de prueba y reflexión para volver a casa con un bagaje de experiencias suficientes para afrontar su carrera literaria con mayor claridad. Fue también al regreso cuando llegó a la conclusión de que no quería dilapidar su talento literario en la prensa o, mejor, en el trabajo mecánico y subalterno de las redacciones de los periódicos. Quería consagrarse a la literatura y esto conllevaba abandonar el periodismo, que consideraba un oficio mercenario, adocenado y sin horarios. Además, el paso por la redacción de los periódicos lo convenció, como después repetiría tantas veces, de que quería dedicarse a una profesión en la que no tuviese jefe o en la que él mismo fuese su propio jefe. Esa profesión sería la literatura, donde no había horario ni empresa ni superior al que someterse. Era, en todos los sentidos de la palabra, un señorito, y la literatura era el trabajo que mejor se adaptaba a sus gustos. Esta decisión de no trabajar en la prensa diaria fue muy drástica y arriesgada, pues el periodismo le ofrecía unos ingresos regulares mientras que la literatura sólo se los ofrecía a unos pocos elegidos.

A pesar de la dificultad de la empresa, la decisión tomada sería definitiva: estaba convencido de que no volvería nunca más a las redacciones de los periódicos. Por eso, cuando volvió de nuevo a Madrid en 1895 con la pretensión de vivir de la literatura, había abandonado rotundamente cualquier idea de trabajar para la prensa. Sin embargo, algunas de las personas que frecuentó en estos primeros años madrileños serían periodistas: Manuel Bueno, Ricardo Fuente, Antonio Palomero, estos dos últimos, de la plantilla de El País, el diario republicano más influyente de aquel momento. Valle-Inclán conocía por estos amigos, y también por sí mismo, las miserias y servidumbres del oficio periodístico, incluido el sometimiento a las órdenes y arbitrariedades del director. Que alguien le mandase y estuviese por encima de él, ahora en 1895, era algo que no podía imaginar ni su temperamento soportar.

Claro que el privilegio de disfrutar de un «momio» del Ministerio de Instrucción Pública no estaba al alcance de todo el mundo. Gracias a un jefe «comprensivo» que hacía la vista gorda, él podía ser independiente. Por todo esto, renunciar al periodismo y a sus ingresos no supuso ningún sacrificio. Al contrario, debió ser una liberación. Muchas veces se ha querido contemplar esta decisión bajo un halo de heroísmo. Fue, sencillamente, una elección acertada desde el punto de vista literario, que fue posible gracias a que había encontrado un modus vivendi en el fondo de reptiles de la administración del Estado. En los primeros años del siglo, Manuel Bueno escucharía a Valle-Inclán ufanarse: «La prensa avillana el estilo y empequeñece todo ideal estético». Y continuaba, siempre según Bueno: «Las reputaciones que crea la prensa son deleznables. Hay que trabajar en el aislamiento, sin enajenar nada de la independencia espiritual». O así al menos lo recordaba Bueno en 1923 en su contribución al homenaje que la revista de Azaña, La Pluma, le dedicó a don Ramón en el número 32. Comparado con sus amigos periodistas, era un privilegiado, no tenía necesidad de perder el tiempo ni de estropear su estilo llenando las páginas de los diarios. Como Ricardo Fuente diría con admiración, podía dedicarse a la «vocación de sus amores» sin depender de nadie ni ser interferido por nada. A diferencia de sus amigos periodistas, disfrutaba de una «vida regalada» y su estatus despertaba sana envidia a éstos. Lo veían con las hechuras de un dandi que, para vivir, no tenía que manchar su pluma en la prosa periodística, como tanto literato pobre.

En la carrera literaria de Valle-Inclán, 1901 fue decisivo, aunque en ese año no publicase ningún libro. El periodo más menesteroso de su vida, el único realmente de estrechuras económicas, que empezó en julio de 1899, cuando perdió el brazo izquierdo y el «momio» burocrático, se acabó en el momento en que se cruzó en su camino José Ortega Bonilla, a la sazón director de El Imparcial, diario que pertenecía a la familia de su mujer, con la que los Valle mantenían buenas relaciones. Al ver las dificultades que pasaba, don José le ofreció la posibilidad de colaborar de forma semanal en Los Lunes de El Imparcial, a razón de cincuenta pesetas por colaboración, lo que para los estándares de la época era una «bicoca». Allí, y durante unos meses, fue dando a conocer, amén de otros textos, por entregas la novelita Sonata de otoño. No tendría queja Valle-Inclán de don José, que le pagaba por anticipado colaboraciones no entregadas y muchas veces retrasadas sine die. Su narcisismo de escritor tuvo sólo que resignarse cuando Ortega Bonilla le censuró ciertas inmoralidades inadmisibles para los lectores del periódico.

En 1907 comenzó a publicar en el diario madrileño El Mundo, gracias a los buenos oficios del que había sido director del periódico, Julio Burell, y amigo en sus primeros años en Madrid. Convertido primero en diputado y después en ministro sería un benefactor de las aspiraciones de don Ramón, como el nombramiento a dedo de profesor de Estética en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando a partir de 1916. Burell era un meritorio y autodidacta periodista de origen andaluz y extracción humilde que saltó a la notoriedad en 1894, a raíz de publicar el conocido artículo de denuncia social, «Cristo en Fornos». La primera colaboración de Valle-Inclán en El Mundo fue la publicación de Romance de lobos en dieciocho entregas en 1907. Al año siguiente, con motivo de la Exposición Nacional de Bellas Artes, le encargaron una serie de artículos críticos que fue publicando sin periodicidad fija desde abril a julio. Sería un tipo de crítica en la que no se prodigaría después. Por eso mismo cobran más relieve estas crónicas artísticas, pues en ellas vemos a Valle-Inclán muy seguro en sus juicios y valoraciones de los pintores que concurren a la exposición. Hasta entonces sólo había ejercido esta función en la tertulia del Nuevo Café de Levante, formada casi de manera exclusiva por artistas, salvo él.