El saber enciclopédico, definido más por su «juiciosa curiosidad que por un apetito insaciable de maravillas» (Findlen, 1996) ha marcado las premisas conceptuales del desarrollo de los museos modernos, oponiéndose de forma significativa a una tradición europea de miradas y curiosidades. Es oportuno recordar que la misma palabra «museografía» fue codificada por Caspar Friedrich Neickel en su Museographia oder Anleitung zum rechten Begriff und nützlicher Anleitung der Museorum oder Raritäten-kammern (Leipzig, 1727) en un tiempo en el que el museo empezaba a moverse hacia su vocación educativa pública. No sorprende que en la Europa de finales del siglo xviii el recinto museístico empiece a abordar espacios propios y que sus colecciones se conviertan en un auténtico espectáculo cívico, públicamente observable y adecuado a una determinada ideología de la visualidad. En esta etapa histórica se definen también los regímenes narrativos del discurso científico, que acompaña el nacimiento de los museos especializados. El mismo concepto «paradigma» se crea en las discusiones sobre la noción de verdad científica, que será la base para la comprensión de un mundo históricamente determinado. Así, la noción de museografía se debe, principalmente, a la época ilustrada y su relevancia se acrecienta con la proliferación de tipologías de museos en el siglo xix, periodo en el que, separando los saberes —y con ellos las clases de objetos—, se definen las funciones y las responsabilidades de lo que poco más tarde será la museología contemporánea.

Cuando la formación de las colecciones se cruza con la mirada de los curiosos de la esfera pública, el museo se convierte en un espacio propicio para el nacimiento de la sociedad del espectáculo. Precisamente, una de las tesis desarrolladas en torno al museo contemporáneo enmarca el fenómeno de la proliferación de instituciones museísticas dentro de las exigencias dadas por la sociedad de consumo, que ve en el mismo aumento de las actividades culturales una posibilidad de crecimiento cultural, social y económico. En esta fase histórica, donde la creciente búsqueda de experiencias únicas, raras y originales es esencial, los museos desarrollan capacidades extraordinarias para cumplir las expectativas de su público. Desde esta perspectiva, parece sintomático que algunos museos nazcan con la voluntad de definirse a través de los valores del pasado, pero que, sin embargo, quieran avanzar hacia un futuro más comprometido con aspectos de tipo social, cultural, político y ambiental.

 

UNA WUNDERKAMMER AL AIRE LIBRE

El conocido catálogo de Alberto V de Baviera compilado por Samuel Quiccheberg, Inscriptiones Vel Titvli Theatri Amplissimi… (Múnich, 1565), representa una actitud particular hacia la clasificación metódica y la separación de objetos por clases (artificialia, naturalia, mirabilia, etcétera), pues los considera interesantes tanto por su extraordinaria belleza como, significativamente, por lo que enseñaban. Siguiendo el modelo de un teatro cinquecentesco, Quiccheberg imagina la futura Wunderkammer de Múnich como un complejo de laboratorios artesanales, salas y almacenes destinados a la colección, exhibición, investigación y enseñanza de las artes, las ciencias e incluso de las técnicas necesarias para el estudio del mundo natural. Esta primera gestación ideal de lo que podríamos considerar un «complejo museológico» define un lugar enciclopédico con características de tipo operativo, cuyas responsabilidades no se detienen en la clasificación del saber humano, sino que contemplan la posibilidad de producir conocimiento y provocar interés en su público. El carácter «práctico» que domina la narración de Quiccheberg sugiere una forma de incorporar y colocar estratégicamente los objetos en la composición espacial del museo-teatro, superando la simple noción taxonómica y demostrando que los objetos pueden contar historias, así como mejorar el valor de significación y la legibilidad de una colección.

