En la obra de Kent, lo diarístico –y, en menor medida, la intención testimonial– se une a una trama narrativa, casi un monólogo, que está protagonizada por el personaje de Plácido. Estos son los elementos definidores de un libro que alterna un relato centrado en un espacio privado, cerrado y reducido hasta la asfixia, con el dedicado a un espacio superior y determinante que está representado por una ciudad que se ha vuelto adversa y peligrosa. El París ocupado que aparece en la obra de Victoria Kent es una urbe que a veces recuerda a la descrita por Patrick Modiano en sus novelas dedicadas a la Ocupación, y que la autora contempla desde las ventanas de un refugio que tiene mucho de caverna platónica, como si fuera una espectadora ajena a los acontecimientos, de ahí las reflexiones que se alternan con otras referencias. Sin embargo, en ocasiones puede acercarse a la realidad, al mundo exterior, gracias a la vida del cuartel alemán que ve desde su ventana, o incluso recoger sus impresiones después de recorrer la ciudad en alguno de sus escasos y arriesgados paseos en los que apenas se alejaba de su refugio. Aunque en Cuatro años de mi vida predominan las sensaciones y el estado de ánimo de la autora, expresados por medio de reflexiones, digresiones y a veces ensoñaciones, también están presentes en el relato, a veces de manera muy precisa aunque cronológicamente algo desordenada, los acontecimientos y la realidad del París ocupado que conocía gracias a la radio y los periódicos. Una ciudad a la que describe, de nuevo muy modianescamente, como «una ciudad vacía, un desierto de hombres que el enemigo estrangula en silencio».
El exilio, «fuente inagotable de sufrimientos», y los exiliados, a los que se refiere como «los barridos por la guerra», son asuntos que también ocupan su atención. Así, Kent se refiere a la noticia del fusilamiento en España de «dos amigos» que fueron detenidos en París el mismo día que habían ido a buscarla, quizás los mismos policías españoles y que sin duda son Julián Zugazagoitia y Cruz Salido. Describe la forma de actuar de la policía española que opera en Francia con el apoyo de las autoridades, un método común al de las policías de todas las dictaduras en el que la impunidad es la norma. Y es que el exilio como tragedia, y los exiliados como actores de la misma, tienen un papel central en esta obra en la que recoge acertadamente la realidad del refugiado español en Francia, al tiempo que dedica con emoción un canto épico a la República y a los republicanos.
En la vida de Victoria Kent bajo la Ocupación, como en la de todos los refugiados, las cuestiones domésticas y cotidianas, especialmente las referidas a los abastecimientos y a la documentación, cobran enorme importancia. Junto a la descripción de las dificultades, dedica palabras de agradecimiento para los franceses que ayudan a los refugiados, y pone como ejemplo a su portera, mostrando que no todo fue insensibilidad y complacencia ante los alemanes. El frío de los duros inviernos que se suceden en un París en el que reina la paz de los cementerios, los atentados contra los alemanes, así como los controles y registros que les suceden el fusilamiento de rehenes, la vigilancia de una policía omnipresente que pide la documentación en cualquier esquina, son asuntos que se encuentran en el relato y que proporcionan una idea muy exacta del ambiente del París alemán.
Muy destacadas e interesantes son las páginas que dedica Kent a la ya tristemente célebre redada del Vel d’Hiv, que tuvo lugar en julio de 1942 y que llevó a miles de judíos a campos como el de Drancy para luego ser enviados a Polonia. Lo sucedido en el ya famoso Velódromo de Invierno, convertido en improvisado presidio de hombres, mujeres y niños –cuya realidad recogió la desdichada Hélène Berr cuando, antes de ir a Bergen-Belsen, ejercía de voluntaria como ésas que admiraba Kent–, y la suerte de los detenidos dan lugar a unas páginas muy emotivas. Curiosamente, describe la realidad del interior del Vel d’Hiv como si hubiera sido testigo de lo sucedido, pues alude a los camiones llenos de familias enteras y las terribles condiciones de vida en el interior del velódromo con detalle. Sin embargo, en realidad parece que es un testimonio de terceros, pues en un momento afirma «yo pregunto al autor de este relato». Kent señala la responsabilidad de las autoridades francesas en lo sucedido y critica el conformismo de la sociedad. Concluye resumiendo su estado de ánimo y el de la Francia de 1942 al afirmar que «toda la realidad es hoy un caos».
