A pesar del poco tiempo que estuvo en París y aunque apenas vivió la Ocupación, por la huella que dejó en su obra su peripecia francesa entre 1939 y 1942 y por su importancia en la literatura del exilio, parece oportuno concluir este apartado al menos con una leve referencia a Max Aub (1903-1972). Este escritor, que resume en su persona la historia de Europa en el siglo xx –judío errante de padre alemán y madre francesa, luego republicano español y por fin residente en México– y que proclama que uno es de donde ha estudiado el bachillerato, en su caso Valencia, se exilia como tantos otros a Francia en enero de 1939 junto con André Malraux y el equipo de rodaje de Sierra de Teruel, película en la que colaboró y cuyo rodaje finalizó en París acabada la guerra. Para este asunto y dentro de la muy numerosa bibliografía dedicada al escritor y la época, se puede acudir a un trabajo muy útil de Dolores Fernández Martínez («Max Aub y Francia: sorda, ciega y muda», en Literatura y cultura del exilio español de 1939 en Francia, coord. por Alicia Alted Vigil, Manuel Aznar Soler, 1998), y para la llamada literatura concentracionaria del exilio español está el trabajo recopilatorio del hispanista Bernard Sicot «Literatura y campos franceses de internamiento. Corpus razonado (e inconcluso) – Littérature et camps d’internement français. Corpus raisonné (et inachevé)», publicado en Cahiers de civilisation espagnole contemporaine (CCEC), 3, 2008.
Detenido varias veces por las autoridades francesas e internado en el campo-estadio de Roland Garros, al llegar la Ocupación, Max Aub, al fin nacido en París, opta por quedarse en Francia en contra del consejo y del ofrecimiento del cónsul mexicano Gilberto Bosques, quien al menos consigue que se traslade a Marsella como agregado de prensa del consulado, en la llamada «zona no ocupada». De poco le sirve la protección del diplomático, pues al poco de llegar es denunciado por comunista, cosa que nunca fue –como dice– «por la impronta liberal», e internado en el campo de Vernet. Liberado, no tardará en ser detenido una vez más, en este caso en Niza, acabando –tras varias entradas y salidas de la cárcel– en el campo de trabajo de Djelfa, en el Sahára argelino, en 1941. A pesar de vivir en una situación de angustia y precariedad, su itinerario carcelario no le impide escribir los tres primeros volúmenes de El laberinto mágico –Campo cerrado, Campo abierto y Campo de sangre–, mostrando una voluntad literaria extraordinaria, que es también un manifiesto de supervivencia en unos momentos de dificultades históricas.
En mayo de 1942 consigue salir del campo argelino de Djelfa y dirigirse a Casablanca, desde donde por fin logra llegar a Veracruz, iniciando el largo exilio mexicano. Su peripecia en las cárceles y los campos la recogerá sobre todo en Campo francés, un libro singular escrito durante el viaje que le llevó de Marruecos a México en el paquebote portugués «Serpa Pinto», que adopta la forma de guión cinematográfico, con numerosas referencias a imágenes y secuencias, y con un ritmo vivísimo. En este singular tercer volumen de El laberinto mágico, publicado veinte años después de su escritura, Aub describe la vida de los republicanos españoles internados por los franceses en el parisino estadio de Roland Garros al comenzar la Guerra Mundial, luego trasladados al campo de Vernet ante la llegada de los alemanes, unos lugares en los que estuvo el propio Aub. La vida de los presos, sus anhelos y su destino, el temor a caer en manos de los alemanes y a su deportación a España, así como el desairado papel jugado por Francia, son los protagonistas de un relato que muestra el mundo de los refugiados republicanos antes de la Ocupación.
A Campo francés hay que añadir otros textos en los que la experiencia francesa de Aub está presente, como el poemario titulado Diario de Djelfa, dedicado a la dura estancia en el campo de trabajo argelino –«Por el campo, en carne viva / cuatro moros y un Sargento»–, el relato No son cuentos, la obra de teatro Morir por cerrar los ojos (México, Ediciones Tezontle, 1944), que está en el origen de Campo francés, y el inclasificable Manuscrito cuervo. Historia de Jacobo, la narración que recoge el diario del pájaro Jacobo, que escribe en la arena en un idioma desconocido sus impresiones acerca de la cárcel y el campo de Vernet. No acaban aquí las obras aubianas en las que el exilio francés está presente, pues –en el trabajo citado– Bernard Sicot incluye otros muchos relatos cortos que han sido recogidos por Manuel Aznar Soler en Enero sin nombre. Los relatos completos del Laberinto Mágico (Barcelona, Alba, 1994) y en sus obras completas editadas por la Generalitat Valenciana.
