Sin embargo, hasta hoy no se ha podido demostrar que estuviera al servicio del Abwehr y aun menos del SD –le faltaban para ello, digamos, cualidades–, pero sin duda debió prestar al ocupante algún servicio, naturalmente remunerado, y de importancia muy menor, pues trasnochar y llevar vida de perdis no es la más adecuada para el espionaje. Su intromisión en negocios en los que también participaban gente más dura y peligrosa que él, que lo era poco, como los gestapaches de la rue Lauriston, le causó el disgusto de estar en Cherche-Midi cerca de nueve meses. Una experiencia muy dura de la que casi no sale, y de la que le libró el policía Pedro Urraca, sin duda siguiendo órdenes del embajador José-Félix de Lequerica, amigo del escritor y con excelentes relaciones con los alemanes.
Hay que decir, eso sí, que –al contrario que muchos otros residentes en París– durante su estancia parisina no hizo ascos ideológicos a sus compatriotas pues, como recoge en sus memorias, se relacionó con todos los españoles que creyó conveniente, fuera cual fuese su situación, como si no hubiera existido la Guerra Civil, o su militancia política, si la tenían. Basta con recordar que entre sus amigos más cercanos estaban el filonazi Mariano Daranas, el liberal Gregorio Marañón, el falangista José-Félix de Lequerica o el poumista Manuel Viola y su novia la pintora checa y judía Tita Hirschowa, que tras ir a Drancy acabó en Auschwitz no sin realizar antes un interesante retrato de Mary de Navascués. Todo, por no enumerar el catálogo ideológico de los personajes que menciona en sus memorias, de los que no denunció a ninguno que se sepa.
Aunque tenía sus ideas –desde luego distaba de ser un bolchevique–, Ruano siempre fue un accidentalista en cuestiones ideológicas y aún más en las morales. Los principios, aplicando un dandismo canalla, los sometía a la amistad y, por encima de todo, al interés personal, fuera el crematístico o el de los deseos más oscuros, pues de ambos andaba siempre necesitado. Así, lo mismo se iba al Tabarin con un oficial alemán o a un bistró de Ménilmontant con un republicano español o, tras tomar café con Beltrán Masses en su casa de Passy, vendía un pasaporte –a veces auténtico, a veces falso– a unos judíos perseguidos, todo sin dejar de fumar desdeñosamente abdullas o players ingleses. Luego, remataba la semana endosándole a un nuevo rico un Greco acabado de pintar por Viola o García Condoy. Aunque otras veces, si hemos de creer lo que escribe, la mano pintora pudo ser la de Óscar Domínguez, quien heredó su estudio de la rue Campagne Première.
Ruano se movía en el París más oscuro como pez en el agua, jugando con fuego y quemándose, lo que le dio el combustible literario que le permitió escribir un libro de indisimulado contenido biográfico, La alegría de andar (Madrid, Mediterráneo, 1943), que serviría de base para el capítulo más recurrente de sus ya muy aludidas memorias, Mi medio siglo se confiesa a medias (Barcelona, Noguer, 1951) y para una novela oscura que también tiene mucho de autobiográfico, Manuel de Montparnasse (Madrid, Ed. Mediterráneo, 1944), en la que repite el personaje Pedro de Agüero. También habría que citar un cuentecito muy apache, André, pas de chance (Barcelona, Ediciones GP, s.a.) de edición más tardía, que –parece– se inspira en la figura del hampón y collabo Serge de Lenz, otra de sus amistades poco recomendables de la época. En todos ellos se recoge la realidad más oscura, tan modianesca como el propio González Ruano, del París alemán, comenzando por el mercado negro al que se dedica la baronesa Olga, el tráfico de obras de arte en el que participa Pedro de Agüero, es decir, Ruano, en las narraciones en las que aparece este personaje. Todo sin dejar de señalar su inclinación hacia el mundo del Montparnasse español y los cabarets en los que se codea con los alemanes y los que llama «semigánsteres de los negocios improvisados».
Pero junto a este París en el que seguía la fiesta, González Ruano recoge también la oscuridad de un París al que le hacen más gris los uniformes alemanes, en el que no se le escapa la presencia del hambre y la carestía. También en los tres libros más autobiográficos hay una misma alusión de indignación mal contenida hacia el maltrato que dispensan los franceses a los refugiados españoles, sabiendo perfectamente cuál era la causa de su condición. Ruano, el antisemita y el negociante amoral en quien ni los sentimientos ni los principios impedían la realización de un buen negocio, no parece mostrarse en este asunto próximo a las autoridades franquistas y a la actitud de algunos de sus amigos en Francia, como Daranas, que solo procuraban la denuncia y la persecución de sus compatriotas. Una contradicción, sin duda, expresada en unos momentos en los que ninguna ventaja podía proporcionarle; casi diríamos que al contrario, pues mostrar cercanía con los refugiados republicanos era jugar con fuego.
Antes de estos relatos, González Ruano había publicado en el mismo París y en casa de un exquisito tipógrafo y artista, un libro de poemas que es bastante apreciado, Ángel en llamas. 47 sonetos y un poema (París, Jean-Gabriel Daragnès, 1941), que sería traducido al año siguiente, al que seguiría El errante (París, Librería Española, 1942), en el que se reúnen cincuenta canciones escritas para un cantaor flamenco, el «Niño de Cádiz», confirmando el interés existente por la llamada «noche española». De él se hicieron sólo cien ejemplares, lo que lo convierte en una rareza bibliográfica que no tardará en aparecer por algunos de los puestos del Marché Brassens o del cercano rastro de Porte de Vanves, para alegría de alguno de los españoles que lo frecuentan. También en estos ajetreados días parisinos, Ruano trabajó en la selección de su obra para preparar el volumen Poesía (Antología 1924-1944) (Barcelona, Montaner y Simón, 1944), así como en la amplia Antología de poetas españoles contemporáneos en lengua castellana, en la que reúne a doscientos sesenta y un autores, probablemente con la intención de dar la réplica al escogido y determinante repertorio de Gerardo Diego que daría lugar a la Generación del 27. También escribió una obra de teatro titulada con el españolísimo topónimo de Puerto de Santa María, una especie de «auto», naturalmente en verso, que fue estrenada con traducción de Guillot de Seix y Juan Bellveser, en diciembre de 1942 en el Studio des Champs Elysées, lo que da idea de las buenas relaciones que tenía González Ruano en el París ocupado, en el que no faltaban obras y autores que buscaban su oportunidad para ser representadas. Parece que la obra tuvo cierto éxito, pues fue publicada en español (París, 1943 Librairie Espagnole).
Sin embargo, por encima de todo se señala a la Balada de Cherche-Midi (Barcelona, Entregas de Poesía, 1944), el poema escrito a raíz de su cautiverio en la cárcel parisina y publicado dos años más tarde, como la obra esencial de este periodo, una opinión que comparten los citados Rivas, Pardeza y Moga. Esta obra de ecos wildeanos, por la que circula el aire de la prisión de Reading, es un texto inspirado por lo vivido en unos momentos de máxima incertidumbre que sólo el escritor sabía a qué era debida, algo que contradice lo enunciado por ese verso en apariencia inocente: «¿Qué queréis que yo sepa de esto que pasa ahora?».
Con todo, es César González Ruano uno de los escritores más destacados de esa constelación literaria española que vivió en algún momento en el París ocupado, y también uno de los que más y mejor recogió la realidad de la ciudad en estos años. Una realidad que en su caso se contemplaba desde una perspectiva y un mundo tan inusual como real, que complementa las aportaciones de los escritores españoles.