Esa trama conceptual, falsa en sus supuestos empíricos —o ni siquiera falsa, por especulativa—, falaz en sus inferencias e indecente en sus implicaciones morales, constituye el meollo ideológico de los nacionalismos étnico-culturales. Para empezar, la simple idea de comunidades culturalmente homogéneas es una rareza estadística (y, como proyecto, el encapsulamiento de las personas en unas extravagantes cárceles tribales, una barbaridad moral). En el mundo existen unas seis mil setecientas lenguas, no menos de cinco mil etnias y poco menos de doscientos Estados. Un cálculo elemental nos recuerda que la media de lenguas por Estado es de treinta y cinco (y la media de hablantes por lengua, cerca de novecientas mil personas). En Europa, el continente más normalizado, con una media de lenguas por país menor, hay doscientas veinticinco lenguas, muchas más que Estados.[6] Así son las cosas y cambiarlas, dibujar fronteras a la medida de cada identidad, trocear las sociedades para conformar grupos culturalmente compactos, si fuera posible, que resulta dudoso, equivaldría a intentar apagar el fuego con gasolina. La Primera Guerra Mundial o los Balcanes son ejemplos no tan remotos.

En el caso de España, ni siquiera está claro el significado de la propuesta. Si hay una identidad común a los catalanes —o a los vascos— asociada a la lengua, ésa no es distinta de la común a los españoles. El español es lengua común y ampliamente mayoritaria entre los catalanes y los vascos: la lengua materna del 55 % de los catalanes, frente al 32 %, que tiene el catalán; la lengua materna del 73 % de los vascos, frente al 20 % que tiene el euskera. El español es el idioma que comparten vascos y catalanes, en el que se entienden, por ejemplo, los independentistas vascos y catalanes cuando se reúnen. En realidad, la tan reiterada diversidad española es, antes que otra cosa, una mercancía periodística y política, al menos si la medimos con el llamado «índice de fragmentación étnico-lingüística o de diversidad lingüística», esto es, la probabilidad de que dos personas cualesquiera de un país elegidas al azar tengan una lengua materna diferente.[7] Que las singularidades no son tales se ve confirmado cuando se estudian los apellidos, en lo esencial, en su frecuencia estadística, los mismos que en el conjunto de España: García, Pérez, Martínez y demás. Otra cosa es en las posiciones de poder, en donde lucen —sobrerrepresentados— los apellidos con pedigrí nacionalista.

No menos discutible resulta el sostén teórico del relato anterior, el vínculo entre lengua e identidad colectiva. Hace tiempo que está fuera de circulación académica la hipótesis herderiana, dignificada como tesis Sapir-Whorf, defendida por los nacionalistas con intenciones bien claras: «La identidad colectiva o nacional de un pueblo (Volk) se expresa a través de la lengua […], la lengua [que] puede unir a los hombres también tiene capacidad de diferenciarlos» (Oriol Junqueras).[8] No está avalada ni por los resultados experimentales (se revelaron trucados los ejemplos clásicos: los esquimales y la nieve; los gauchos y los caballos) ni por la exploración analítica sobre la categorización por parte de individuos sin lenguaje: bebés, chimpancés, etcétera. Las cautas recuperaciones de la tesis (Daniel Everett, Guy Deutscher) acuden a circunstancias excepcionales de aislamiento y a ámbitos limitados de experiencia: los indios pirahã con dificultades para ciertas abstracciones y cuya lengua carece de números, colores, tiempos verbales y oraciones subordinadas; los hablantes de lengua guugu yimithirr, instalados con naturalidad en los puntos cardinales (norte, sur…) y con problemas para desenvolverse en coordenadas egocéntricas (derecha-izquierda, delante-detrás). Pero incluso tan prudentes versiones han mostrado su debilidad.[9] Por lo demás, que la vieja conjetura se quiera aplicar entre lenguas –y mundos de experiencia— vecinas sólo confirma la falta de amor a la verdad de quienes la sostienen.

Y, además, la tesis se quiebra en su urdimbre inferencial. Pues, si aún fuera cierto —para seguir con el ejemplo español— que todos los catalanes compartimos una lengua distinta de la común entre los españoles y que esa lengua nos proporciona una particular concepción de mundo, y hasta una identidad singular, de ahí, de ese «hecho», no se sigue ningún derecho a constituirnos en unidad de soberanía, en autoridad legítima sobre un territorio y en poder privar a otros de la condición de ciudadanos en él. El paso argumental, desde un enunciado descriptivo («Éstos se parecen») a uno normativo («Éstos tienen un derecho a decidir aparte»), es un ejemplo de manual de la falacia naturalista. Las mujeres, los ciegos, los ricos, los habitantes de las montañas, los amish, los pescadores y bastantes otros grupos humanos comparten identidades inequívocas —y, en algún caso, un territorio— sin que por ello quepa atribuirles la condición de soberanos.

