Huidas diversas que respondían a varios rechazos: el rechazo a la clase social a la que pertenecía; el de la ideología oficial —también encarnada en la figura paterna—; el de los prejuicios sociales; o el de la falta de libertades de todo tipo. Es quizá por ello que podríamos aventurar que la Barcelona de Juan Goytisolo se dibuja como una cartografía de rechazos y de huidas, a través de las diferentes etapas vitales apresadas en los dos volúmenes que nos ocupan; rechazos y huidas que se transforman en rupturas y desplazamientos por el ejercicio de un espíritu crítico consciente y militante.

Como no puede ser de otro modo, la ciudad adquiere un mayor protagonismo en Coto vedado que en el segundo tomo de 1986, instalado ya Goytisolo en París. En el primer volumen —que, en palabras de Adolfo Sotelo, es su particular «indagación personal estética y moral» (2017)—, Barcelona se erige en el destino elegido por el bisabuelo Goytisolo, de origen vasco y enriquecido en Cuba gracias a las ganancias generadas por una estructura económica esclavista. De alguna forma, el desaparecido chalé morisco de la calle Mallorca, memoria indirecta y no vivida por el escritor, representa para Goytisolo la fatuidad y la doble moral de una clase, la burguesa, a la que pertenece y que no tarda en aborrecer. En este sentido, apunta Fernández que esta ruptura para con su medio social fue un rasgo compartido por gran parte de su generación (1991, p. 54).

Los años de esplendor económico de su familia, apenas entrevistos en su infancia, se tejen en las primeras páginas de Coto vedado gracias a testimonios familiares, cartas y fotografías. Es de gran interés notar cómo Goytisolo recurre al recurso narrativo de las instantáneas fotográficas en numerosas ocasiones en que cuenta con un vacío en su memoria de los hechos e interpone en la narración argumental la foto fija recuperada, ante la dificultad de cribar la memoria de la etapa infantil, apenas «chispazos de luz» (CV, p. 53).

El trabajo como gerente industrial de su padre en ABDECA, la torre en la calle Pablo Alcover y los veranos en la casa de campo en Torrentbó constituyen las noticias geográficas que el narrador nos proporciona de sus primeros años. Pronto, Barcelona va a transformarse en un escenario visto desde la lejanía: el estallido de la Guerra Civil y que los milicianos requisaran la torre de Pablo Alcover provoca que la familia Goytisolo se refugie en Viladrau, espacio de juegos salvajes, de libertades infantiles y de conexión con la naturaleza. Apenas entrevemos «esa Barcelona de pólvora y sangre» de 1936, antes de la salida de la familia de la capital catalana:

[…] el último número de Mickey, nuestra revista favorita, había salido pintarrajeado de los colores rojo y negro de la FAI; las iglesias ardían una tras otras como en la época del Imperio romano. Desde el cenador del jardín, contemplábamos el camión de «los rojos» estacionado junto a Santa Cecilia, la densa columna de humo que se extendía sobre el minúsculo edificio blanco (CV, p. 65).

 

La muerte de la madre, debido al bombardeo destinado a la Universidad Central de Barcelona, que recayó ante el teatro Coliseum, marca de manera inexorable los destinos de los cuatro hermanos, que quedaron al cuidado de un padre enfermo ya de una pleuresía pulmonar y radicalmente adscrito a las políticas franquistas. El bolso negro de Julia Gay, lleno de juguetes comprados para los cuatro niños, se convierte en el símbolo trágico de una ausencia que se proyectará en la fundamental etapa formativa del escritor y que determinará, entre otras cuestiones, la relación de los hermanos Goytisolo con el idioma:

Mientras los abuelos Marta y Ricardo se hablaban entre sí en aquel idioma, se dirigían a nosotros en castellano por expresa indicación paterna. […] Bajo la fuerte presión de unos años en que debía cultivarse por decreto la «lengua del imperio», el catalán subsistía a duras penas en la intimidad de las casas. Fruto de ello sería mi escaso conocimiento del mismo fuera de las fórmulas de cortesía, saludos, tacos aprendidos, en los veranos, con los payeses de Torrentbó. Papá, en el nirvana de su fobia anticatalanista, se complacía en contrastar la prosapia, distinción y eufonía de la lengua de Castilla —sonoridad rotunda de su toponimia: Madrigal de las Altas Torres, Herrera del Duque, Motilla del Palancar— con la zafiedad y plebeyez de unos Terrassa, Mollet u Hostafrancs grotescamente pronunciados (CV, pp. 42 y 43).

 

La particular relación con el lenguaje va a determinar de forma clara, como veremos, su vínculo identitario colectivo. El joven Goytisolo habita un idioma, «un castellano empobrecido y adulterado» (CV, p. 42) que procurará nutrir, si bien mucho más tarde, de la tradición aurisecular española —«Lejos de Cataluña y España, descubrí que era mi patria auténtica y objeto simultáneo de odio y amor» (CV, p. 44)—, pero que lo instalará en una tierra de nadie: «Catalanes en Madrid y castellanos en Barcelona, nuestra ubicación es ambigua y contradictoria, amenazada de ostracismo por ambos lados y enriquecida, no obstante, por el mutuo rechazo, con los dones preciosos del desarraigo y movilidad» (CV, p. 43). Muchos años más tarde, en Tradición y disidencia, insistiría en ese no lugar que la vinculación romántica —inservible a su juicio— había establecido entre patria, territorio e idioma (2003, p. 13).

