Al hilo de esos artistas, va trazando el retrato estremecedor del siglo xx: «este siglo innovador y desgraciado, como un caballo que corre, desbocado, por la historia, movido por nobles metas mientras pisotea cuanto encuentra a su paso. Su carrera ha dejado en el camino una densa polvareda en la que se hace difícil distinguir sueños y pesadillas».[7] De modo que el paisaje de Europa después de la segunda guerra mundial aparece descrito como «un sol sin fuerza y un segmento de estepa fosilizada», algo semejante a un Max Ernst en el que resonaran las escenas más ácidas de Otto Dix. Atento, como pocos, a las luces y sombras de esa primera mitad del xx, contrapone a los delirios totalitarios de un Albert Speer, tan eficaz en su tarea de arquitecto de Hitler como de ministro de armamento durante la guerra, la «música refinada, leve, cercana al silencio», de un Paul Klee. El exquisito Paul Klee, que acerca de ese lugar más elevado, donde todo es cristal, dejó escrito en sus diarios: «más arriba aún, ya no existe el miedo». En muchas ocasiones Argullol ha confesado la honda impresión que le produjo la lectura de las memorias del arquitecto nazi. Confrontar a estas dos figuras del arte del siglo pasado significa entender cómo se interponen «Frente a la grandilocuencia, el susurro; frente al convulso magma de formas, el trazo que escapa hacia la transparencia; frente a la marmórea pesadez que todo lo engulle, el cristalino manantial que brota en el intersticio de las cosas. Frente al absoluto, el matiz en el que habita la vida: por ello Paul Klee es el pintor antitotalitario por excelencia».[8] Resulta oportuno recordarlo actualmente, cuando ha cundido tanto la moda mezquina de «investigar», para denunciarlas, las supuestas complicidades de los artistas y arquitectos de las vanguardias con dictaduras de distinto signo. Hay que recordar, e incluso reivindicar, que muchos de estos artistas desempeñaron en su momento un digno papel de resistencia frente al poder avasallador de los totalitarismos.

Del indiscutido y sin embargo discutible Picasso le ha interesado a Argullol, fundamentalmente, esa disección del acto creativo presente en la edición que hizo Ambroise Vollard en 1931 del relato de Balzac La obra maestra desconocida. La ilustró Picasso con asuntos como el pintor y su modelo, el estudio del artista o misteriosas composiciones de puntos y líneas. Todos ellos constituirían la escenografía con la que tradicionalmente se ha expuesto la autoconciencia artística de la pintura occidental, y, así, Picasso estaría recogiendo un legado del arte occidental en el que horizonte del pintor es la pintura misma. Se trata, cómo no, de un capítulo más de la autoconciencia moderna. Las constelaciones presentes en los «dibujos puntillistas» se interpretan como el corazón mismo de la narración balzaquiana, la deriva hacia un non-finito esencial: «La fragmentación como sacrificio en la búsqueda de lo perfecto, el fragmento como única perfección rescatable».[9]

En una órbita de la modernidad diferente a la picassiana, giraría la metafísica de Giorgio de Chirico, un italiano no por casualidad impregnado de cultura centroeuropea, y, sobre todo, del pensamiento estético de Nietzsche y Schopenhauer. Al referirse a él, Argullol nos recuerda que el orden moderno se concibe usualmente como una imagen revolucionaria y abrasadora, esa que se incuba en Goya y alcanza su tono más violento en la hoguera expresionista para precipitarse finalmente en el pozo sin fondo de la abstracción. Y que, sin embargo, es necesario admitir otra línea, soterrada pero de primer orden, a la que no duda en calificar de espectral. A menudo, su escepticismo frente a la utopía vanguardista que confía en la posibilidad de una transformación ética del mundo a través del arte, ha llevado a que sea considerada una línea antimoderna, si no reaccionaria. Argullol la llama «un cauce frío», y en él reinaría la metafísica italiana.[10] Es ahí donde cabe encontrar a Giorgio de Chirico, que ocupa efectivamente una situación incómoda dentro del relato ortodoxo de la modernidad, debido sobre todo al declive de su obra tras el momento fulminante de la metafísica, de apenas unos cinco o seis años de duración, y porque choca con los presupuestos sobre los que se sostiene la corriente principal de las vanguardias. La materia prima de su pintura sería toda la historia de la civilización occidental, pero no en su herencia simbólica, sino como sucesión de objetos o fragmentos que emergen ante nosotros como aparecidos en un sueño. En las piazze metafísicas impera un mundo deshabitado y un tiempo suspendido, la exclusión del hombre y la detención del tiempo, un teatro del absurdo. Se reconoce en ellas un escenario del quattrocento, pero donde el elemento humano ha desaparecido para dejar lugar a la figura de la melancolía. «Todo lo que existe en el mundo debe ser pintado como un enigma» había escrito el pintor. La melancolía es otra de las figuras argullolianas y, seguramente, el hilo de Ariadna que le ha conducido de un Durero a los pintores italianos del siglo xx. Si Argullol se atreve a definir la voz «vanguardia» en su Breviario de la aurora como «la tradición ante el espejo» es muy probablemente porque está pensando en artistas en la línea de De Chirico (italiano nacido en Grecia), que muestran de manera brillante que la «auténtica vanguardia» estaba basada en un estudio muy profundo y al mismo tiempo muy subversivo de la propia tradición.

