Aprovechó los artículos en El Mundo para hacer visible su magisterio artístico más allá del círculo de sus contertulios del café. El alcance de sus críticas sobrepasó lo meramente cultural para apuntar contra la política del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, algo en lo que antes no solía entrar. Ya el primer artículo, el preliminar de la serie, comenzaba de manera rotunda e inequívoca con un ataque: «Las exposiciones de bellas artes en España son una vergüenza y un necio despilfarro». Hacía un repaso de los distintos sectores implicados: artistas, organizadores, jurados y políticos. No dejó títere con cabeza: la inmensa mayoría de las obras era de un adocenamiento vergonzante, las medallas y premios, resultado de intrigas y miserias, la corrupción política se mezclaba con la prostitución artística. Abominaba del «sorollismo», «pintura bárbara de manchas y brochazos sin emoción». Su sentencia final era rotunda: «Lo mejor sería hacer almoneda de estas obras, incluido el Museo de Arte Moderno». Sólo encomiaba las obras de Romero de Torres, que, a su juicio, simbolizaban de manera certera el hermanamiento de lo arcaico con lo moderno al descubrir la noble armonía en la composición, en la línea y en el color. Pero el balance general era muy pesimista. Su dardo iba derecho a la política ministerial: «El Ministerio de Instrucción Pública, que otras veces suele no hacer nada en pro de la enseñanza y de la cultura, en ocasiones como ésta, ayuda al embrutecimiento y a la atonía nacional».
El proyecto periodístico más ambicioso de Valle-Inclán fue, sin lugar a dudas, la serie de crónicas de su visita al frente francés en la Gran Guerra en 1916. No fue propiamente un corresponsal de guerra, pues El Imparcial había nombrado como tal a Armando Palacio Valdés, y a Manuel Ciges Aparicio, que vivía en París, en funciones de corresponsal, pero sería comisionado por el periódico para que hiciera un extenso reportaje de esta visita. Valle-Inclán había devorado las noticias que llegaban de la marcha de la guerra desde que Alemania ocupó Bélgica y avanzó hacia París en agosto de 1914, y durante estos dos años de espera para viajar al frente había seguido con atención el movimiento de los ejércitos alemán y francés en los distintos frentes. También se había declarado aliadófilo, lo sería a su manera, dado que la Comunión Tradicionalista, es decir, la mayoría de sus correligionarios carlistas, se definió germanófila, y entre las razones de su aliadófila destacó que él era cristiano, frente a los alemanes, que eran paganos. Su postura aliadófila tenía, sobre todo, una motivación religiosa, y le parecía inconcebible que un partido católico y romano se pusiera del lado de un país que mayoritariamente era de religión protestante. Desde su punto de vista, «sería inmoral transigir —declararía en una entrevista— con la actuación bárbara de los alemanes en Bélgica, no sólo con la población civil, sino con el clero». Para Valle era impensable que «¡el Partido Tradicionalista se declarara germanófilo!». Pero así fue.
Al socaire de la guerra, entre los intelectuales y los escritores cundió la moda de viajar a las posiciones del frente bélico para escribir crónicas del devenir del conflicto. Uno de los primeros en rendir este tributo a la moda del momento fue Vicente Blasco Ibáñez, que era uno de los escritores triunfadores, que despreciaba y envidiaba a partes iguales. Don Ramón, como haría Blasco, así como Azorín y muchos otros, quiso cubrir periodísticamente la guerra, pues estaba entusiasmado con la idea de visitar el frente de batalla. Había publicado años antes La guerra carlista, sobre el segundo conflicto entre carlistas y liberales, del que le habrían llegado ecos en su infancia gallega y, sobre todo, por lecturas. En cualquier caso, era obvio que no había presenciado nunca en directo la guerra y ahora tendría la oportunidad. Permaneció en Francia desde finales de abril a finales de junio en que regresó a Madrid. Llevó un diario de sus visitas al frente y allí anotó de manera sucinta pero significativa lo que iba viendo en el frente y en París. Al regreso, pasados unos meses, comenzaría en el retiro gallego de Cambados la redacción que, tiempo después, iría publicando el diario El Imparcial, a partir de las cuales escribiría Un día de guerra, formada por «La media noche» y por «En la luz del día».