El saber enciclopédico asociado a las praxis curatoriales, la inventiva artística, la investigación científica y la educación comparte la tesis que considera todo «renacimiento» como una posibilidad de innovación en otros territorios culturales fuera de la región mediterránea. Desde esta perspectiva, el compendio de Quiccheberg ofrece algunos elementos de reflexión para los museos contemporáneos y una crítica implícita a la organización cultural y epistemológica de sus tareas, alegando que el valor fundamental de una colección se encuentra en sus valores pedagógicos y en la investigación científica. No sorprende que las Wunderkammern vuelvan a estar en auge en la conciencia contemporánea, heredera de la doble actitud renacentista de generar conocimiento científico a través de la exhibición de lo extraño y maravilloso o, en otras palabras, de crear las premisas del espectáculo en torno al conocimiento. En 2011, el Smithsonian American Art Museum de Washington, uno de los complejos museísticos más grandes del mundo, conocido por la racionalidad de su labor, un despliegue de paradigmas científicos y taxonomías ideales, conformó la exposición «The Great American Hall of Wonders», una tentativa curatorial de reconsiderar el patrimonio cultural del museo por medio de lo maravilloso. Sólo dos años después, el Getty Research Institute de Los Ángeles publicaba una nueva edición del compendio de Quiccheberg (2013). En su introducción, Mark A. Meadow se detiene en la importancia del texto renacentista para los museos contemporáneos, no sólo para volver a ubicar lo maravilloso como categoría de interés curatorial, sino también para usarlo como acción educativa y social. El compendio de Quiccheberg fue, pues, un ambicioso intento de crear un juicio crítico. Exponer y sistematizar objetos maravillosos ofrecía a los intelectuales de la época la posibilidad de acceder al saber y de cooperar en la creación de los fundamentos racionales de la modernidad mediante la investigación y la transmisión de conocimiento. Estas mismas premisas conceptuales están en la base de muchas propuestas curatoriales, todas citadas por Mark A. Meadow en la introducción de la nueva edición de las Inscripciones. Sin embargo, son muy pocos los complejos museológicos que, junto con la preservación y conservación de «maravillas» artísticas y naturales, plantean la voluntad consciente y reiterada de generar conocimiento por medio de la investigación, la educación y la inclusión social.

Esta fusión entre arte, naturaleza y vida ha sido favorecida de manera sistemática por la labor institucional, organizada y reflexiva que desde el 2002 ha implicado a curadores, arquitectos, artistas, paisajistas, biólogos e investigadores en la construcción del Instituto Inhotim. Inicialmente financiado con recursos económicos privados, en 2006 Inhotim se trasforma en una fundación destinada a la conservación, exposición y producción de obras de arte contemporáneo, así como a promover acciones educativas y sociales en torno a su jardín botánico. Al coexistir los enfoques culturales y estéticos, y éstos con un nuevo formato de jardín botánico, Inhotim se imbuye de un lenguaje contemporáneo que, aunque se inserta en el contexto histórico, cultural y paisajístico de Belo Horizonte, lo convierte en el símbolo de una nueva etapa museológica. Su filosofía no es ajena a ese interés enciclopédico y, por tanto, no se halla enmarcada de forma exclusiva en la experiencia estética del arte, sino que tiene una orientación ecológica y medioambiental que se articula con las expectativas de una sociedad que busca vivir experiencias hedonísticas y espectaculares, pero que también valora el conocimiento artístico y científico. Museo y parque a la vez, la colección del Inhotim cuenta con obras creadas por artistas brasileños e internacionales. Las conocidas obras Invenção da cor, Penetrável Magic Square # 5. De Luxe (1977), de Hélio Oiticica; Desvio para o Vermelho (1967-1984), de Cildo Meireles; Once upon a time (2002), de Steve McQueen; Lézart (1989), de Tunga, y Nave Deusa (1998), de Ernesto Neto, por citar apenas algunas, son parte de esta colección. La denominación «arte contemporáneo», en este contexto, se refiere a la producción artística post-1960, lo que nos hace percibir un perfil conceptual que el espacio ha ido adquiriendo hasta nuestros días.

