Lowry dejó huella en México, donde se habituó a beber mezcal, un potente aguardiente que le dijeron elaboraban los salvajes de las tierras de Oaxaca por primera vez en 1937. El escritor había dejado Cuernavaca y estaba a la busca de material de lo que acabaría siendo Bajo el volcán; asimismo, Jan Gabrial, su mujer, había volado hacia Los Ángeles por problemas migratorios y tal vez por problemas matrimoniales, de modo que Lowry tenía mucho que olvidar, y por lo tanto mucho que beber.
«Había estado en la cárcel, vuelto a salir y vuelto a entrar, acosado por los grupos de derecha por borracho y por vivir sin pasaporte. Usted no es escritor, le dijeron», recrea en un artículo Óscar Ci de León. «Hemos visto sus escritos y usted no es escritor. Usted es un espía, inglés, “y en México, a los espías, lo matamos”, y de aquí las noches espantosas, relató una tarde, ya lejos del país, a su amigo James Stern. “El día de navidad dejaron salir a todos los presos, menos a mí”».
Esa adicción a la bebida que iba mucho más que la tentación de un borracho común, un desorden vital sólo aparente, pues entre sus cartas y pensamientos literarios se esconde un ser de una inteligencia y sensibilidad superiores, la sensación de fracaso —sobre todo relacionada con que el lector no asimilara de manera completa la secreta simbología de su obra Bajo el volcán (1947)— y perplejidad ante el éxito, pues esta obra sería pronto objeto de culto, serían algunos de los apuntes que se podrían hacer de la personalidad de Lowry. Un hombre que buscó en la naturaleza, la natación y el golf el paraíso perdido que nunca tuvo en sus orígenes provincianos cerca de Liverpool.
Lowry quiso ser Kafka, quiso ser Melville, y en cierta manera consiguió ambas cosas extrayendo de sus dos iconos literarios lo necesario para que su talento echara a navegar. En una carta de 1940 hablaba de la siguiente aspiración con respecto a su obra magna: «Albergo la esperanza de que el libro pueda compararse favorablemente con libros como El proceso de Kafka; pero sé de sobra que los libros como El proceso raras veces son un éxito de ventas. De hecho, la primera condición para que se vendan bien es, al parecer, la persecución y la muerte del autor». Y aunque en efecto la veneración por su obra se amplió tras su muerte, en su momento obtuvo un gran reconocimiento, aun no asumiéndolo de buena gana, como se lee en el poema «Tras la publicación de Bajo el volcán»: «El éxito es como un terrible desastre».
Bajo el volcán ebrio y dantesco
En su propia definición de Bajo el volcán, que apareció en el prólogo a la edición francesa, escribía: «Puede ser considerada como una especie de sinfonía, como una ópera, o como una película de vaqueros. Yo quise hacer música hot, un poema, una canción, una tragedia, una comedia, una farsa, y así sucesivamente. Es superficial, profunda, distraída, pesada, según los gustos. Es una profecía, una advertencia política, un criptograma, una película cómica, un absurdo, una frase sobre el muro».
Desde luego, para un hombre que coqueteaba con darse muerte y parecía indiferente a la ajena, la elección de un país que vive y convive de manera tan estrecha
y celebratoria con todo lo mortuorio no puede ser casualidad
Todos sus libros responden a una intención similar. Por supuesto, sus Selected Poems (1962) están llenos de referencias al alcohol y a la soledad, como en Sin tiempo a pararse a pensar, que empieza: «La única esperanza es el próximo trago», y en otros muchos textos desoladores. Por su parte, los seis relatos reunidos con el título Señor, desde el cielo, tu morada (1968), evocan una antigua oración de los pescadores de la irlandesa isla de Man, donde solía Lowry veranear con su familia, mientras que Oscuro como la tumba en la que yace mi amigo (1968) presenta a un personaje que actúa de claro alter ego, Sigbjørn Wilderness, escritor fracasado que visita Oaxaca con su mujer y que está siempre bebido, como permanecía el mismo Lowry en esa localidad cuando se quedó solo después de que Gabrial, a la que conoció en Granada en 1933, se separara de él.