Entre los miembros del universo literario que se encontraban en París en 1940, los hay que destacan por su singularidad como el poeta surrealista y poumista, Manuel Viola (1916-1987), quien en realidad llegaría a la capital después de que lo hicieran los alemanes. Por entonces aun atendía por José y estaba a punto de convertirse definitivamente en pintor, mientras colaboraba en el París ocupado con los surrealistas del grupo de Georges Hugnet y la revista La Main à Plume. En ella, Viola publicaría algunos poemas que tradujo Laurence Iché, entonces casada con Robert Rius y luego su mujer y también poeta surrealista, así como algunos textos sobre pintura y un guion de cine, junto con varios dibujos que anunciaban su próxima actividad, todo firmado como «J.V. Manuel». Esta dedicación literaria y artística parece que no le impedía participar en negocios harto dudosos en el París ocupado con el escultor Honorio García Condoy y César González Ruano, a quien le inspirará en parte el personaje central de su Manuel de Montparnasse. Regresó a España muy pronto teniendo en cuenta sus muchas relaciones con el mundo parisino, aunque quizás fuera por eso.
El que parece que sí estaba en París en junio de 1940 era Luis E. de Aldecoa, en el que la E era de Esteban, uno de los que frecuentaba César González Ruano y que incluye en sus memorias de estos días, convertida en guía de escritores españoles en el París ocupado; una guía personal, y naturalmente incompleta, aunque su autor no discriminase por procedencias políticas. Luis E. de Aldecoa era un veterano periodista todoterreno del Heraldo de Madrid que brillaba especialmente en las entrevistas, como la del propio Ruano, compañero del periódico.
Muy relacionado con el mundo del teatro y del cine, Luis E. de Aldecoa fue actor ocasional en «Alma rifeña», la película muda de 1922 de José Buchs, donde coincidió con otro periodista e intérprete ocasional, Ezequiel Endériz, luego también ruanesco y de estancia parisina. Los dos periodistas eran viejos conocidos de González Ruano y, durante la Ocupación, fueron asiduos a sus tertulias vecinas de La Coupole, La Rotonde y Le Dôme, allí donde confluyen los bulevares Montparnasse y Raspail, que tantos españoles habían visto. Aunque estuvo encausado por masón –según consta en el archivo salmantino dedicado a la Guerra Civil–, no debió ser procesado, pues Aldecoa fue de los que regresó pronto, ya que en 1949 estaba en Madrid traduciendo obras de teatro inglesas y coordinando homenajes a escritores tan fuera de sospecha como Saínz de Robles. No consta que lo vivido en París durante la Ocupación –donde no debió de estar mucho tiempo, probablemente no más allá del crítico 1942, cuando la presencia alemana comenzó a mostrar su rostro más siniestro– dejase huella en este personaje de actividades tan diversas.
Otro personaje de este grupo sería el ya citado veterano escritor, periodista y bohemio Ezequiel Endériz (1889-1951), también navarro, masón, primero socialista y luego cercano a Unión Republicana pero también a los anarcosindicalistas, quien fue uno de los responsables del periódico republicano La Tierra. En 1939 siguió la senda del exilio desde Barcelona que, en su caso, lleva –pasando por Toulouse– a París, donde –¿cómo no?– coincide con el inevitable César González Ruano, quien, a pesar de anteriores diferencias, escribirá luego su necrológica, tan magnífica como otras tantas. A lo que se ve y relata González Ruano, Endériz pasó la Ocupación sin excesivos contratiempos, haciendo poemas de corte popular, pues no en vano era un excelente compositor de jotas, y frecuentando a otros españoles de la capital francesa. Al llegar la Liberación colaboró en los programas en español de Radio París hasta su muerte en 1951. Antes, en 1949, publicó un libro titulado Fiesta en España (Toulouse, Mare Nostrum), de bonita cubierta firmada por Argüello, en el que confirma la nostalgia de exiliado a la que alude González Ruano, expresada en el recorrido festivo, tan literario como cultural, que lleva a cabo por España. Sin embargo, y a pesar de su condición de periodista, apenas recogió su experiencia parisina durante los años negros en los que fue asiduo de los círculos de los exiliados españoles. Murió en Courbevoie, cerca de París, al poco tiempo. Para una aproximación a su figura es útil el trabajo de Jesús Arana Palacios «Más noticias sobre Ezequiel Endériz» (Príncipe de Viana, 199, 1993).
A ellos hay que añadir al extraordinario y conocido cartelista libertario Carles Fontseré (1916-2007), a quien hay que convocar como autor de unas tardías pero muy alabadas memorias, tituladas Un exiliado de tercera en París durante la segunda guerra mundial (Barcelona, Acantilado, 2004), en las que recoge su estancia en el París ocupado, en el que trabajó como ilustrador hasta 1948. En ellas, además de describir la vida de la ciudad, incluida la animada vida nocturna en la que brillaban los collabos, lanza una mirada escéptica hacia el papel de la Resistencia y la actitud de los franceses hacia el ocupante.