Soldevila tiene una mirada atenta a lo que está sucediendo y valora la situación en la que se encontraba Francia y la IIIª República antes de la derrota. Lo primero que destaca es la concentración en París de refugiados de todas partes, llegados en oleadas diversas: primero rusos, luego italianos, españoles, austriacos, judíos de los Sudetes… así hasta llegar a la que considera la saturación de Francia, convertida en la Babel que da título a uno de los capítulos del libro. Soldevila describe en páginas magníficas el éxodo de los parisinos ante el avance alemán, no ahorrando ninguna alusión a la desesperación de un grupo de refugiados políticos extranjeros –quizás fueran españoles– que intenta tomar el tren y escapar de París antes de la llegada de los alemanes sabiendo que en ello les va la vida. Son conmovedoras las páginas dedicadas a la entrada de las tropas alemanas en París en junio de 1940, un acontecimiento que adivina inquietante, y del que es testigo privilegiado: «¡Con que terrible aprensión nos hemos quedado en París cuando nos hemos convencido de que no teníamos otro remedio […]! Si no nos hemos echado a llorar es porque demasiada gente lloraba ya a mi alrededor». Todo ello no le impide apreciar la perfección de la máquina de guerra alemana que había sorprendido al mundo con la blitzkrieg, así como la corrección y cortesía de los soldados.

Una impresión que compartirá con muchos franceses y algunos españoles como Josefina Carabias o Gregorio Marañón. A la vista del desfile de las fuerzas alemanas, Soldevila afirma que se explica lo sucedido a una República que considera en manos de las amantes de sus dirigentes, de ahí el título revelador del capítulo «Voy comprendiendo». Sin embargo, la admiración hacia las formaciones de soldados cantando y los vehículos militares a los que se refiere como una «masa sombría, medievalesca (sic), wagneriana», no oculta cierto temor. Quizás esta intuición acerca de que el régimen nazi no era una broma –cuenta que se estremecía al ver las grandes esvásticas en los edificios– es lo que le llevó a regresar a Barcelona en 1942. A pesar de su corta estancia, dos años dan para mucho, Carles Soldevila tuvo tiempo para para sufrir la escasez de alimentos, una sorpresa en la Francia de la abundancia, y para contemplar los diferentes grises del cielo parisino en los días de lluvia y frío, como hizo un día de 1941 desde el Pont des Arts, frente a las ventanas de la casa del número 15 del quai de Conti en la que no tardarían en vivir Albert Modiano y Luisa Colpeyn. Unos lugares luego muy cortazarianos.

También la periodista Josefina Carabias (1908-1980), una de las refugiadas en Francia antes de 1939, ofrece en su obra Los alemanes en Francia, vistos por una española (Madrid, Ambos Mundos, 1944), firmada con el seudónimo de Carmen Moreno a causa de su republicanismo, unas páginas interesantes y poco comprometidas acerca de la llegada de los alemanes y de la Ocupación, aunque sorprende su proximidad, más anímica y humana que ideológica, hacia los nuevos dueños de Francia. A pesar de que Carabias no compartía los principios que inspiraban a la Alemania nazi, no puede evitar mostrar su simpatía hacia los alemanes, de los que no relata ninguna violencia como las referidas a los rehenes y los fusilamientos, sino tan solo su eficacia, organización y cortesía. Se podría decir que es la obra más próxima a la colaboración, escrita no tanto desde la ideología como desde la admiración por un ejército victorioso y la comprensión por las debilidades humanas.

Libro amable que intenta esquivar asuntos que pudieran ser conflictivos en la España de la posguerra, para lo que recurre al humor y a la crónica personal en la que lo más destacable es el relato del éxodo de los franceses en junio de 1940 del que formó parte. El itinerario de la joven periodista exiliada, que viaja sola con su hija por la Francia de la derrota, se extiende por París, Burdeos, un pueblo próximo a esta ciudad llamado Fontanrouge y, sobre todo, Biarritz.

Lo esencial del relato es la presencia y la descripción de los alemanes, algo novedoso en esta literatura en la que los ocupantes están prácticamente ausentes, en la que aparecen sólo como telón de fondo. Unos personajes presentados con naturalidad y en los que no aprecia ningún comportamiento criticable. A pesar de esta visión complaciente y gracias a estar a medio camino entre la crónica y el diario, Los alemanes en Francia proporciona información acerca de la vida cotidiana en Francia durante los tres primeros años de la Ocupación, hasta su regreso a España.

