5. NOVÍSIMOS NARRADORES CUBANOS, ÚLTIMA FORMA DE INSULARIDAD

Todos emigran en los años ochenta: artistas plásticos, músicos, escritores. Treinta años después de aquellos años ya no somos tan novísimos y estamos desperdigados por el mundo. Arrieta en California, Antonio José Ponte entre España y Estados Unidos, Rafael Rojas en México, Rolando Sánchez Mejía en Barcelona, Jorge Luis Arzola en Alemania, Enrique del Risco en Nueva York, y muchos más en el resto de España, Estados Unidos, Rusia, México o la Conchinchina. Pero también hay quienes siguen en la isla, como la fina Ena Lucía Portela o el propio Raúl Aguiar. Y que no hayan sido novísimos, Leonardo Padura, por supuesto. También Senel Paz, Arturo Arango, Eduardo Heras León, que ya está viejo. La lista es larga y habla de al menos tres generaciones y una diáspora.

Pero no hay que llamarse a engaños. Primero, la insularidad en la literatura cubana no es patrimonio de la disidencia, pero sí encuentra en la disidencia una especie de ampliación de su campo de batalla, de contradicción que genera movimiento. Segundo, seguir dentro de Cuba también puede ser una forma extrema de exilio, una especie de «insilio», de hacerte isla introspectiva y negadora.

A finales de los ochenta, tomó nombre aquella generación que fue cuajando en talleres como ese del municipio Playa. Los muchachos, como nos llamaba el crítico Salvador Redonet, fueron ganando premios cada vez más significativos y acaparando el espacio de legitimación, porque para los demás, sobre todo dentro del gremio, era como si subiese la marea. De manera casi generalizada se había producido una renuncia por parte de la generación precedente, esa que no huyó como Reynaldo Arenas, sucumbió bajo la censura y las tentaciones. Y he aquí que grupúsculos de jóvenes empiezan otra vez a encender pequeñas hogueras, a escandalizar con los nuevos temas que nadie se atrevía a tocar.

Jineteras, balseros, drogas, disidencia, emigración, discriminación racial, delincuencia, guerra de Angola, corrupción, homosexualidad, hambre… Lo que la prensa no se atrevía a remover empezó a aparecer primero en relatos, y luego a cuajar en novelas. ¿Quiénes eran estos escritores forjados en no se sabía qué moldes de irreverencias? El primer indicador, como plantar bandera, pero una bandera en blanco, era que se trataba de autores nacidos después del año 1959. Es decir, nacidos después del triunfo de la Revolución. Y esto les permite una refundación de la insularidad. Porque hasta ese momento la insularidad había sido un perímetro, una entidad que se definía por su relación hostil con el exterior. Había que dibujar nítidamente las fronteras del agua, primero frente al colonizador español, luego contra la neocolonia norteamericana. Las armas del guardafrontera insular no sólo eran de hierro y fuego, también había que dotar a la ínsula de una metafísica, de un ser cotidiano y de una estética. La ciudad letrada de la que hablara Ángel Rama adquiere en Cuba la forma de una perenne resistencia, una apetencia de emancipación.

Pero eso se acaba con la generación de escritores y artistas nacidos después de la Revolución. Las fronteras no pertenecen a otros, la isla ha dejado de ser satélite. Ahora la isla ocurre hacia adentro, y si hay algo, una sola cosa, contra lo cual procede el acto volver a escribir la insularidad es con respecto a la Revolución, que en cierto momento ha dejado de ser «revolucionaria». Los novísimos narradores cubanos no hicieron la Revolución, nacen en una insularidad de nuevo tipo, y sus problemas no son con el pasado sino con el futuro de la isla, eso sí, coartados por una historia que habla de una ausencia de libertad tan vieja y tan grande como una ceiba.

Hay una paradoja en la condición de los novísimos: por una parte, su deuda es con el presente, se hace emergente una restauración del presente, porque para ellos no existe aquel enemigo histórico que amenaza con «comerse» a la isla. Pero la única manera de esta nueva refundación, ya que la isla libre otra vez ha sido negada, es a través del pasado. Pero un pasado incluso anterior a muchas cosas. Porque en tiempos de Revolución, en torno al año 1959, unos pocos años parece que abarcan mucho. Entonces hay que ir más atrás, cuando todavía la Revolución era un sueño insular tejido en un jardín invisible. No es casual ni caprichoso que muchos novísimos se den a la tarea no de rescatar a autores inmediatos, sino de releer y reescribir la generación de orígenes, de los años cuarenta. Entonces vuelven a resonar los nombres y poéticas de Lezama Lima, Piñera, Fina García Marruz, y otros posteriores como Severo Sarduy o Calvert Casey. Pero la refundación abarca nociones expansivas como las escuelas semióticas, el pensamiento postestructuralista y las tendencias más herméticas de la filosofía francesa contemporánea. Y una mirada siempre curiosa hacia las literaturas balcánicas y eslavas, que pertenecen a ese socialismo en derrumbe. Refundar el pensamiento insular, desde dentro y en los años ochenta, se hace de variopintos nutrientes. Porque trascender la maldita circunstancia del agua se vuelve una especie de corporativismo de lo universal. De eclecticismo postmoderno.

Hace un tiempo descubrí a la extraordinaria escritora rumana Ana Blandiana. En uno de los relatos de su libro Proyectos de pasado, precisamente el que da título al libro, narra una historia delirante de la Rumanía de Ceaucescu donde estaban prohibidas las bodas religiosas e independientes. La narradora cuenta una historia «verídica» que le había contado un hermano de su madre, y que recrea el momento en que camiones militares irrumpen en una boda, arramblan con todos los invitados, y se los llevan a kilómetros de cualquier lugar habitado por el hombre. Entonces los arrojan en medio de esa nada con los pocos granos de arroz de la boda pegados a sus trajes, algunos frutos secos aquí y allá, y tienen que conformar una comunidad que debe empezar por el principio, cultivando la tierra, administrando la convivencia, poniendo el primer tronco de la primera casa. Vivieron durante años en una isla, no importa que estuvieran rodeados de tierra, aquello era una isla y ellos se habían convertido en náufragos. Lo más terrible, lo paradójico, fue que en ningún momento se les ocurrió intentar salir, regresar, porque sabían que de la insularidad impuesta es muy difícil escapar. Y si acaso es posible, tal vez, sólo tal vez, el mejor camino para escapar de esa dura insularidad de piedra sea refundarla.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]