Dentro de los límites de esa modernidad espectral, se podría añadir la del arquitecto Gaudí. Antes decía que, aunque de modo más ocasional, la arquitectura y la ciudad también ocupan un lugar relevante en los ensayos de Argullol. En Gaudí espectral. Una narración (2015) el autor pone en práctica su célebre «escritura transversal» para trazar, yo diría, no tanto el retrato del arquitecto catalán, como de la ambivalente, incluso tormentosa, relación de la ciudad de Barcelona con él y su arquitectura. Cualquier barcelonés de cierta edad es capaz de recordar el menosprecio y la burla generalizados del que eran objeto las obras de Gaudí hace unas décadas; y por eso también habrá podido asistir, pasmado, a su reconocimiento unánime reciente, apoteosis turística mediante. Argullol va repasando el itinerario que ha llevado de lo uno a lo otro, partiendo de un recuerdo infantil, la imagen que todo niño barcelonés que se precie ha tenido alguna vez de la Sagrada Familia, la de un «conjunto de cuatro cucuruchos de piedra ennegrecida, parecido en todo a esos que hacíamos en la playa con la arena mojada que dejábamos deslizar desde nuestros puños cerrados, aunque de tamaño mucho mayor».[11] Siguiendo el hilo de la arquitectura de Gaudí, y de su propia memoria, recuerda cómo aprendió a detestarlo, como otros muchos, en la Escuela de Arquitectura, y debido a la fe generalizada en el racionalismo que se estilaba por entonces. Y, tras ello, dibuja la resurrección implacable de su legado, la puesta al día de sus edificios en torno al becerro de oro de la celebrada —y no tan celebrada—, Barcelona postolímpica, esto es, la Sagrada Familia. Y en uno de sus encuentros con el espectro de Gaudí, a través de un monólogo disfrazado de diálogo, confiesa que, tras haber aumentado mucho su información sobre la obra del arquitecto, «[…] estaba desconcertado. Me irritabas y me conmovías. A veces comprendía el escepticismo de mis conciudadanos con respecto a ti. A veces lo detestaba, como un pusilánime fruto de la mediocridad de un país que necesitaba ser mezquino con sus mejores talentos» (p. 34). Pero el arquitecto acaba siendo retratado como el artífice de una «oración hecha de piedra», de una «belleza aterradora», ¿o es más bien «contrahecha»?, y, haciendo uso de un tono que casi recuerda al del replicante de Blade Runner, Argullol escribe: «He visto tu obra, o mejor, tu quimera, como tú jamás la has visto: desde el aire, desde la Torre de Jesús, a ciento setenta metros de altura. Y tus torres son puñales lacerantes, cascotes sobre los que no podrían pasar los ángeles mismos, sin dañarse la piel y el alma».[12] La Sagrada Familia, desconcierto de la ciudad, y admiración del mundo, el lenguaje de la luz mediterránea, concluye.

Gaudí le sirve igualmente de pretexto para la consideración de su propia ciudad, Barcelona. Así, llega a identificar el espíritu contradictorio del arquitecto, entre la mística y la razón, con el de Barcelona, «amante frustrada de lo racional mientras secretamente coquetea con la locura», cosmopolita y provinciana al mismo tiempo. Argullol está convencido además del potencial artístico de las ciudades, de que en la ciudad, si uno se mueve con los ojos de la imaginación, pueden encontrarse de hecho todas las obras de arte creadas por el hombre; a modo de ejemplo, a menudo se ha referido a cuánto le recuerda a la escena de la Isla de los muertos, de Böcklin, el monumento a Verdaguer en Passeig de Sant Joan a la altura de Diagonal.

Como buen intérprete de la modernidad, la sensibilidad argulloliana no podría dejar de considerar la cuestión de las grandes urbes y la vida del espíritu. Al igual que Walter Benjamin o Georg Simmel, entre muchos otros, Argullol detecta en la ciudad uno de los fenómenos esenciales para la comprensión de la modernidad, porque sabe que en este nuevo escenario humano metrópolis ha sustituido a naturaleza. Y entiende que es el cine, más que la pintura, la fotografía o la propia proyección arquitectónica, el que mejor ha sabido cartografiar la ciudad contemporánea. En este sentido, Blade Runner ocupa un lugar relevante, por su capacidad para condensar los símbolos de la época actual y del porvenir. La asimila a un impulso prometeico y faústico, el que corresponde a «una humanidad libre gracias al deicidio, que le permite sentir compasión, complicidad, solidaridad con el dolor, pero todo ello a cambio de una completa incertidumbre».[13] El texto titulado «La ciudad Maelstrom» también acoge parte de su reflexión sobre la ciudad contemporánea. Ahí, a través de la oposición entre Nueva York y Atlanta, y, a su vez, de la «ciudad-jungla» y la «ciudad Maelstrom», acaba diagnosticando que el único urbanismo actual es un urbanismo de guerra, altamente esquizofrénico, entregado al enfrentamiento entre incertidumbre y seguridad, abierto contra cerrado, periferia contra centro, los unos contra los otros. Todo ello, ante los ojos de un espectador pasivo que habita una especie de cárcel piranesiana (ya hemos aludido a esta nueva categoría vital y estética), en la que los instrumentos de tortura se han visto sustituidos por boutiques de moda.