Esta obra me hace pensar siempre en Rafael Argullol. Quizá porque es al mismo tiempo un mirador y un escenario, dos de las metáforas espaciales recurrentes en sus escritos. O porque en ellos se convoca a otros poetas y escritores, como al mencionado Nietzsche, pero también a Leopardi en su particular naufragio, a Goethe o a Hölderlin, los autores que aprendí a leer guiada por la sabia batuta de sus libros. O incluso porque en ese escenario se entrecruzan Romanticismo y Neoclasicismo, atracción del abismo y melancolía; porque remite al héroe y al único, y, por encima de todo, al asunto fundamental en la modernidad: la escisión entre el hombre y la naturaleza, esto es, entre el hombre y el mundo. Es decir, porque nos conduce al corazón mismo del pensamiento argulloliano sobre la modernidad.
El uso recurrente de esas metáforas espaciales por parte de Argullol sugiere la posibilidad de plantearse sus escritos sobre arte como una arquitectura, sustentada sobre el pilar de la modernidad, a la que no ha dejado de interrogar una y otra vez. En realidad, se podría decir que hay dos grandes escenarios de la historia del arte occidental que acaparan especialmente su interés: el clásico-renacentista y el moderno. Desde mi punto de vista, Argullol es, sobre todo, uno de los más lúcidos intérpretes de éste último, en un arco que abarca desde su aurora en el diálogo entre el Romanticismo y su contrapunto, la razón ilustrada, hasta las vanguardias artísticas del siglo xx. La estética moderna se concibe en sus textos fundamentalmente en clave tragicómica, rozando una autodisolución determinada por un exceso de autoconciencia, esto es, por la ironía y la pérdida de vida y verdad del arte, en contraposición a la condición clásica. No es necesario insistir en que este fenómeno va acompañado de la experiencia de la pérdida de la plenitud del periodo clásico y así también de melancolía. A la objetividad, o a su ilusión, sucedería el imperio de la subjetividad que aúna la risa de lo cómico con el dolor y la grandiosidad de lo sublime, que acaban por confundirse, como se plantea por ejemplo en Sabiduría de la ilusión. Una de las cuestiones fundamentales que asoma en la sensibilidad moderna desde sus inicios, en plena dialéctica entre lo clásico y lo romántico, es esa escisión entre el hombre y la naturaleza a la que aludíamos antes. Sobre ella se extiende la sospecha de la incapacidad del lenguaje para salvar la distancia que separa al yo del mundo. El sujeto ha dejado de ser un ordenador de la realidad, y el lenguaje es impotente ante un mundo fragmentado. Planteado en estos términos, el arte se encuentra en la encrucijada entre la libertad interna que le proporciona el subjetivismo y el estigma de orfandad en el que reconoce la ausencia de toda legislación: de ahí en adelante la creatividad podrá darse con plena libertad, pero sin verdad.[1]
Dentro de esas coordenadas, se sitúan las salas del particular museo imaginario argulloliano que es, sobre todo, una pinacoteca, ya que de todas las artes visuales, la privilegiada es sin duda la pintura, aunque no deje de haber incursiones en la arquitectura, o en el problema más amplio de la ciudad contemporánea, la escultura y en el arte específico del siglo xx, el cine. «Pintura: El humilde reconocimiento del mundo», escribe en Breviario de la aurora.[2] En sus gustos pictóricos también hay una atracción tanto por la luz como por las sombras, un espíritu tan apolíneo como dionisíaco, hay una búsqueda incesante de placer que no olvida el dolor, hay melancolía y vitalidad, como si se siguiese la convicción nietzscheana de que el arte es la única fuerza capaz de hacer soportable la existencia; aunque tratándose de Argullol, habría que añadir esta otra línea de fuerza: la del erotismo, la del deseo.
Y es que en su educación estética, pintura y erotismo son inseparables, como se puede percibir en Una educación sensorial. Historia personal del desnudo femenino en la pintura: «Empezamos a contemplar eróticamente, y, al hacerlo, también empezamos a contemplar estéticamente, sin que sea posible, ni indispensable, averiguar cuál de estos mecanismos se da con prioridad. Lo cierto, no obstante, es que cuando estamos en condiciones de contemplar la desnudez, estamos asimismo en condiciones de contemplar, de pronto seducidos, el arte o el propio espectáculo de la naturaleza».[3] Ante estas palabras no puede extrañar que, junto al género del desnudo, sea el del paisaje el que haya ocupado un lugar de honor en el museo de Argullol.