Muy distinto es el caso del vallisoletano Aurelio Cuadrado (1893-?), un personaje verdaderamente de mil caras al que César González Ruano cita en la parte de sus memorias dedicadas a su estancia parisina y al que incluye en su Antología de poetas españoles contemporáneos. Cuadrado, abogado, poeta y veterinario, había publicado en su Valladolid natal dos revistas de poesía, «Pluma y lápiz» e «Ideas», esta última –tal y como recoge Juan Manuel Bonet en su Diccionario de las vanguardias– fundada en 1924 y que tuvo cierta proyección en el mundo de la vanguardia artística y literaria vallisoletana. Ya instalado en París, Cuadrado publica un poemario titulado Guitarra en París (París, Albert Messein, 1941), prologado por González Ruano y continuación sin duda de Guitarra en Flandes (Biarritz, 1939). El libro parisino, con bonita viñeta en la cubierta, un poco en la línea de las españolas de Natalia Goncharova, se abre con un poema testimonial titulado «París, 1941. Estampa». En él, Cuadrado presenta a la urbe ocupada sumida en la oscuridad –«En la enorme antorcha, que Eiffel ideó, no alumbra la llama / que al arder hacía / de la noche día»– y en la quietud –«Silencio letargo / de fe y energía» que produce «el empacho de historia, el cansancio de gloria»–. En 1943, cuando la Ocupación, ya sin velos, dejó ver su verdadero rostro, y aunque estaba bien instalado en París, Aurelio Cuadrado regresó a España.

Entre los que fueron llegando a Francia a lo largo de la Guerra Civil y el comienzo de la Guerra Mundial se encuentra Bernabé Herrero (1903-1957), hasta hace poco un poeta secreto al que Juan Manuel Bonet y Andrés Trapiello han rescatado del olvido del exilio y de la trastienda de la literatura. Herrero, juez y poeta nacido en Soria, es uno más de la larga nómina de extraviados por la guerra, de la que décadas después en cierto sentido acabó siendo víctima. De aliento franciscano y machadiano según Trapiello –quien lo ha reeditado y biografiado («Un poeta orillado», Abanco. Cosas de Soria, 37, 1999) junto con Enrique Andrés–, su libro Orillas (Bayona, edición del autor, 1947), está inspirado por un duro exilio iniciado en 1937 en localidades atlánticas como Aurillac, Burdeos y Dax. Pronto le atenazó la amargura de la distancia, como muestra el soneto fechado en 1939 en el que en el primer cuarteto expresa su deseo esencial al referirse a su Soria natal: «Quiero vivir aquí. Nada más quiero / este infinito azul que me acompañe. / Quiero que mi alma – triste ya se bañe / en las sonoras márgenes del Duero».

Aunque no pisó el París alemán, ni dejó testimonio de lo que pasaba en Francia durante los años negros, es una buena muestra de los damnificados de esa «tercera España» a la que ya nos hemos referido, que proporcionó los primeros y tempranos exiliados. Es Herrero, según Trapiello, un poeta de la normalidad, de lo íntimo, con buenos amigos entre los escritores de la Edad de Plata como Gerardo Diego o Juan Larrea. No obstante, pese a regresar ahogado por la nostalgia, ni siquiera le dio tiempo a morir en España.

A todos ellos se pueden añadir los escritores y periodistas que en junio de 1940 permanecían en París tras haber llegado a la ciudad antes de la Guerra Civil, como el prolífico Marcial Retuerto (1897-?), a quien Ruano describe como «madrileño, hombre de vida interesante que había sido torero, cantaor de flamenco, marinero, minero, caminante y mendigo». Como se ve, otro abanico de variedades reunidas a las que habría que añadir su condición de poeta, que le llevó a aparecer en la Antología de poetas españoles contemporáneos de César González Ruano. A pesar del perfil un tanto bohemio con que le retrata, Retuerto tenía ya una carrera que no se limitaba a la literatura española. Poco antes había publicado Dos conquistadores más (Madrid, Rivadeneyra, 1935), una narración muy original a medio camino entre el ensayo y la ficción, que fue reseñada laudatoriamente por el ABC. En ella recoge la experiencia de dos emigrantes españoles a América y el regreso de uno de ellos cuyas memorias son la base del relato. Fue traducida al francés por Jean Babelon en 1944 con el título Deux plus (Paris, Jusse, 1944), y parece que le dio un cierto prestigio en los medios literarios franceses.

Como curiosidad hay que destacar que Retuerto es de los pocos que escribe sobre los españoles en la Francia ocupada, aunque en este caso sea en un librito, casi un opúsculo, de sesenta y tres páginas e intenciones propagandísticas, que le fue encargado por la franquista Cámara Oficial de Comercio de España. Titulada Cómo viven los españoles en París (París, Imp. de Provinces, 1941), es una obra bilingüe que llevaba un prólogo de Gregorio Marañón, quizás en ese momento el escritor español más conocido en el París ocupado, que estaba dispuesto a hacer méritos para acelerar su regreso a España desde un París que se estaba volviendo cada vez más difícil y peligroso. Así se explicarían las páginas dedicadas en el folleto a describir el terrible ambiente en el que vivían los españoles en Francia por no regresar a la patria. En esta obra de circunstancias –que sin duda le debió reportar algún beneficio–, Retuerto no alude a su situación personal ni a sus impresiones, sino al hecho de que los españoles que permanecían en Francia lo hacían por voluntad propia, pues según él nada en España impedía su vuelta. Todo esto fue escrito en los días en los que Cruz Salido y Zugazagoitia acababan de ser fusilados tras ser extraditados a España por la vía de los hechos, es decir, del secuestro legal.