El camino hacia las obras permite al visitante el contacto con experiencias diferenciadas del reino vegetal, acercándolo a diversas especies de orquídeas, plantas medicinales, aromáticas y acuáticas de exótica belleza, así como a palmeras y una diversidad espectacular de aráceas, como la excéntrica flor cadáver (amorphophallus titanum). Recorriendo los senderos que atraviesan los jardines, podemos saciar nuestro apetito de maravillas y gozar de las obras en condiciones únicas, ya que la creación del hombre (artificialia) y la de la naturaleza (naturalia) se experimentan como una Wunderkammer al aire libre que reúne las posibilidades ideales para el conocimiento, la investigación y la acción pedagógica.

 

EL PAISAJE COMO MUSEO VIVO

Una de las paradojas más extrañas de la experiencia estética contemporánea radica en que, en un momento en el cual los avances científicos han devenido para el público una posibilidad real de alcanzar un conocimiento profundo de nuestro entorno natural, la naturaleza sigue entendiéndose como paisaje. Esta tendencia —el interés del paisaje en tanto que arte— se manifiesta aún hoy como un problema de la arquitectura de jardines o como experiencia artística que anticipa las aporías del denominado Land Art. Sin embargo, el paisajismo contemporáneo no es más que el punto de llegada de un fenómeno cuya historia se remonta a la edad clásica y que teje una relación estrecha entre pintura paisajista y el paisaje de los parques. Como es fácil imaginar, al considerar el paisaje un arte, naturalmente el paisaje puede devenir una extensión del propio museo. Emblemático es el caso del naturalista francés Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, que contribuyó a convertir los jardines reales de París en parte de los complejos arquitectónicos, monumentales y naturales del actual Museo de Historia Natural de París, ampliándolo de manera considerable con la inclusión de numerosas plantas y árboles procedentes de todo el mundo. El proyecto inicial del Museo del Prado de Madrid, pensado por el arquitecto Juan de Villanueva para alojar el Gabinete de Ciencias Naturales, se unía al Real Jardín Botánico, accesible a los eruditos y diletantes. La praxis de la curiosidad eclética del Renacimiento se intercala así con el valor de la memoria como conocimiento descriptivo y analítico, pero también como momento de recreo y descanso al aire libre. Estos ejemplos son paradigmáticos para entender la doble relación entre el paisaje y el museo: por un lado, subyace regulada por los paradigmas de la escritura de la ciencia, lo que determina una relación dialéctica entre museo, naturaleza e investigación (como sería, asimismo, el caso del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, heredero del primer museo carolino fundado en 1771 y centro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas); por otro, se convierte en un elemento ornamental, pura estética de la belleza que acompaña la arquitectura del museo (emblemáticos, a este respecto, son los jardines del Museo de Arte Adachi en Yasugi, parte integrante de la exhibición permanente, junto con su colección de pinturas contemporáneas japonesas).

Nuestra contemporaneidad admite otro posible uso del paisaje en el museo. En su Theatrum Botanicum, título de clara ascendencia renacentista, Lothar Baumgarten concibió el jardín de la nueva sede de la Fondation Cartier pour l’Art Contemporain en París como una escultura, una pura forma geométrica que acompaña al museo. Abierto en 1992, se distingue como hortus conclusus de la ciudad que lo rodea, sin omitir la importancia de establecer un diálogo crítico con el edificio construido por Jean Nouvel a través de un lenguaje geométrico —cuadrado, rectángulo, triángulo, elipse— y racional. El jardín de Baumgarten introduce un aspecto significativo y, sin embargo, aún muy poco considerado por la museología contemporánea: la posibilidad de trasformar la arquitectura del museo en un espacio vivo. El jardín se ideó para ofrecer al visitante la visión de la naturaleza, tanto salvaje como calculada, en su intrínseca temporalidad, con sus estaciones y ciclos de vida. La palabra «salvaje» tiene aquí una connotación que va más allá de la descripción de algo natural. Sugiere una comprensión del jardín como un lugar donde la naturaleza continúa su existencia indómita, aunque claramente bien organizada y guiada.

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