En este grupo de perseguidas estaría también Cándida Isabel del Castillo, o también Isabel del Castillo (?-1995), la periodista republicana de vida novelesca y agitada, madre del escritor Michel del Castillo, a quien parece que abandonó en plena Guerra Mundial y cuyas relaciones tienen un tinte no poco modianesco por lo complejo y esquinado. Isabel del Castillo parece que estuvo encarcelada en Madrid durante los primeros meses de la Guerra Civil, aunque hay quien la relaciona con denuncias a presas y le adjudica responsabilidades represivas, como hace Mercedes Fórmica en el último tomo de sus memorias, Espejo roto y espejuelos (Madrid, Huerga y Fierro, 1998). Sea como fuere, la joven Isabel acabó en la órbita del Partido Comunista y colaborando en programas radiofónicos de Radio Madrid de gran audiencia antes de huir en 1939 a Orán y luego a Francia. Tras estar internada en el campo de concentración de Rieucros y después de una estancia clandestina en Montpellier y Marsella, llega a París en 1942, un año en el que la ciudad se había convertido en un lugar peligroso para casi todos. La falta de oportunidades y la inseguridad le lleva a trasladarse a Casablanca y Rabat, donde –según Manuel Aznar– parece que colabora en Combat y funda la revista As-Salam. No volverá a París hasta 1948, para después trasladarse a América.

Todas estas peripecias dieron lugar a una obra de contenido testimonial: El incendio. Ideas y recuerdos (Buenos Aires, Americalee, 1954), en la que, con pretensiones de objetividad, recoge su paso por el campo de concentración, la estancia en Francia, su vida en la clandestinidad y su posterior marcha a Marruecos. Esta obra la estudia, al igual que otras de semejantes características, Paula Simón Porolli en su tesis doctoral Por los caminos de la palabra. Exilio republicano español y campos de concentración franceses (Barcelona, UAB, 2011), en la que también recoge la polémica con su hijo Michel del Castillo, quien afirma que lo narrado por su madre en El incendio es en gran parte una ficción, incluida la negación de su abandono. En un enfrentamiento que recuerda a las relaciones, también malas, entre otro escritor y su madre, Patrick Modiano y Louisa Colpeyn, Isabel del Castillo negó las acusaciones afirmando que todo era un invento de su hijo, señalando incluso que el lanzamiento de su carrera literaria y la versión final de su novela Tanguy le debían mucho a ella. En todo caso, El incendio es una obra hoy, como su autora, casi olvidada, pero que no deja de recoger la realidad de la Ocupación y del exilio en Francia visto por un personaje cuya vida es una novela que parece reunir varias existencias y que reclama una quest.

Para finalizar este grupo de perseguidos, habría que mencionar, aunque sea de pasada, a dos escritores a los que la victoria alemana les alcanzó en Francia y que compartían idéntico interés por el teatro, aunque tuvieron destino diferente. El primero sería Cipriano Rivas Cherif (1891-1967), poeta, escritor, periodista, crítico literario y también director de teatro y dramaturgo, sí, pero sobre todo cuñado de Manuel Azaña. Apenas tuvo ocasión de vivir la Ocupación, pues fue de los primeros en ser detenido por la Gestapo y enviado a España, donde milagrosamente no fue fusilado. Fue el 10 de julio de 1940, en Pyla-sur-Mer, cerca de Burdeos, un poco después de que Manuel Azaña lograra escapar a Montauban, donde la muerte le liberó de los alemanes y de los policías españoles. Rivas Cherif, tras siete años de prisión en los peores penales de España, se exilió a México, de donde no regresó. No es de extrañar que apenas pudiera escribir acerca de su experiencia francesa.

Por último, estaría María Lejárraga (1874-1974), la mujer y escritora que vivió a la sombra firmante de su marido Gregorio Martínez Sierra durante decenios de éxito ignorado. Feminista y miembro del Partido Socialista, fue diputada durante la República. En 1939, cuando la República fue derrotada, estaba en Suiza –al igual que Rivas Cherif– trabajando en tareas semejantes a las desempeñadas por Victoria Kent en París en relación con los niños españoles. Se trasladó a Francia, donde sobrevivió a la Ocupación con muchas penalidades en Niza, convertida en rebosadero de los refugiados de toda Europa. Allí vio cómo las autoridades requisaban su casa y cómo se vio obligada a refugiarse en la de su asistenta, viviendo como «Madame Martínez». Para María Lejárraga, los de la Guerra Mundial fueron años de angustia, penurias y enfermedades agravados por su inclusión en la lista de reclamados por la policía española, en la que también figuraban Victoria Kent o Cipriano Rivas Cherif, por referirnos solo a los escritores. La llegada de la Liberación no mejoró mucho su situación, de manera que acabó marchándose a Argentina, donde moriría a los cien años de edad.

Lejárraga resume en su peripecia esos años tan difíciles para los exiliados, como esa anónima española que muere de consunción en la soledad del hotel de Niza en el que también vivía Françoise Frenkel, la refugiada judía de origen polaco, quien recoge el asunto en un magnífico libro de memorias, Rien où poser sa tête (Genève, Jeheber,1945), recientemente reeditado con prólogo de Patrick Modiano (Paris, Gallimard, 2015).