Pero más que en los géneros, me gustaría detenerme en algunos de los pintores sobre los que más insiste, pues me atrevería a decir que uno de los mayores placeres que reporta la lectura de los textos de Argullol sobre el arte es su visión particular de los grandes nombres de la pintura occidental. A decir verdad, nunca ha dejado de admitir abiertamente la dosis de subjetividad que entraña todo análisis artístico: por eso en sus libros no es extraño toparse con la advertencia de que se trata siempre de eso, de visiones personales. Se detecta en ello una alergia implícita al rancio académico camuflado de científico objetivo, perfectamente coherente con sus duras y atinadas críticas a los derroteros burocráticos y mediocráticos que han tomado las universidades de nuestro siglo. Argullol siempre ha sido, por encima de todo, un espíritu libre, y en alguna ocasión se ha referido a la libertad, la gran aventura de la existencia, usando precisamente una metáfora cromática: «Aunque no sepamos lo que es la libertad sí podemos sentir sus efectos cuando percibimos la “infinitud cromática” (Paul Valéry) que brota cada día entre el blanco y el negro».[4]
Esa extremada libertad de juicio, se aplica, como decía antes, a la obra de un listado amplísimo de pintores, en el que descuellan aquellos en los que se perciben los síntomas más claros de la sensibilidad moderna; Friedrich, Goya, Piranesi, Böcklin, Masaccio, Botticelli, De Chirico, Balthus y Francis Bacon son algunos de sus portavoces. Su recorrido por el paisaje romántico en La atracción del abismo (Destino, 1983), ya había constituido el pendant pictórico a ese estudio sobre el espíritu trágico del Romanticismo contenido en El Héroe y el Único (Taurus, 1982). En perfecta sintonía, si en éste abordaba a los poetas, Hölderlin, Keats, Leopardi, en el otro se ocupaba de la representación artística de una determinada comprensión y aprehensión de la Naturaleza, la romántica, a través, cómo no, de Friedrich, Fuseli o Turner, pero también de Schinkel, Escher, Giorgione o De Chirico. Desde luego, asuntos como la escisión, la nostalgia o la seducción del abismo resultaban comunes a los dos ámbitos, el literario y el visual.
Todos estos artistas ejemplifican, así, las múltiples facetas de una modernidad poliédrica. Así, por ejemplo, Piranesi ilustra para Argullol la ausencia de centro que hunde sus raíces en el pasado, a través del ejercicio de una «arqueología trágica», pero que constituye al mismo tiempo una profecía visual que acaba por calificar nuestra existencia. A propósito de las Carceri, el escritor llega a acuñar el adjetivo «piranesiano» y reivindica su uso de una forma tan natural como el que hacemos de las categorías «kafkiano» o «dantesco». Lo define como la manifestación de las tendencias claustrofóbicas de la cultura moderna y el carácter arbitrario de nuestro espacio vital. Goya, por su parte, aparece retratado como el pionero de la tradición moderna que aúna lo trágico y lo grotesco. Es el artífice de una forma de ver en la que lo terrible, lejos de ser accidente, se convierte en esencia, «estableciendo que lo terrible es la norma, describe la naturaleza del mundo, es el mundo».[5] Las pinturas negras, su particular infierno, convierten los confines de la noche y de la muerte en el lenguaje mismo de la pintura. Francis Bacon recoge su testigo, pues no hace otra cosa que culminar esa tradición, como buen «pintor de la tragicomedia moderna». En él se pone de manifiesto que si las formas del mundo son imperfectas, lo que subyace a ellas es la pura arbitrariedad con toda su violencia, el carácter accidental y aleatorio de la existencia. Su pincel-bisturí despelleja y hace carne el cuerpo humano, buscando vísceras y huesos. El pintor actúa como cirujano (otra de las metáforas recurrentes en la prosa argulloliana) porque la representación del cuerpo es siempre la de su enfermedad. A esta operación sucede la del ojo técnico y distanciado del fotógrafo ante la carnalidad violentada. Y se podría ver así, en suma, como el contrapunto del Renacimiento que exalta la centralidad simbólica del cuerpo humano: «Frente al ojo centrípeto del Renacimiento, el ojo moderno está destinado a ser irremediablemente centrífugo».[6]
Desde este mirador panorámico, Argullol concibe las vanguardias artísticas del siglo xx como las herederas naturales de esa tradición moderna que arranca en el xix con la crisis de la tradición clásico-renacentista. De ellas, le han interesado pintores de tesituras muy distintas: delicados como Paul Klee, pero también potentes como Picasso, o enigmáticos como De Chirico y la metafísica italiana, y, sin duda, casi todo lo que se sitúa en la estela de los expresionismos, pues a estas alturas apenas es ya necesario señalar su debilidad por la cultura mitteleuropea. La trayectoria intelectual de Argullol siempre ha basculado entre el eje centroeuropeo y el mediterráneo, sin perder nunca de vista las enseñanzas de Oriente.