POR FERNANDO CASTILLO
Para muchos escritores y artistas españoles del siglo xx, París ha sido la otra metrópoli, la alternativa a la propia ciudad, casi siempre de aire provinciano ante la urbe cosmopolita, la capital universal de la cultura, del arte y del lujo, de la vida social y mundana. Una nueva Roma consciente de su relevancia, tan burguesa como aristocrática –Balzac y Proust–, centro de la modernidad y espejo del mundo desde la Revolución del 89, de la que Walter Benjamin decía que era «la ciudad que remueve». Una ciudad a la que se acudía para saber tanto del mundo, de lo ajeno, como para entender y decir mejor lo propio; una ciudad de la que muchas veces no se regresaba al quedar el viajero envuelto en el humo de los cafés y en la conversación de las tertulias, o atrapado en el mundo literario y artístico de la capital de lo mundano, en la que había nacido la literatura y el arte moderno.

Si a esta llamada, antes de París que del resto del país, acudían numerosos escritores y artistas españoles en tiempos de paz de manera voluntaria y esperanzada, desde 1936, la Guerra Civil y sus dramáticas circunstancias enviaron a la capital francesa un involuntario contingente que se unió a los que permanecían en la ciudad, incrementando su número y su diversidad. Así, se formó una escogida colonia literaria y artística –a la que se ha acercado con brillantez tanto Juan Manuel Bonet (Le Montparnasse espagnol, Paris, Musée du Montparnasse, 2013) como José Muñoz Millanes (La ciudad de los pasos lejanos, Valencia, Pre-Textos, 2013), unos libros ya imprescindibles– que en 1939 vio cómo regresaban a la España franquista y victoriosa muchos de sus miembros –los Azorín, Baroja, Pérez Ferrero…– al tiempo que se incrementaba notablemente con la llegada de los huidos tras la derrota de la República.

En los primeros meses de 1940, cuando Francia vivía en la drôle de guerre, ese periodo de guerra extraña, de lo que parecía un conflicto de pega en el que no había combates salvo en el lejano y noruego fiordo de Narvik, París hervía como en sus mejores tiempos repleto de escritores y artistas de todos los países y de refugiados de todas las procedencias que habían llegado a Francia desde el final de la Gran Guerra. Sin embargo, al contrario de lo que había sucedido hasta mediados de la década, ahora no iban en busca de la libertad y de la creatividad que ofrecía la urbe sino de la seguridad y del bienestar que faltaba en sus países de origen. Los refugiados de todos los puntos cardinales que se concentraron en Francia se convirtieron en un elemento esencial en la vida política y social del país como supo ver Carlos Soldevila, uno de los muchos escritores españoles exiliados en París durante la guerra. En un capítulo de su obra El París que yo he visto (Barcelona, Argos, 1942), titulado expresivamente «París-Babel», Soldevila enumera los diferentes grupos de refugiados que habían llegado a Francia en las últimas décadas, entre los que naturalmente incluye a los españoles, los últimos en sumarse a ese aluvión de población extranjera.

Cuando en junio de 1940 se produce la défaite, la mayoría de los escritores y periodistas españoles que en 1939 se habían instalado en la capital francesa ya la habían abandonado, o la estaban abandonando, en dirección a Inglaterra, Estados Unidos y, sobre todo, a la América hispana, gracias a los oficios del cónsul mexicano Gilberto Bosques. Desde el fin de la Guerra Civil, y respondiendo a la hostilidad con la que Francia había acogido a los refugiados, la marcha de los más decididos y de los más temerosos ante el futuro, así como de aquellos que más posibilidades tenían de viajar y que más riesgos corrían, se aceleró desde septiembre de 1939 en que el ejército alemán empezó su victoriosa blitzkrieg en Polonia. Así, el comienzo de la Ocupación y el establecimiento del gobierno del mariscal Pétain en Vichy coincidió con una muy sensible reducción del número de escritores y periodistas españoles que se habían concentrado en París y en toda Francia, donde permanecieron aquellos que no podían ir a un lugar mejor.

En este momento, en junio de 1940, cuando las tropas alemanas cruzaban por la Porte Maillot hacia los Champs Elysées, se pueden distinguir una serie de grupos de escritores españoles entre los que en ese momento formaban la que se puede considerar la colonia literaria de la ciudad.