Ya en Viladrau contemplaremos una primera huida interior de Juan Goytisolo, que procurará buscar un espacio, una «habitación propia», y un refugio indispensable: la lectura. Desde ese emplazamiento, la familia Goytisolo vivirá la huida de cientos de barceloneses ante la entrada de las tropas franquistas. El regreso descrito por Goytisolo a la casa de la calle Pablo Alcover es representativa de los cambios operados en el niño, pese a la impresión de que el interludio en Viladrau ha sido una especie de parón temporal: «La casa parecía más pequeña y estaba llena de gente», si bien «Mi vida real, con sus trajines, lecturas, escondrijos, querencias, seguiría siendo la casa» (CV, p. 103). Pablo Alcover se erige en estos capítulos en un microcosmos en el que se reproducen las mismas estructuras de la sociedad española de los años cuarenta: opresión, autoritarismo, doble moral. Y, sin embargo, el narrador construirá en ella un espacio propio, en el que evadirse de lo exterior y en el que empezar a trazar tentativas de construcción de una identidad personal: su habitación y los libros (primero, la pasión por la geografía y los libros de viajes; después, el embrujo de la historia). A retazos, el lector puede reconstruir la Barcelona de los duros años del periodo de autarquía y racionamiento que siguieron a la Guerra Civil: el pan duro, la harina lacteada, la sacarina, la algarroba o las cobayas criadas por el padre Goytisolo en el jardín de Pablo Alcover para cubrir la carestía de carne, los piojos y la ropa heredada y reciclada.

Con todo, el narrador revela siempre el enmascaramiento de la realidad por parte de los discursos oficiales que penetraban tanto en su domicilio familiar como en el entorno escolar: «Esta época de plagas, represión y miseria se revestía, sin embargo, de puertas afuera, con oropeles de fariseísmo y exaltación: el final de la contienda, el triunfo de “los buenos” eran descritos en casa como en el colegio en términos casi místicos» (CV, p. 105). Y la atención narrativa recae, fundamentalmente, en el devenir íntimo del sujeto enunciador, en las galerías del alma del casi adolescente Goytisolo.

La experiencia en el colegio de jesuitas de Sarriá no fue tampoco satisfactoria: otro ambiente opresivo, definido por el extrañamiento y el aislamiento, pues «La experiencia de los tres años de guerra creaba entre mí y mis compañeros de curso una distancia difícil de franquear», de forma que «En el recreo, me refugiaba en algún rincón o lugar oculto acompañado de una novela o un libro ilustrado de geografía» (CV, p. 107). La pedagogía escolástica que regía en el centro no contribuyó a mejorar la socialización del niño ni fue decisiva en la formación intelectual y literaria del escritor en ciernes: «Mis lecturas se desenvolvían de forma exclusiva en el ámbito familiar, sin el menor engarce con cuanto se nos enseñaba o pretendía enseñar en el colegio» (CV, p. 143). Transcurren los años sin que el joven Goytisolo salga de un voluntario ensimismamiento. Pasa al colegio de la Bonanova, acaba el bachillerato: «[Mi] vida real seguía centrada en casa: en mis lecturas, fábulas novelescas, ensueños, masturbaciones» (CV, p. 148). Aunque para el domicilio, auténtico organismo vivo en Coto vedado, el tiempo había pasado de forma irreversible: «El aire de desgaste, decaimiento y vejez que se adueñaba de personas y cosas en la torre de Pablo Alcover» (CV, p. 149).

Insuficiente refugio, la casa de Pablo Alcover va a contemplar las siguientes huidas y los rechazos del narrador —todavía no medidas, no conscientes— en la difícil forja de la personalidad que se da en la adolescencia. Avergonzado de la decadencia económica que lo rodea, Goytisolo busca asimilarse al prototipo de los «señoritos de la Diagonal» para lograr la identificación con los compañeros del colegio. Es notable advertir el afán de ecuanimidad del Goytisolo narrador, en su presente temporal, hacia sí mismo y los que lo rodearon; duro y comprensivo con su padre, duro y comprensivo consigo mismo: «La vida de este doble cursi y mimético fue afortunadamente corta y su reproducción en alguna fotografía tomada en una puesta de largo —serio, envarado, penoso— provoca hoy en mí, al contemplarla, sentimientos mezclados de burla y conmiseración» (CV, p. 150). Tanto en Coto vedado como En los reinos de taifa el narrador tiende a recurrir a la tercera persona, al desdoblamiento, en las ocasiones en que conductas suyas del pasado lo instalan en la extrañeza o en un rechazo radical.

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