Las líneas anteriores describen sólo una parte de las complicadas relaciones entre la democracia y la verdad, aquellas relacionadas con el esqueleto institucional. Un examen más realista debería atender, asimismo, a las condiciones materiales en las que operan las instituciones, en particular, a la base informativa de las decisiones, y eso, en nuestros días, remite inmediatamente a las redes sociales, capaces de inundar de informaciones falsas el ecosistema político y también, aunque en menor escala, de corregir y tasar los juicios políticos. Pocas dudas caben de que, hasta el momento, la victoria parece caer del lado malo. Las posibilidades para la mentira se han multiplicado hasta límites inimaginables hace apenas diez años. No sólo se trata de la posverdad, de la mentira generalizada, de la información falsa destinada a distorsionar los juicios de los ciudadanos, sino de las mentiras a la carta, ajustadas a las ensoñaciones y autoengaños de cada votante. En las últimas elecciones presidenciales en Estados Unidos, Trump podía disponer de cinco mil puntos de datos de cada potencial votante y ofrecer variantes personalizadas de mensajes genéricos: cada cual oye lo que quiere oír. Un cheque a medida para hacer lo que desee sin ni siquiera parecer que se miente, antes al contrario, fingiendo un compromiso personal con cada votante, que es un compromiso con nadie. De otro lado, claro, está el fact-checking, la verificación sistemática de los datos, que aspira a comprobar la verdad de los mensajes políticos y periodísticos. Hasta ahora, algo así como aspirar a derribar elefantes con tirachinas.

 

LA POLÍTICA DE LAS MENTIRAS
Visto lo visto, pareciera que estamos abocados a un desazonador dilema entre ignorar —cuando no agravar— los problemas y mantener la decoración democrática o hacerles frente y olvidarnos de cualquier atisbo de democracia y, probablemente, hasta de libertad. En realidad, si las cosas son de ese modo, ni hay tal dilema. La segunda opción parece la única razonable, al menos mientras la política tenga que ver con solucionar los retos de la vida compartida. No han faltado santos y sabios, como Bertrand Russell, comprometidos con el bien y la verdad, que, enfrentados a los problemas serios, planetarios, coquetearon con propuestas autoritario-tecnocráticas. «No podemos ignorar las realidades ingratas y, como los ciudadanos no aman la verdad, no queda otra que prescindir de sus opiniones», nos vendrían a decir. Lo terrible, para ser justos, es que no existe ninguna garantía de que las cosas vayan mucho mejor con el otro cuerno del dilema, de que la senda de los sabios, los reyes filósofos entregados a la verdad, desprovista por definición de la posibilidad de controles efectivos, fiables, no desate otras patologías. Y ésa, con todo, sería la opción menos mala. En cualquier caso, lo que parece seguro es que la democracia, para lo importante, quedaría en entredicho. En corto: la verdad acaso sea revolucionaria, pero, desde luego, no ayuda a ganar las elecciones. De tomarse eso en serio se nutre el populismo.

El populismo no ignora que las patologías inventariadas forman parte de los peajes obligados de la actividad política. No lo ignora nadie que ande en política. Lo que distingue al populismo es la manera de abordarlas, la disposición. Y es que, ante esos problemas, como ante muchas decisiones importantes en la vida, en la de cada cual (mentir piadosamente al amigo en desamor) o en la de todos (volar un avión comercial secuestrado, dirigido contra una gran ciudad), esas que nos emplazan ante difíciles dilemas, caben dos comportamientos, dos líneas de actuación: reconocer el mal menor, lamentar y asumir el coste en basurilla del alma e intentar minimizar el desorden moral; o entregarse sin escrúpulos ni dudas a las malas artes, disimular las tensiones y convertir las trapacerías en principios. Escoger entre el mal como excepción y el mal como norma.

El populismo opta por el segundo camino, por convertir los procedimientos turbios y las mentiras en pautas de actuación. Incluso levanta doctrina de hozar en las miserias humanas para convertirlas en combustible político: no hay que combatir la miopía de los votantes, sino alimentar sus fantasías con soluciones irreales; debemos escamotear los retos e incompatibilidades y omitir las propuestas impopulares para entregarnos a «lo que la gente quiera», el «pedir por esa boquita»; no cabe tasar las reclamaciones de los votantes, mas darlas por santas y buenas, jalearlas sin que importe su decencia o fundamento. Se promete ir donde quiera «la gente» y, si hoy pide A, pues A, y, si mañana B, pues B. Como Vicente. Tanto da Juana como su hermana. Los desafíos más tremendos tienen soluciones baratas, casi siempre en forma de conjuros. Ante los problemas complejos, soluciones simples, retóricas; entre ellas, la más simple de todas: inventariar enemigos (emigrantes, casta, corruptos) que nos dejan, autocomplacidos, al lado santo de la barricada. Las listas de culpables sustituyen a las propuestas precisas. Todo, eso sí, envuelto en palabrería solemne, sobre todo en el populismo de izquierdas, ese oxímoron. El significante vacío será la doctrina que, en su caso, sancionará la operación, su fundamento: la relación entre el político y el ciudadano como un contrato sin especificar. Palabras que no designan nada reconocible, que significan lo que convenga en cada caso y que, por consiguiente, otorgarán un cheque en blanco al líder que a nada se compromete, pero que, con sus singulares talentos, está en condiciones de interpretar los deseos del pueblo.