 

I

Por su presencia en París, parece oportuno comenzar la aproximación al universo literario español de la ciudad con el grupo de los escritores arrojados a Francia por la tempestad de acero que había tenido lugar en España desde 1936. Un grupo de refugiados que se adelantó a la gran oleada del exilio de 1939, algunos de los cuales permanecían en la capital con la llegada de los alemanes. Son los representantes de los que algunos han llamado la «tercera España», polémica denominación de un grupo de desencantados que encarnan sobre todo Juan Ramón Jiménez o José Moreno Villa. En cualquier caso, una denominación que se ha impuesto por su utilidad para señalar a quienes, sintiéndose republicanos, no encontraban acomodo en ninguno de los dos bandos enfrentados, lo que les llevó a un temprano destierro a veces forzado, como en el caso de Chaves Nogales, aunque algunos como Azorín o Pío Baroja se apresuraron a regresar a España al finalizar la guerra, no sin dificultades.

El primero de ellos –por aquello de la antigüedad– sería Gregorio Marañón, instalado en la capital francesa desde 1936, un largo periodo en el que finalizó, entre otros libros, su Tiberio. Historia de un resentimiento y Luis Vives. Un español fuera de España, mientras esperaba la autorización para regresar, purgando sus pecados republicanos de antaño. Apenas registró en sus escritos nada referido a lo sucedido en el París de la época, aunque fue consciente del momento histórico que le había tocado vivir, especialmente el correspondiente a la entrada de las tropas alemanas en París. Así, en la biografía que le dedica, Marino Gómez Santos incluye la referencia a un artículo de Marañón publicado en el habanero Diario de la Marina el 8 de agosto de 1940, apenas un mes después de la llegada de los alemanes, titulado «Pequeños Anales de treinta días en París», en el que recoge lo sucedido. Tras su etapa parisina quedó en Gregorio Marañón un permanente interés hacia la figura del exilio y del desterrado que se tradujo en la realización del texto citado dedicado a Luis Vives, al fin una especie de epítome del exiliado, y en la publicación del volumen publicado años después con el título de Españoles fuera de España (Madrid, Espasa Calpe, 1947) en el que, junto a los jesuitas y los masones o a los judíos y Garcilaso, de nuevo se ocupa del humanista converso valenciano.

A pesar de que en realidad no estuvo presente en la Francia ocupada, es necesario referirse a Manuel Chaves Nogales (1897-1944), quien abandonó Francia en dirección a Inglaterra al tiempo que se firmaba en Compiègne el armisticio. Este periodista y escritor, que también tuvo que abandonar la España republicana precipitadamente, aún tuvo tiempo –antes de emprender un nuevo exilio en Inglaterra– de describir de manera acertada el ambiente de la défaite y el éxodo de la primavera de 1940 en La agonía de Francia (Montevideo, Claudio García Eds.1941), una obra conocida y reeditada recientemente dentro del proceso de recuperación del escritor emprendido desde hace unos años. En sus páginas, el periodista deja un testimonio de primer orden acerca de esos días de la derrota que se extienden entre el éxodo de los parisinos y la firma del armisticio. Se puede decir que la obra de Chaves Nogales, crónica de un testigo de lo sucedido, es el verdadero libro de la défaite, de la Francia de las postrimerías de la IIIª República, y eso que el periodista español compite con una bibliografía amplia que va de André Maurois a W. Somerset Maugham. Chaves revela la impotencia y la complicidad implícita de parte de la sociedad francesa en la derrota, al tiempo que anticipa el verdadero rostro del invasor. Un libro que coincide con lo que relatará décadas más tarde Herbert Lottman en uno más de sus magníficos ensayos, La caída de París (Barcelona, Tusquets, 1993), quien, como muy bien señala Xavier Pericay en el prólogo al libro de Chaves, no lo cita por una persistente tendencia a ignorar la literatura crítica en español sobre la época que, como veremos, es tan ilustrativa al respecto como la que más.

Menos conocida, pero también de interés, es la obra de Carles Soldevila (1892-1967) acerca de la realidad de la Francia de la derrota y de los primeros momentos de la Ocupación. Soldevila era otro de los escritores que, cuando llegaron los alemanes, estaba en París desde 1936. Hermano del historiador Ferrán Soldevila y miembro de una familia de origen catalana y vasca, Carles Soldevila i Zubiburu fue columnista de La Vanguardia, escritor, poeta y dramaturgo catalanista de carrera consolidada que dejó Barcelona poco después del comienzo de la guerra debido a las amenazas confederales. Su estancia parisina se extendió a lo largo de seis años, por lo que asistió a la crisis de la IIIª República, a la défaite y a la Ocupación alemana, unos acontecimientos que recogió en una obra poco conocida pero de interés –El París que yo he visto (Barcelona, Argos, 1942)–, acerca de los cuales ofrece una visión un tanto original.