A diferencia de otras ocasiones, en que había sido protagonista de algún suceso, en ésta no fantaseó en absoluto. Lo que había visto y vivido en el frente era espeluznante y no se permitió la más mínima exageración ni invención chistosa. No lo confesaría públicamente, pero el espectáculo bélico lo habría transformado. Antes de salir hacia Francia, Valle-Inclán le había dicho a Cipriano Rivas Cherif que ya sabía lo que iba a ver. Sin embargo, es evidente que lo visto ha superado con mucho lo esperado. Su retina se ha llevado grabadas imágenes inimaginables. Por las notas de la libreta, por lo que escribe en las crónicas de El Imparcial y por lo que pasará al libro, es evidente que la guerra de verdad era otra cosa. Mientras anota en el frente no tiene tiempo, literalmente, para procesar la información. Vive y anota. Vive incluso peligrosamente. Cada vez que vuelve del frente, las anotaciones sucintas de la libreta son, desde luego, motivos para hacer literatura, si bien son también vivencias reales que guarda en su memoria. La guerra que ha visto no tiene nada de grandiosa. Hay comportamientos heroicos, qué duda cabe, que a él le asombran y admira, pero la destrucción, los despojos humanos esparcidos por todas partes, los cadáveres abandonados en tierra de nadie, el dolor, la crueldad innecesaria, etcétera, superan todo lo previsto. No lo dirá de manera abierta. Su pudor y su reserva le impiden hablar de sus sentimientos íntimos, aunque lo que ha presenciado en la guerra, en la guerra de verdad, le ha cambiado la percepción de ésta. Esta guerra no tiene nada que ver con la entendida a la manera caballeresca, en la que los enemigos se pueden ver y tocar como en un duelo de honor. En la guerra de trincheras los enemigos se matan a distancia sin mirarse a la cara y sin ni siquiera verse.
Podemos conjeturar si después de esta experiencia su postura, que elogiaba la guerra, permanecería incólume o habría cambiado. Realmente, el texto resultante de las crónicas para El Imparcial no nos saca de dudas, pues resulta a ratos contradictorio y no estará a la altura de lo vivido. Él mismo es consciente de que el texto no ha alcanzado su objetivo, ya que es, según sus palabras, «un balbuceo de lo soñado». Así lo anota en la «Breve noticia» que introduce el libro. Pero ¿por qué fracasa? Valle-Inclán aspiraba a escribir una crónica de los hechos bélicos desde una visión astral. En el fondo, su propósito encerraba una contradicción, dado que pretendía armonizar dos cosas antagónicas: lo eterno y lo transitorio. Lo que es lo mismo: alcanzar a ver el fondo esencial de lo actual, de lo que sucedía ante sus propios ojos. Es evidente que la técnica tenía mucha similitud con la que había utilizado en La guerra carlista, si bien los sucesos eran de naturaleza distinta. Mientras que lo que contaba La guerra carlista pertenecía al pasado, lo que había visto en el frente francés era actualidad viva. No consiguió armonizar de manera convincente la visión aérea y la terrenal. El autor lo reconoció en el prólogo del libro: «Yo, torpe y vano de mí, quise ser centro y tener de la guerra una visión astral, fuera de la geometría y de la cronología, como si el alma, desencarnada ya, mirase a la tierra desde su estrella. He fracasado en el intento, mi droga índica en esta ocasión me negó su efluvio maravilloso».
Ahora sabía, pues lo había experimentado, que la guerra no era una abstracción, no podía serlo después de vivirla de cerca. No era un problema estético, o no era sólo un problema estético, sino ético. Un día de guerra resultó un experimento frustrado. Una obra que no acabó de fraguar. El libro, en el que desaparecieron algunos pasajes poco gloriosos, como la visita de las «cocotas» al aeródromo, y largos fragmentos dialogados de las crónicas de El Imparcial, se publicó el 30 de junio de 1917. Tuvo escasa repercusión en España y aún menos fuera. Si alguna vez había albergado expectativas de éxito para esta obra, quedaron frustradas. Tampoco hubo ni traducciones a otras lenguas europeas ni crónicas para los periódicos extranjeros, como de manera fantasiosa había imaginado.
Hay que esperar a 1935 para encontrar a Valle-Inclán escribiendo de nuevo en un periódico. En los años precedentes su relación con la prensa, como el diario El Sol o las revistas España o La Nación, de Buenos Aires, se ha limitado a la publicación por entregas de sus obras antes de aparecer en libros, normalmente, con buenos honorarios. A comienzos de ese año, en marzo, cuando empeoró del cáncer de vejiga, que hacía más de quince años venía martirizándolo, ingresó en la clínica del doctor Iglesias en Santiago para ser tratado con radioterapia. En ese momento particularmente difícil, trataba de escribir una novela, El trueno dorado. Le propuso a Chaves Nogales, director de Ahora, la publicación por entregas, que el sevillano rechazaría, porque tenía poco material escrito para comenzar dichas entregas, y por el temor a que el lenguaje y la temática del relato pudieran asustar a los lectores del diario. De hecho, la novela quedaría incompleta y Chaves la publicaría en Ahora póstumamente. No era la primera vez que su obra chocaba con la censura de los directores. Además de Ortega Munilla, que en 1901 lo obligó a expurgar algunas escenas escabrosas de Sonata de otoño, El Sol y la revista España, medios abanderados del liberalismo, le habían censurado actos o pasajes de Divinas palabras y de Luces de bohemia en los años veinte. Ante esta situación don Ramón insistía, entonces, Chaves le ofreció que le publicaría los artículos que le enviase al periódico a razón de doscientas cincuenta pesetas cada uno. Valle-Inclán accedió y, entre junio y septiembre, los meses de mejoría de su dolencia, publicó trece artículos que trataban de la historia de España del siglo xix.