El primero de los criterios consiste en una selección de situaciones representativas de la realidad. Camus separa un buen número de hechos o manifestaciones sintomáticos, aunque no exclusivos, de la actualidad: las relaciones familiares, los vínculos de pareja (con un ejemplo infrecuente en nuestras letras recientes de homosexualidad, si bien no explícita), el deseo de progreso para los descendientes, las inquinas profesionales, el trabajo extenuante, la emigración clandestina o la precariedad de algunos seres marginales. Tales situaciones aparecen como una pura notación verista, sin comentarios añadidos que supongan una explícita valoración. El tratamiento se atiene a la neutralidad técnica de la narrativa neorrealista, que evita la valoración ideológica. Si bien no ocurre así en todas las piezas, porque en algunas se manifiesta con claridad una carga crítica o de denuncia. La historia del ministro censura tanto la falsedad del político como la explotación laboral. El periodista digno delata indirectamente la moral pública engañosa. Y en la historia del chatarrero no se oculta una crítica incisiva de los abusos policiales. El anterior criterio se conjunta con una aproximación cordial, humanista y solidaria al mundo. El documento de época manifiesta una cercanía del autor, un modo de empatía, a las limitaciones y padecimientos que se reflejan en los retratos humanos de sus cuentos.

La dispersión anecdótica señalada no es obstáculo para que Mario Camus ofrezca un orbe moral sólido y unitario. Un fuego oculto presenta un catálogo de pobres gentes (gentes pobres, además, en general), de fracasados, de derrotados por la vida. Si hubiera que señalar un leitmotiv del libro, sin duda habría que indicar la soledad: por él transita un censo apabullante de solitarios, muchos irredentos. La vivencia de la incomunicación anida en la madre después de la desagradable cena familiar. Incomunicado con sus colegas acomodaticios se siente el periodista galardonado en su quijotesco rechazo de un homenaje. Vacío queda ante el hijo el chatarrero torturado por la policía, al igual que el entrenador de baloncesto frente al suyo. Un sentimiento de orfandad aflige al proyeccionista de cine. El temor a la exclusión profesional funciona como hilo de unión de los dos enemistados actores que disputan por interpretar a Calderón.

Se trata de soledades intensas, punzantes, graves, y aun así no llegan a la magnitud de vivencia vital máxima, casi trágica, que funciona como núcleo temático de otros cuentos. La señora ingresada en el hospital se siente tan desvalida que busca relaciones compensatorias en otros enfermos. Caso extremo de desamparo doliente encarna la mujer que invita al anónimo taxista a subir a su casa. La tristeza lleva a la cuidadora de niños a buscar el abrazo salvador de uno de los chicos. Con trazos patéticos se muestra la situación del señor mayor que, al perder la compañía de su perra —«no concebía la vida sin ella»—, se siente «el más desgraciado de los seres». En fin, el deseo de recuperar la camaradería perdida impulsa a Manuel a su descabellada actividad grafitera. Estas situaciones se presentan con un grado de dramatismo, pero también hay lugar para una mirada más a ras de tierra, un punto escéptica o burlona: está en la duda de Manuel, al final de su loca aventura de artista urbano, sobre si habrá merecido la pena arriesgarse tanto.

La soledad se completa en más de un caso con el sentimiento de los personajes de ser perdedores, al que Camus traslada una creencia artística. Tiene al perdedor como el tipo literario por excelencia, al que avala la figuración clásica de don Quijote. Como le dice a Laura García Pérez, «La estética del perdedor es [la] más interesante». Sus cuentos asumen esta percepción. Las historias del chatarrero y del entrenador de baloncesto ilustran las ilusiones imposibles. Otras, el fracaso que desemboca en incomunicación. El retrato general de la condición humana en Un fuego oculto da cuenta, asimismo, de diversas enfermedades del alma: el egoísmo, la envidia, la hipocresía… El fresco global no resulta, sin embargo, de tintas negras excluyentes. El autor reserva un espacio, si bien pequeño, a rasgos positivos de nuestra especie: lo dice en la dignidad del periodista homenajeado o en la solidaridad caritativa del proyeccionista.

La aparente simplicidad de las historias (salvo la más insólita de Manuel y sus pasquines sentimentales) se corresponde con una forma también sencilla. Estamos ante una literatura de observación que se circunscribe a mostrar la realidad con el menor artificio posible. La naturalidad inspira el credo tanto temático como formal de Camus. Su ideario artístico consiste en un realismo estilizado. Su prosa se basa en un estilo conciso, sencillo, en suma, antirretórico. Y la forma de los cuentos busca, asimismo, recrear una historia de calado humano sin artificios narrativos ni complejidades estructurales. Pero tal historia no se ofrece en su desarrollo completo, sino nada más en un pasaje o situación significativos de la misma.