A partir del desembarco aliado en el norte de África en noviembre de 1942, y de la ocupación de la zona de Vichy por los alemanes, la esperanza de una próxima Liberación comienza a abrirse paso en el relato. Desde ahora, dice Kent, hay dos Francias: la vieja, es decir, la representada por Pétain, y la joven, la de Argel, la Francia Libre de De Gaulle. A partir de este momento comienza a incorporar noticias de actualidad y a fechar las anotaciones, lo que le da a la narración un carácter de diario y de testimonio que antes no tenía. Asimismo, recoge el cambio radical que se produce en la marcha de la guerra, que –reconoce– sigue con mapas, y en las condiciones de vida de la ciudad a partir de 1943. Ahora, París aparece cada vez más vacío y con mayores dificultades y peligros, pero también con la presencia de unos personajes que le indignan, como esas «mujeres fáciles e inconscientes, bien vestidas», que ve en alguno de sus paseos por Passy, sin duda protagonistas de la llamada colaboración horizontal o cercanas al mundo de los gánsteres del mercado negro. No es de extrañar que, después de lo visto en sus arriesgadas salidas, afirmase que «le duele la ciudad», una ciudad que ya no reconocía.
La antigua directora de prisiones es de los pocos escritores españoles que recogen la Liberación de París, aunque desde el día 6 de agosto de 1944 se hubiese trasladado a Claimart, en las afueras de la capital. En su relato da cuenta de la situación de la ciudad, convertida en segundo escalón del frente de guerra desde el desembarco en Normandía. Ahora todo son restricciones y tensa espera en un desfilar de vehículos y ambulancias, de camiones con prisioneros, de soldados en retirada. A todo ello desde día 19 de agosto le sucederá un silencio que confirmaba que la mayoría de los alemanes se habían ido. Luego, tras los combates, la llegada de los republicanos españoles en la División Leclerc, que describe en las últimas páginas del libro, con los que se reúne en el Bois de Boulogne en un emotivo encuentro, y el final de una pesadilla de cuatro años.
Teniendo en cuenta todo lo referido, no es de extrañar que se pueda considerar el libro de Victoria Kent uno de los más destacados relatos de los años de la Ocupación y sin duda el más original de todos los realizados por los escritores españoles al combinar géneros en una obra de tono muy diverso. Una narración sorprendente que además es la primera de la autora, en la que latía una indudable capacidad literaria hasta entonces no desarrollada.
Precisamente, la prologuista de la edición española de Cuatro años de mi vida (1940-1944), la traductora y escritora Consuelo Berges (1899-1988), sería otro de los integrantes de este grupo de escritores españoles perseguidos en el París alemán. Berges, quien más tarde se confirmaría como la traductora canónica al español de Saint-Simon, Stendhal y Flaubert, era una joven de familia y tradición republicana. A pesar de su proximidad al anarquismo, durante la República fue miembro de la masonería, concretamente de la logia madrileña «Amor», como señala Natividad Ortiz Albear, y militante comprometida con la liberación de la mujer, colaborando durante la Guerra Civil con «Mujeres Libres». En 1939, como tantos otros, siguió el camino del exilio desde Cataluña, siendo internada en varios campos de concentración franceses de los que huyó, convirtiéndose en una refugiada indocumentada. Gracias a la ayuda de una pareja libertaria, que luego devendría comunista –el escultor Baltasar Lobo y su mujer, Mercedes Guillén, una de las fundadoras de «Mujeres Libres» como Mercedes Comaposada, su verdadero nombre– vive en París durante cuatro años en una clandestinidad que, desde la llegada de los alemanes, se había vuelto especialmente peligrosa para todos. Sin los apoyos internacionales con que contaba Kent, Consuelo Berges vive dando clases de español, por lo que en 1943 acaba siendo detenida en uno de los innumerables controles que montaban las distintas policías en París. En un principio las autoridades francesas creen que la joven indocumentada era judía, pero al final acaba siendo identificada y repatriada a España, donde –gracias a la intervención de amigos y familiares– logra evitar la cárcel, aunque no el exilio interior que la expulsó del periodismo y la enseñanza.
Aunque esta intensa experiencia como refugiada en Francia no le inspira ninguna una obra, al igual que la Guerra Civil, el reducido prólogo a Cuatro años de mi vida (1940-1944) puede considerarse una síntesis muy apretada de lo que pudiera haber sido el relato de su experiencia en el París ocupado. En esas páginas que sirven de introducción a la obra de Victoria Kent, y en las que lleva a cabo un paralelismo entre las peripecias sufridas por las dos mujeres, Berges alude al exilio, «a los españoles del éxodo y el llanto», a la vida clandestina en un París que considera capital de la vieja cultura europea, en el que había que esquivar «las redadas de los gendarmes y otras especies policiales». También, al igual que Victoria Kent, tiene un recuerdo para las víctimas del Holocausto cuando refiere cómo en la boca del metro de Jussieu, cerca de donde vivía, se encuentra a un grupo de niños que llevaban la estrella amarilla en el pecho. A pesar de estos apuntes, de interés y promisorios de un futuro texto, y de algún comentario más a la obra que prologa, la Ocupación no inspiró a Consuelo Berges ningún texto de mayor extensión.