 

LAS MENTIRAS NACIONALISTAS
El nacionalismo, una variante —o un pariente próximo— del populismo, es, acaso, la expresión más consumada del uso político de la mentira. El nacionalismo, entiéndase, de base étnico-identitaria, que surge por oposición —y, por eso mismo, es pensamiento reaccionario en sentido estricto— al ideal de nación política que cuajó en las revoluciones democráticas de inspiración ilustrada, señaladamente, en la Revolución francesa: la nación como un conjunto de ciudadanos libres e iguales comprometidos en la defensa de sus derechos y libertades. Frente a esa idea de nación, republicana, el nacionalismo étnico defiende comunidades políticas sostenidas en esencias/espíritus del pueblo (Volksgeist) impermeables a las mudanzas del tiempo. El ajuste a la identidad étnica/cultural, sedimento de tradición e historia, fundamento de la vida compartida, calibraría leyes y ciudadanos. Las leyes se tasan por su capacidad para «materializar» tales esencias, no por su compatibilidad con principios de racionalidad y justicia, y la calidad de ciudadano, pues, también: quien no se integra o se resiste a encajar en la horma de la identidad será acusado de antipatriota o traidor. O de ser un ciudadano de peor calidad, porque, como la identidad admite grados, los hay buenos, regulares y malos. Más exactamente: puros, esforzados, depurables y sin remedio.

Ese sustrato ideológico, que conduce por vía directa desde algunas variantes del romanticismo y, sobre todo, de la escuela histórica del derecho, explícitamente antiilustrada e irracionalista, hasta el nazismo, arranca con una mentira inaugural: existe un momento histórico privilegiado, una edad de oro, que dibujaría de una vez para siempre la identidad de la nación. Un pasado imaginario, cebado por historiadores complacientes (verdaderos nation builders), se convertirá en un ideal regulativo, en el parque temático —o jaula de hierro— de una identidad que requiere permanentes tareas de mantenimiento. La tiranía del origen, en expresión de George Steiner.

El nacionalismo se sostiene en un absurdo basado en una mentira. Invoca una identidad que, a la vez, niega en tanto se constituye en movimiento político, esto es, que quiere intervenir en el estado del mundo: la identidad es lo que se es; la política es cambiar lo que es. Su sinsentido nos lo recordó Borges: «No hay que preocuparse de buscar lo nacional. Lo que estamos haciendo nosotros ahora será lo nacional más adelante». Así, se podría decir que el nacionalismo asume su condición falsaria al establecer sus objetivos. Se autodefine a partir de una mentira que, por descaro, inconsciencia o impudicia, no duda en proclamar: invoca la identidad (lo que es es) como justificación de un proyecto político (lo que se quiere ser y, por tanto, no se es) sin otro argumento que recuperar lo que se fue (y por tanto no se es).

Una vez levantado el artificio fundante, el mito original, que es también estación de destino, los nacionalistas (un conjunto de personas) sostendrán que otro conjunto más numeroso participa de los atributos del artificio y que, por tanto, por disponer de una identidad colectiva que va de la mano de una concepción del mundo, ese otro conjunto constituye una nación cultural que fundamenta una nación política, una legítima unidad de soberanía. Unos dicen que otros, muchos más, son diferentes y que, por ello, pueden estos últimos decidir aparte.

La diferencia se acostumbra a asociar a la lengua, quintaesencia de la identidad colectiva. Ésta destilaría una particular «concepción del mundo» que, de facto, se traduciría en una comunidad de experiencias. Esto es, vincularía de un modo esencial a un catalán de 2018 con otro catalán de 1714. La lengua es el clavo ardiendo que permite establecer una continuidad de identidad, de biografía compartida, que, por ejemplo, no tendría ese mismo catalán con su amigo madrileño de Facebook. Con el primero se podría entender de una manera especial, inaccesible al segundo. Y, a partir de ahí, el resto.

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