Esa época es la más turbulenta y creativa de Lowry, como recalca Carmen Virgili en la edición de la correspondencia del autor, El viaje que nunca termina (2000). Su costumbre de beber, adquirida en sus años universitarios de Cambridge, se vuelve alarmante, y sin embargo, en uno de los textos de su libro Vidas escritas, Javier Marías hablaba de la aparente alegría de vivir de Lowry, a pesar de sus borracheras, sus tendencias pirómanas, sus ingresos en psiquiátricos y las tentativas de asesinar a su mujer, así como de su macabro humor: «Cuando algo le horrorizaba divertía a todos haciendo el gesto de dispararse en la boca o ahorcarse con una soga».
Estas bromas eran, de hecho, una advertencia de lo que era capaz de hacer con su distraída impaciencia: «En una ocasión, casi de modo experimental, como si dijéramos sin premeditación, se cortó las venas de una muñeca, y otra vez, en Acapulco, se adentró nadando en el Pacífico hasta no poder regresar. Su muñeca fue curada y las olas no colaboraron». En México había engrandecido su absoluta indiferencia por la vida, pero este pasotismo ya residía en él desde sus años de estudiante en Cambridge, cuando en una ocasión un «homosexual joven lo amenazó con matarse si no le hacía caso. Lowry bajó a un pub y lo contó a otros compañeros, los cuales dijeron: “¡Que se muera el cabrón!” Fuera por Lowry o no, el joven se quitó la vida aquella noche en que el escritor se quedó en el pub».
Desde luego, para un hombre que coqueteaba con darse muerte y parecía indiferente a la ajena, la elección de un país que vive y convive de manera tan estrecha y celebratoria con todo lo mortuorio no puede ser casualidad, así como tampoco que Bajo el volcán suceda en un día muy concreto dentro del calendario de festividades mexicano, lo cual marca una clara intención alegórica.
Lowry alude a ello, en el prólogo a la edición francesa de la novela, para expresar sus complejos propósitos a la hora de escribir esta historia, que le ocupó desde los veintiséis hasta los treinta y cinco años: «El relato […] se abre el Día de Muertos, en noviembre de 1939, en un hotel llamado Casino de la Selva, “Selva” significa “bosque”, y quizá no sea inútil mencionar que el libro fue concebido al principio, de un modo un tanto pretencioso, sobre el sempiterno modelo de Almas muertas, de Gógol, y como la primera parte de una especie de Divina comedia ebria. El Purgatorio y el Paraíso debían seguir a continuación […] El tema del bosque sombrío, indicado aún otra vez en el capítulo 7 cuando el cónsul entra en una lúgubre cantina llamada El Bosque, se resuelve en el capítulo 12, aquel que relata la muerte de la heroína, donde el bosque se convierte en realidad y fatalidad».
Una cita como ésta señala un grado de gran perfeccionismo y autoexigencia estética, una autoexigencia a prueba de bomba con un libro que, por otro lado, era repetidamente rechazado. En Detrás del volcán, donde se recogen las cartas más importantes relacionadas con ese periodo frustrante para Lowry, en medio de una serie de voces que se daban cita para ilustrar tal periodo, hallábamos a Margerie dirigirse al agente literario Harold Matson, al cual, y mostrándose consciente de que toda gran obra de arte se abre paso con dificultad, aseguraba que «el Volcán es uno de esos libros: un referente tanto para el pasado como para el futuro». Y es que Matson opinaba que la novela necesitaba «una gran cantidad de trabajo para reducirla a un tamaño y una proporción dentro de los límites de su propio valor». Y todo, tanta lucha, tanta defensa, para nada, por así decirlo, pues, como recordaba Patricio Pron en el prólogo a esa edición, «Bajo el volcán fuera publicada por Cape poco después y sin gran cambios».