La estructura de los cuentos de Camus se inscribe en las formas de la modernidad narrativa del género instaurada en nuestras letras en el medio siglo de la pasada centuria. El cuento literario, todavía por aquellas fechas, era un género muy codificado que debía obedecer a un esquema rígido. Perduraba la estructura de planteamiento, nudo y desenlace. Al entender de sus cultivadores puristas, un buen cuento debía ser una historia breve y concentrada, con escasa exposición anecdótica, que se disparaba hacia un final revelador impensado. Sin la sorpresa que remataba el clímax, no había buen cuento. Los narradores de la generación del medio siglo, en particular Aldecoa, suprimieron el requisito del final inesperado y lo sustituyeron por un colofón en el que, por decirlo llanamente, no ocurría nada. El cuento, de este modo, pasa a ofrecer nada más un fragmento de vida o de historia. De este planteamiento es heredero Mario Camus, en cuyos relatos lo que importa es, como señala González Herrán, captar una tranche de vie, «un momento o una situación, en un proceso más largo, cuyo arranque o final podemos conocer o suponer».

Algo curioso rectifica, sin embargo, este planteamiento. Me refiero al «Epílogo» que concluye Un fuego oculto. En este broche, Camus responde a la carta inventada (imagino, aunque la presente como cierta) de un amigo que se ha interesado por saber si conoció o trató a los personajes de los «relatos cortos». Le responde afirmativamente y en una nueva misiva concreta la información. «Los datos son, por lo general, bastante exactos». Y le precisa, con humorada cervantina, que «las fuentes informantes han sido parientes cercanos, vecinos y personas que los tuvieron muy cerca…». A continuación, dedica varias páginas a detallar el futuro de los personajes en el orden en que aparecen en el libro. Los presenta a la manera de listado enciclopédico. Los trata, en consonancia con lo explicado, con gran familiaridad, como si fuesen personas reales de su entorno inmediato. Habla de ellos cual si se tratase de seres reales de la realidad madrileña de un cuarto de siglo antes. Por ello, ni siquiera menciona los cuentos en los aparecen.

Las noticias que especifican los porvenires respectivos de sus seres reales-imaginarios se enuncian con laconismo. Proceden de un punto de vista neutral, de tono puramente informativo. De la señora refugiada en un hospital dice:

Herminia murió unos meses después de contarme su vida. Su hijo la localizó y estuvo acompañada los últimos días.

 

El futuro del chatarrero torturado y de su hijo lo resume así:

Simón tiene treinta y dos años. Buen estudiante, se dedicó a la informática y es un gran experto en juegos informáticos y en actividades relacionadas con internet.

Jacinto siguió durante años en la trata de ganado. Su hijo le ayudó a comprar una pequeña cuadra de caballos y montó un picadero en las afuera de la capital. Así vive, dando clases de montar y dirigiendo la empresa.

 

No falta la pintoresca nota costumbrista en el resumen de las vidas del niño Candi, de sus padres y de la au pair:

Lucía está casada y tiene cuatro hijos. Hizo cursos de maquillaje y entró en la televisión.

A los padres de Candi les tocó la lotería y pusieron una tienda de electricidad en el barrio.

Candi estudió con brillantes la carrera de Farmacia. Terminada ésta, puso un establecimiento en un pueblo de Guadalajara llamado Córcoles. Allí vivió y trabajó. Pero no era conocido por el trabajo en su botica sino por una actividad que llevaba realizando durante años y le hizo ser bastante nombrado. El cultivo de toda clase de rosas en invernadero y las cruces entre una variedad y otra logrando sorprendentes resultados.

 

También se permite una pincelada humorista —una burla no cruenta— en el contraste entre la desesperación del grafitero Manuel y su apacible futuro:

Manuel se retiró de sus actividades nocturnas. Trabajaba el latón y construía modelos diversos de lámparas y adornos. Junto con un socio puso una tienda de regalos. Todo moderno, de diseño especial. Con el tiempo montaron una cadena de tiendas. Ahora, a los cincuenta y ocho años, Manuel y un amigo de treinta escasos salen de la capital los sábados, hacen acampada y se dedican a escalar. Está en forma y disfruta de estas excursiones.

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