La mentira era algo más que una técnica de día a día para sobrevivir en las escaramuzas políticas. Era compañera inexorable del proceder nacionalista. Compañera necesaria, incluso. El nacionalismo necesita del agravio. Y, si no hay ofensa, la busca. Vive de ella. La documentación muestra cómo de manera sistemática se facturaban leyes que se sabían incompatibles con la Constitución, sin otra intención que la de conseguir el rechazo del Tribunal Constitucional, o cómo, después de afirmar que nadie los informó de la posibilidad de un atentado yihadista como el que finalmente se produjo en las Ramblas, intentaron deshacerse de la documentación que mostraba que sí habían sido informados, con el único propósito de cebar el enconamiento. Lo que presentaban como derrotas o tragedias lo vivían como victorias políticas. Se buscaba la confrontación para denunciar luego la «intransigencia del Estado». El nacionalismo se sostiene en un victimismo que él mismo propicia. Se presenta como víctima de los problemas que crea. No es el síntoma de problemas reales, sino su causa. No es el producto, sino el origen. Mejor dicho, es un problema que se presenta como solución a los problemas que cultiva. Los agravios se buscan para poder sentirse agraviado. Tanto da que los agravios sean reales como que no lo sean. Si no existen, se encuentran. El nacionalismo necesita del agravio y por eso cultiva las mentiras. Una estrategia difícil de batir cuando el desmentido del agravio se considera también un agravio. Así pues, se puede decir que el vínculo entre el nacionalismo y la mentira se torna en conceptual. El nacionalismo está instalado en el conflicto. Es conflicto. En esas circunstancias, carece de todo sentido la idea misma de satisfacer sus reclamaciones, de «solucionar el problema territorial». No hay solución en esos términos porque no cabe contentar a quien no quiere ser contentado. Hagamos lo que hagamos lo describirá como una ofensa. Siempre se encontrarán agravios mientras cualquier problema cotidiano, grande o pequeño, se pueda escribir como ultraje. Como ante el matón pendenciero, cualquier palabra resulta una ofensa. La palabra y, asimismo, el silencio. O, si se prefiere, como las parejas que nos reclaman una y otra vez un «te quiero»: si no se lo decimos, confirman nuestro desamor; si se lo decimos, nos reprochan que lo hacemos porque se lo pedimos. No hay manera. Además, la mentira se abrocha con otra mayor, con una declaración de irresponsabilidad en la defensa de sus posiciones, esa que asoma en la extendida afirmación «Yo no era independentista, pero España me ha llevado al independentismo». El nacionalismo es simple reacción ante el agravio, él mismo un producto inexorable de España, «fábrica de independentistas». Reparen: denuncio que soy víctima y, por víctima, dado que soy un producto de otros, una simple consecuencia del mal ajeno, no soy responsable de mis puntos de vista, estoy eximido de defenderlos.

Las mencionadas son sólo una parte de las mentiras del nacionalismo. Hay muchas más. Y mucho más extravagantes. Describir la trama institucional de las mentiras nacionalistas exige las dimensiones del tratado. Aquí ni siquiera cabe un esbozo de su bien diseñada urdimbre: medios, sistema educativo y cultural, museos, información meteorológica, deportes, etcétera. Una engrasada maquinaría de intoxicación en permanente funcionamiento que ha naturalizado las mayores majaderías. Se ha sostenido que el Quijote se escribió en catalán, que Erasmo de Róterdam, Colón, Teresa de Jesús, Pizarro y Lutero eran catalanes. Tales delirios han sido acogidos, alentados y retribuidos por las instituciones públicas. Y no resulta sorprendente. Servían al propósito nacionalista: somos mejores y, si el mundo lo ignora, es porque nos odian. Mercancía como ésa circuló sin problemas por las venas de la sociedad catalana. Que era chatarra lo sabían bien muchos de los que la facturaron, los menos trastornados, y los que la financiaban. Como también sabían que nadie lo recordaría. No, desde luego, quienes tienen por oficio el amor a la verdad. En estos asuntos los académicos hacía ya mucho tiempo que habían hecho dejación de sus responsabilidades.[10] Las toxinas podían circular tranquilamente por las venas sociales. Las redes sociales y las tecnologías digitales proporcionaban un ecosistema muy propicio para su crecimiento y, como hemos visto, nuestras instituciones no parecen muy bien dotadas de defensas. La peor combinación: mensajes narcisistas para una ciudadanía autocomplacida con mensajes que alientan el cultivo de sus peores instintos, unos proyectos políticos que viven de esos mensajes y unas instituciones incapacitadas para contener las locuras colectivas. Entonces es cuando las cosas se ponen serias, cuando la política de las mentiras se encuentra con la mentira de la política. Cuando de la necesidad se hace virtud.

 

[1] Mariano Guindal, El declive de los dioses, Barcelona, Planeta, 2011, pp. 459 y 460.

[2] Entre la abundante literatura destaca Christopher H. Achen y Larry M. Bartels, Democracy for Realists. Why Elections Do not Produce Responsive Government, Princeton, Princeton University Press, 2016.

[3] Joseph A. Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democracy, Londres, Routledge, 2006 (1.ª ed.: 1942), p. 262.

[4] James Madison, «The Federalist num. 10», en Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, The Federalist with Letters of «Brutus», Cambridge, Cambridge University Press, 2003, p. 44.

[5] George Akerlof, «The Market for “Lemons”. Quality Uncertainty and the Market Mechanism», The Quarterly Journal of Economics, 1970, 84, 3.

[6] Para estas informaciones y su valoración, véase Félix Ovejero, La seducción de la frontera, Barcelona, Montesinos, 2016.

[7] James E. Rauch y Vitor Trindade, «Ethnic Chinese Networks in International Trade», The Review of Economics and Statistics, 2002, 84, 1.

[8] «Herder y el Volksgeist», El Temps, enero de 2010.

[9] John H. McWhorter, The Language Hoax, Nueva York, Oxford University Press, 2014.

[10] Martín Alonso, El catalanismo, del éxito al éxtasis. II. La intelectualidad del «proceso», Barcelona, El Viejo Topo, 2016.

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