POR JOSÉ BALZA
Que el poema se apropiara de la condición desnuda,
maciza, de la piedra.
Rafael Castillo Zapata, Estancias
1
El vasto río y, después, las grandes ciudades podían unirse, para mí, en la diferencia que va del silencio a los sonidos. Allá, la pauta era la sonoridad secreta o la inexistencia del ruido, acá el incesante fragor que apenas dejaba lugar a lo vacío. Ambas modalidades y sus mil variaciones fueron y siguen siendo, en mis diversas edades o en distintos sitios, la rítmica del mundo.
Tal vez esas diferencias o sus convergencias sean lo que me mantiene como un lector de poesía desde siempre. Silencio y expresión (la realidad toda) forman el cuerpo de las significaciones.
Desde la infancia, cada tiempo me trae a un poeta que se queda en mi pensamiento. Muchos de ellos, en los primeros años, no tuvieron nombre. Los identifiqué después, por sus frases. Hay otros que nunca lo tendrán.
En el delta de donde vengo nadie aceptaría que vive en islas. Estas son tan grandes y tan próximas unas a otras, que parecen estar formando la misma tierra. Pero ese delta es un incesante archipiélago que se extiende con miles de kilómetros enlazado por el Orinoco. Tampoco yo tuve ni tengo la convicción de haber nacido y vivido en una isla. Allá nos rodea el todo, un ilimitado universo. El agua es tierra transitoria.
Paradójicamente, en el mezzo del cammin, sentí en Ámsterdam que llegaba a una isla y, poco después, en Manhattan, que me acogía el continente. Logré concebir la condición de isla, primero en Margarita, de Venezuela, y luego vagamente en Tenerife. Aquí, las alturas del Teide pudieron asomar aquellos límites absorbentes (un magnetismo, en verdad) entre el cielo y el océano, pero quizá la intromisión del innecesario Breton lo impidió.
Tuve que esperar décadas para que, al observar el inenarrable cielo de La Palma, en Canarias, y el vertiginoso abismo volcánico que impulsa hacia el mar absoluto, desde esa altura, la mirada me condujera a sentir que estaba en una isla.
Desde hace dos años leer se ha convertido en el acto de hacerme isla traslaticia, aunque tal vez así haya sido siempre: un poema, un libro de poemas sumerge mi espíritu en su realidad para después cubrir todo con su energía o detectar a ésta mientras regresa hacia ese texto.
Lo distinto, desde hace dos años, es que lectura y existencia tienen como soporte material un hecho simple: ocurren en una isla, me retienen en ella y estas palabras son el reflejo de tal cualidad. (La felicidad es siempre coincidencia: Bergamín). Hablo de La Palma, en Canarias, y de dos de sus poetas.
2
«Como una alpispa. Eres como una alpispa»,
Les dicen a las niñas inquietas y perversas
Que nunca permanecen en un mismo lugar.
(Solo las niñas buenas se duermen en sus jaulas
Y como Dios manda. Le repite la abuela).
Esta imagen que relaciona a un pájaro con una niña; estos versos escritos recientemente no pertenecen, por supuesto, a León-Gontran Damas ni a Césaire ni a Senghor, poetas de costas e islas. Forman parte de un poema de Elsa López.
Amada Elsa López Rodríguez (1943), aunque nació en Guinea Ecuatorial, es La Palma; doctora en Filosofía (Universidad Complutense), novelista, articulista de prensa, docente (en Lausana y Madrid), ha publicado ensayos y biografías, y ha mantenido una intensa y determinante actividad cultural en Madrid y La Palma. Autora de más de veinte libros de poesía, ha recibido importantes premios literarios; ha sido incluida en antologías y traducida a varios idiomas.
Dice Carmen Luisa Ferris Ochoa en La isla del viento (2020):
A través de los años hemos ido conociendo cada vez más la multiplicidad de facetas de Elsa López. Este proceso de aproximación a su figura nos ha dado pistas para entender la coherencia que transmite su vasta actividad en campos tan variados como la filosofía, la investigación antropológica, la docencia, la escritura, la edición y la gestión cultural. […] Nos atrevemos a decir que el rasgo más importante que amalgama su trayectoria es la pasión por la palabra, la palabra poética que comunica, que descubre mundos, que nos une. Otro atributo común que chispea permanentemente es su amor y compromiso por la isla de La Palma, indispensable y constante punto de referencia en casi toda su obra. Palabras que vinculan geografías, formas de ser y de pensar por, desde y hacia La Palma.
Elsa, de bellos ojos, mantiene la elasticidad corporal que su mente replica.
En el 2006, Hiperión editó A mar abierto, donde se reúne su poesía desde 1973 hasta el 2003; una decena de títulos, elaborados estos con verso nítido y flexible, de pocas sílabas o buscando el aura de la prosa; verso cuya cadencia es siempre diversa, como de olas. Me gusta recorrer este volumen desobedeciendo a su cronología y a las agrupaciones (a veces temáticas como en La casa Cabrera o en Quince poemas de amor adolescente; en ocasiones con el acento en geografías, imaginarias o reales: La fajana oscura, Cementerio de elefantes), porque leer a Elsa López («haciendo garabatos sobre las eles tristes / que componen mi nombre») es girar por el mundo en la medida de sus giros. Como lo hago ahora, deteniéndome en unas pocas de sus páginas.
A los treinta años recoge lo escrito hasta entonces y publica El viento y las adelfas, contrapuntístico poema en dos partes, tal vez concebido fuera de La Palma, en que una niña en transformación evoca a la Isla de sus primeros años.
(cuando) siento que ya es otro tiempo…
yo vuelvo a La Palma.
Desde una «ciudad inhóspita» la mujer recorre esquinas, el vértice de la serranía, la sirena de un barco, un mundo imposible, que va adquiriendo concreción con sus detalles: el mar, la ermita, la casa propia, la abuela y sus hijos ausentes, los «vaqueros legendarios» violentos y temibles, el maestro, los viejos, los amigos, un niño: todo cuanto hace posible el retorno, real o imaginario.
Queda para el lector una rara mezcla de evocación y gozo del presente, como si el tiempo bifronte luchara consigo mismo.
Doce años más tarde, Elsa López publica su Inevitable océano, cuyo título subyugará a quien haya concluido de leerlo, porque aparte de ser una designación natural para el agua inmensa que rodea a la isla, puede ser también el fondo psíquico de ambiguas resonancias que sacude a sus poemas, al poema. Habremos leído para atravesar los sueños, un sueño.
Sueño con frecuencia
Para entender las cosas.
[…]
En esta larga noche de memorias
Repaso los caminos y las cosas inútiles…
Porque la imagen magnética que invoca y reúne la interioridad fragmentaria y lo exterior parece ser la de una niña muerta. Esa imagen, desde luego, está construida con palabras, pero éstas forman el cuerpo (mi vientre es otra isla) en que aquélla fue concebida, la proximidad y la ausencia del amado, los ámbitos —un barco, el carnaval, otros niños, los tazones de gofio y los dragos, «gentes sin rostro ni esperanza / a las que amo inexplicablemente»—: todo cuanto el cántico desmenuza, según lo despierta la cadencia del océano o del mismo convertido en «alambres del sueño», en muerte viva (Me he muerto y no lo saben), como hubiese querido María Luisa Bombal.