Al igual que los anteriores escritores, Efrén Hermida, Jacinto Luis Guereña y Pedro de Basaldua pasaron a Francia con la oleada de refugiados que huía desde Cataluña bajo las bombas de la Legión Cóndor, las mismas que mataron a la mujer de Ramón Gaya en la estación de Figueras. El primero de ellos, el casi secreto Efrén Hermida Revillas, es uno de los escritores con los que tuvo relación César González Ruano, quien a pesar de su más proclamado que real alejamiento de la literatura, si esto fuera posible en un personaje como él, ejerce a su manera de cronista del mundo artístico y literario hispánico en el París ocupado. Según comenta González Ruano en Mi medio siglo se confiesa a medias, Hermida era «un muchacho solitario y triste» de poco aliento para la vida, que había nacido en Santander y quien, según dice, murió a poco de marcharse el periodista de París en septiembre de 1943. Poco se sabe del poeta Efrén Hermida más allá de lo señalado por Ruano del que dice era amigo de otro escritor español, Ezequiel Endériz, y de un matrimonio llamado Galván, «que vivía por Montmartre». Hermida debía ser más activo de lo que sugiere González Ruano, pues en 1939 colaboró en Desde el Rosellón, la efímera revista editada por los exiliados, que no sobrevivió al comienzo de la guerra mundial.
Antes, al menos había dedicado algún esfuerzo a los estudios cervantinos en un texto publicado en 1928, titulado «Cervantes pedagogo», en una revista de título tan melodrámatico como Huerfanito Madrid: Colegio del Príncipe de Asturias para Huérfanos de Médicos (nº 74, 1928). Hay que señalar que Serge Salaün («El exilio literario en Francia: el Boletín de la Unión de Intelectuales Españoles», en El exilio literario español de 1939: actas del Primer Congreso Internacional, Vol.1, edición de Manuel Aznar Soler) incluye a Efrén Hermida, a quien tiene poco aprecio como poeta, entre los escritores que colaboran en el Boletín de la UIE después de la Liberación. Y es que en el número del 22 de septiembre de 1946 aparece un artículo de Hermida sobre Morir al día, la obra de Quiroga Plá publicada ese mismo año. Además, Ana Martínez Rus («Antonio Soriano, una apuesta por la cultura y la democracia: La Librairie Espagnole de París», en Litterae. Cuadernos sobre Cultura Escrita, nº 3-4 (2003-04), pp. 333) ha señalado cómo al llegar la Liberación, Efrén Hermida –a golpe de Minerva, muy a lo Altolaguirre– intentó crear una editorial en su propia casa para dar salida a la obra de los escritores españoles en el exilio francés, siempre con dificultades para publicar en su lengua. Todo ello indica que los datos aportados por González Ruano acerca de la temprana muerte del joven poeta no son muy exactos, ya que tres años después de lo que señala Hermida estaba vivo. Incluso, al año siguiente, 1947 apareció en la editorial Argos de Buenos Aires La piedra de Horeb, una traducción suya de un libro de Georges Duhamel.
El también poeta pero igualmente ensayista y traductor Jacinto Luis Guereña, (1915-2007), nacido en Argentina y de ascendencia vasca, tiene un itinerario más conocido gracias a Claude Le Bigot, autor de «Jacinto Luis Guereña en el exilio: su labor de poeta y antólogo», texto incluido como tantos otros en la obra dirigida por Manuel Aznar Soler, El exilio literario español de 1939: actas del Primer Congreso Internacional. Guereña, de afinidades socialistas, tiene una intensa participación en la Guerra Civil, primero en las Milicias de la Cultura y luego como oficial del Ejército Popular, combatiendo en la batalla del Ebro en primera línea. Es de los que pasó por el calvario de Argelès antes de iniciar su largo exilio francés, y hasta 1956 no volverá a escribir exclusivamente en español, así que fue de los que realizó lo esencial de su obra después de la Liberación, cuando funda la revista bilingüe Méduse instalado en la plácida ciudad de Pau, cabe los Pirineos. De hecho, la antología de su poesía –realizada por el citado Claude Le Bigot y Jean-Louis Guereña, su hijo, titulada Corazón de miedo y de sueños (Antología 1946-2001), y editada por la sevillana Renacimiento– arranca de los días siguientes a la Ocupación, durante la cual parece que no escribió nada.
El vasco Pedro de Basaldua (1906-1985) es otro de los exiliados que se encuentra en París al llegar los alemanes después de haber dejado España en 1939. Era un escritor y periodista que militaba en el nacionalismo vasco y en círculos católicos, dos ámbitos especialmente próximos. Tras haber desempeñado varios cargos en el gobierno vasco y cerca del lehendakari Aguirre, después de la caída del norte se instala en Barcelona y luego, con la derrota de la República, se exilia en Francia. Permanece en el París ocupado durante siete meses para recalar luego en la Francia de Vichy y a continuación pasar a Marruecos, concretamente a Ain Seba, cerca de Casablanca, desde donde logró llegar a México y más adelante a Argentina, donde vivirá hasta su muerte. Si su experiencia de la Guerra Civil le había inspirado Sangre en la mina (1937) y El dolor de Euzkadi (Barcelona, 1937), su corta estancia en el París alemán le dio para escribir el libro de recuerdos titulado Con los alemanes en París. Páginas de un diario (Buenos Aires, 1943, Editorial Ekin), en el que el dolor del exilio es inevitablemente dominante.