Las coordenadas anteriores dibujan las constantes del nacionalismo. Su mentira esencial y fundante. En la práctica, cuando se traduce en programa, el relato busca ajustarse a cada circunstancia, según momento y lugar. Lo hemos podido comprobar cuando el nacionalismo ha intentado extender sus venenosas tesis en una Europa reforzada democráticamente con los anticuerpos desarrollados en la victoria sobre el nazismo, la cristalización más depurada del nacionalismo étnico. El nacionalismo, desde entonces, sin abandonar su núcleo conceptual, ha intentado decorarse con una retórica victimista de pueblo oprimido, maltratado en sus derechos, un marco mental que permitiría tramitar dentro del derecho internacional las aspiraciones secesionistas. El nacionalismo ahora se presenta como la natural reacción —involuntaria, casi obligada— a alguna variante —o a todas ellas, combinadas— de las tres circunstancias que Naciones Unidas y la mejor filosofía política reconocen como causa justificada de secesión o autodeterminación: ocupación extranjera, colonización o violación sistemática de derechos de ciudadanos del territorio. Tres injusticias indiscutibles que avalarían la secesión de la nación. En manos nacionalistas, serán la excusa para tres mentiras.

 

LA MENTIRA COMO TÁCTICA Y ESTRATEGIA
Según el relato nacionalista, Cataluña, una nación milenaria, quintaesencia de valores democráticos y progresistas, durante más de tres siglos se ha resistido a un proceso de colonización por parte de una España, cortada a la medida de su leyenda negra, que tuvo su remate más reciente y brutal en la victoria de Franco en la Guerra Civil, una guerra de España contra Cataluña. Con la muerte del dictador, Cataluña, tan dialogante y democrática como ingenua, creyó que sus aspiraciones nacionales alcanzarían reconocimiento, pero no tardó en descubrir que el sistema político nacido con la Constitución de 1978 era una continuación del franquismo, un régimen totalitario que no ha dudado en violar los derechos de los catalanes, en expoliar sus riquezas y en devastar su identidad cultural. El desengaño final llegó con el Estatuto de autonomía del 2006, cristalización de una demanda ampliamente compartida por el pueblo catalán, un último intento de abrir un diálogo que fue ignorado por las instituciones españolas, en especial, por el Tribunal Constitucional, que lo vació de contenido con su sentencia. Las intromisiones de ese Estado, que han dado curso a un ancestral odio de los españoles hacia los catalanes, ha puesto en peligro la paz social catalana, hasta ahora garantizada por una paciente política de integración que encuentra su máxima expresión en una exitosa política educativa, en la que el catalán es la lengua exclusiva en la educación primaria. La constatación de la falta de disposición para atender las legítimas aspiraciones de los catalanes se tradujo en un desafecto hacia España y, finalmente, en una apuesta por la independencia, no por convicción, sino por resignación, porque no quedaba otra alternativa, visto el cerrilismo y el desprecio de un Estado centralista que no encuentra parangón en la Europa democrática. Los catalanes habrían comprendido que la ruptura con España era su única posibilidad de sobrevivir como sociedad. La independencia, avalada por el derecho internacional y bien acogida por la Unión Europea, supondría la solución a los problemas de los catalanes: corrupción, pensiones, paro. Una vez abandonado el lastre de España, Cataluña pasaría a formar parte de las economías de vanguardia del mundo, su lugar natural. Lloverían los créditos en las mejores condiciones, las grandes empresas internacionales se instalarían en el nuevo país y los mercados del mundo se abrirían a sus productos.

Cada una de las afirmaciones del párrafo anterior ha formado parte del repertorio del nacionalismo catalán en los últimos años. No se trataba de repentizaciones, de bufonadas de calentón aparecidas en irrelevantes hojas parroquiales o en tuits de trastornados. Todas ellas se pueden documentar mediante citas de dirigentes nacionalistas. Y también se puede documentar su falsedad. Y hasta se puede documentar que se pusieron en circulación a sabiendas de su falsedad, que de eso va la mentira, de transmitir información falsa conociendo su naturaleza trucada. En algún caso, porque no cabe imaginar otra posibilidad, porque no cabe el error o el descuido dada la naturaleza de la afirmación. Así sucedió con las balanzas fiscales, falsas tanto como concepto, pues no eran prácticas habituales —en contra de lo que se decía— de los países federales, como en el contenido, en las cifras, completamente fantasiosas, o, ya en el descaro, con esa ocurrencia repetida durante años de que el Tribunal Constitucional alemán había establecido un límite fiscal del 4 % al déficit de los länder. El remate final fue el uso extendido de bulos, de informaciones falsas distribuidas de manera coordinada y por mil cajas de resonancia como sucedió, por ejemplo, cuando se quiso mostrar el reconocimiento internacional del proceso independentista mediante fotos robadas a distintas autoridades internacionales en encuentros forzados o en salas de cotillón, o la brutalidad policial mediante vídeos o fotografías procedentes de otros lugares, testigos falsos, víctimas inexistentes o registros hospitalarios amañados que presentaban simples consultas como agresiones confirmadas. Definitivamente, no estábamos ante descuidos o concebibles confusiones en fechas o números, sino ante una mentira convertida en consigna. No había despiste ni yerro, sino calculada operación política. La información interceptada por la policía después de la intentona golpista acabó por despejar cualquier duda.

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