 

V

Dentro del conjunto de escritores pertenecientes al exilio republicano, se puede distinguir un grupo específico gracias su origen, a las características de sus obras y a sus relaciones personales. Se trata del formado por los escritores catalanes que ejercían como tal y cuya obra está realizada en su lengua materna. Un grupo que ha estudiado y conoce bien Eliseu Trenc y que estaría formado fundamentalmente por Sebastià Gasch, Ferrán Canyameres, Just Cabot y Rafael Tasis, todos ellos autores en catalán, residentes en París durante la Ocupación y con lazos de amistad estrechos. A ellos se puede añadir al poeta Carles Riba y a la novelista Mercé Rodoreda, aunque ninguno de ellos residió en la capital francesa esos años.

Quizás la relación más estrecha fue la que mantuvieron Ferrán Canyameres y Sebastià Gasch (1897-1980), cuya amistad destaca en un entorno de dificultades extremas que recoge este último en un libro de interés escrito en catalán, París, 1940 (Barcelona, 1956, Editorial Selecta), aunque lo relatado supere esta fecha, ya que Gasch permaneció en Francia hasta 1942. Sebastià Gasch, crítico de arte de quien Juan Manuel Bonet incorpora la biografía esencial en su Diccionario de las vanguardias en España 1907-1936, era un agitador cultural y defensor de lo nuevo en el panorama del arte y la literatura, tanto catalana como del resto de España. Hombre de múltiples intereses, desde la pintura a todos los espectáculos, del circo al music-hall, pasando por el cine o el teatro –a los que les dedicó alguna obra–, durante la Guerra Civil colaboró en tareas de propaganda de la Generalitat, por lo que en 1939 emprendió el camino de Le Perthus y el exilio.

La obra de Gasch, que lleva magníficas ilustraciones de otro exiliado en París, su amigo el artista Emilio Grau Sala, es un relato desigual de su vida en la capital francesa durante la Ocupación, que a pesar de centrarse en cuestiones personales, especialmente en la descripción de cafés, rastros, personajes y en sus relaciones con su amigo Ferrán Canyameres, quien aparece apenas disimulado con el nombre de Ferrán Madriguera, tiene pinceladas de análisis y de testimonio de la realidad muy acertadas, aunque no son ni muy críticas ni muy numerosas. Las penalidades cotidianas en forma de hambre y frío, sus paseos y actividades en compañía de Canyameres y los espectáculos públicos a los que asiste en París ocupan la mayor parte del texto. Publicado casi quince años después de los acontecimientos, a veces la Ocupación aparece como un telón de fondo algo impreciso, incluso un tanto difuminada entre las anécdotas, las descripciones de los espectáculos y los sucesos domésticos.

Sin embargo, no se crea que Gasch vivía al margen de lo que ocurría, pues en las páginas de París, 1940 hay una mirada a la realidad de la ciudad en esos años oscuros que no deja de tener interés; unas páginas que pueden incluirse entre las más reveladoras de las escritas por los exiliados en la capital de Francia. Para comenzar, el escritor y crítico catalán lleva a cabo una descripción de la entrada de los alemanes en París tan exacta como habitual. Luego, atento a los acontecimientos, se percata de cómo, a medida que pasaban los meses, la Ocupación de rostro amable de los primeros momentos dejaba paso a una realidad más dura y exigente. Aunque afirma que no quiere convertirse en historiador, no desdeña incluir en su obra dos decretos emitidos por el ocupante, ambos de 1941 y referidos a atentados cometidos contra las fuerzas alemanas. Gasch es de los pocos escritores que alude a la situación de los judíos y a la obligación de llevar la estrella amarilla en el pecho, algo que paradójicamente irritaba a los fascistas franceses cuando les veían pasear indiferentes, sin mostrar vergüenza alguna.

Gasch, que vivía cerca del Panteón, muestra su preferencia por el entorno del Barrio Latino y Saint-Germain-des-Prés, de Saint-Sulpice y Raspail, a cuyos comedores populares acudía diariamente, aunque a veces también iba a restaurantes como ese Dominique cerca de Montparnasse, al Chez Líon o el Café de Flore, del que hace una animadísima descripción y en el que ve a Picasso. Era una «vida descabellada, al compás de contrastes violentos», dominada por las pisadas de los alemanes, cuyo sonido reconoce, y en la que veía a personajes tan diferentes como Francis Carco o la ubicua y enigmática Ana de Pombo, con la que también, como hemos visto, se relacionaban Carles Soldevila o César González Ruano, al tiempo que a un largo grupo de compañeros de exilio. Entre todos ellos destacan los también escritores Rafael Tasis y sobre todo Ferrán Canyameres, con quien comparte su exilio y las andanzas en París. Una vida difícil en una ciudad y en un momento también difícil, como revela en las magníficas líneas de París, 1940, en las que describe su situación y la primavera de 1941 en unos términos que muchos otros podían compartir: «Primavera trista, ombrivola, d’illusions marcides i de desengany amorós. Primavera d’escassetat extrema, de caminades llargues per estalviar els trenta sous del metro…». Gasch, en una situación personal muy difícil debido a la falta de recursos, regresó a España en 1942. En Barcelona le esperaba una corta estancia en prisión antes de incorporarse a la revista Destino.