Un caso particular es el de José María Semprún y Gurrea (1893-1966), quien se exilió en Francia en febrero de 1939 aunque en este caso fuera procedente de Holanda, donde era embajador de la República, y no de España. Era este el segundo exilio de José María Semprún, pues antes, en septiembre de 1936, ya había conocido el destierro cuando, huyendo de los requetés de Mola que avanzaban hacia Lequeitio en el primero de los veranos sangrientos, tuvo que refugiarse en Bayona para no regresar jamás a España. Todo este recorrido del desarraigo lo hizo junto con su prole, en la que figuraban dos hijos que no tardarían en ser célebres y escritores, pertenecientes al grupo del exilio parisino que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Se trata de Jorge y Carlos Semprún Maura, quienes acabaron en campos –más que distintos, decididamente afrontados–, tras haber vivido a fondo el siglo, uno de ellos en la Resistencia y los campos de concentración, y cuya obra es tan española como francesa, al igual que los propios autores.
Quizás habría que incluir también a Jorge Semprún (1923-2011) en esta relación de escritores españoles, pues su primer libro, Le grand voyage (Paris, Gallimard, 1963), escrito en francés como casi toda su obra y luego traducido al español (El largo viaje, Barcelona, Seix Barrral, 1976), contiene referencias a la realidad de la Francia ocupada en la que vivió el autor. Como sucede en toda la obra sempruniana, este texto se mueve entre la realidad y la ficción, entre el testimonio y la narrativa, un ámbito en el que Jorge Semprún relata su experiencia en las filas del maquis Tabou.
Mediante una sucesión de saltos temporales, Semprún describe en su primer libro su actividad como maquisard bajo la identidad de Gérard Sorel –un apellido de obvias resonancias stendhalianas– así como su detención el 8 de octubre de 1943 por la Gestapo, su estancia en la prisión de Auxerre y el posterior traslado al campo de Buchenwald. Un duro recorrido que le lleva de Compiègne a Weimar en un vagón repleto de presos, pero por casualidad junto al enternecedor e ingenuo chico de Semur-en-Auxois, cuyo destino podía haber sido el del propio autor. El largo viaje es la primera de las obras de Jorge Semprún dedicada a lo sucedido durante la guerra, a la que seguirá después la trilogía concentracionaria formada por Aquel domingo [Quel beau dimanche!] (París, Gallimard, 1980. Edición española: Barcelona, Planeta, 1980), La escritura o la vida [L’écriture ou la vie], (París, Gallimard, 1994. Edición española: Barcelona, Tusquets, 1997) y Viviré con su nombre, morirá con el mío [Le mort qu’il faut] (París, Gallimard, 2001. Edición española: Barcelona, Tusquets, 2001). Todos estos textos forman una tetralogía en la que la ficción está presente casi tanto como la memoria y en la que son constantes las referencias a la Ocupación, una época ciertamente determinante en la vida y en la obra de Jorge Semprún. Estas vivencias no se convirtieron en literatura hasta décadas después de los acontecimientos, pero no dejan de responder a lo sucedido entre 1940 y 1944, lo cual permite incluir al autor a pesar de su juventud –tenía diecisiete años al llegar los alemanes a Francia– en este especial universo literario hispano relacionado con el París alemán.
Volviendo a José María Semprún y Gurrea, hay que decir que era un republicano católico y liberal –hoy diríamos que un demócrata cristiano– que en los treinta comenzó militando en la orteguiana Agrupación al Servicio de la República y desempeñando diferentes cargos en el nuevo régimen, que luego acabó cerca de Emmanuel Mounier y el grupo católico progresista de la revista Esprit, de la que fue corresponsal en España. Fue escritor culto y de muchos temas, desde la poesía (Prosas Metrificadas. Lírica Matemática, Madrid A. Fontana, 1931) a su idea de la política (República, Libertad, Estatismo, Madrid, Imprenta de Galo Sánchez 1931) y a las interesantes recopilaciones de artículos de alguien que fue asiduo de las páginas de Cruz y Raya (Crítica varia. I. Humanismo español (Quevedo). Socialismo ético (H. de MAN). Gente y personas. Madrid, Imprenta Luz y Vida, 1934). Pasó la Guerra Mundial en París y en una localidad cercana, más apartado que escondido, temiendo por su hijo Jorge, resistente y comunista, aunque no fueron años que determinasen mucho su obra posterior, consagrada a la nostalgia de una República errante y fantasmagórica y al duro exilio. No es muy abundante la bibliografía acerca de Semprún y Gurrea, aunque Franziska Augstein (Lealtad y traición. Jorge Semprún y su siglo, Barcelona, Tusquets, 2010), en la obra dedicada a su hijo Jorge, da alguna pincelada de interés en relación con su exilio francés, aunque luego acabó sus días en Roma.