La extensión excesiva impide su inclusión en este trabajo, pero uno de los últimos capítulos de la primera parte de Coto vedado culmina con una sucesión casi alucinada de escenas, también instantáneas fotográficas, representativas de los últimos tiempos de la casa de Pablo Alcover: época en que el abuelo materno, su padre, la criada Julia, transmutada para siempre en Eulalia para evitar el recuerdo doloroso del nombre de la madre fallecida, se transforman en prolongaciones naturales de la casa, auténtico ser vivo, cuyos latidos decrépitos se agostan a la vez que agonizan sus habitantes. De alguna manera, el narrador nos presenta esta lenta muerte de la casa y de sus familiares como símbolo de la decadencia de un tiempo histórico, de una moral social determinada, que Goytisolo querrá dejar atrás cuanto antes.
Sin embargo, antes de su voluntario exilio francés, vamos a asistir a un desplazamiento urbano que tiene que ver con su sempiterno rechazo a su hábitat socioeconómico: la atracción por las gentes de las clases bajas o populares, que se tradujo en una fascinación personal y vital por las zonas urbanas marginales. Entre su reclusión en Pablo Alcover y su contacto con la Barceloneta y el barrio Chino, media su experiencia universitaria, compás fundamental para asumir su destino individual, que sería consagrar su vida a la escritura. Tras unos confusos años iniciales, en que el deseo de eludir el control paterno lo hizo aplicarse en sus estudios en Derecho, Goytisolo inicia sus relaciones con personajes que protagonizarían el mundo intelectual y cultural barcelonés en las próximas décadas, como Fabià Estapé, Jaime Gil de Biedma o los asistentes a la efímera tertulia literaria Turia (entre los que destacaría Mario Lacruz, entre otros). En estos años cobra relieve la figura de Fernando Gutiérrez, poeta y sobrino del falangista Luys Santa Marina, y personalidad destacada en el mundo editorial barcelonés de los años cuarenta y cincuenta. Gutiérrez apadrinó al joven aprendiz de escritor, le ayudó a salir del ambiente asfixiante de su casa y le ofreció un espacio libre y auténtico en el que no tenía que fingir que estudiaba leyes y podía escribir bajo la tutela del poeta, quien lo instruyó para que mejorara y ampliara su lenguaje literario. En estos años, el lector sigue buceando en los interiores ahumados del protagonista-narrador, pues como asevera Goytisolo, «Ni la súbita explosión de la huelga de tranvías que sacudió a Barcelona de su modorra ni la celebración aparatosa y chocante del Congreso Eucarístico, con su cohorte de ceremonias grotescas, lograron sustraerme de mi mullida cápsula» (CV, p. 207). Una huelga, la de tranvías, que se transmuta en una serie de visiones casi oníricas, tamizadas por el recuerdo, en uno de los episodios metaliterarios escritos en cursiva (CV, pp. 210 y 211).
El cheque extendido por Josep Janés, para que afianzara su carrera como escritor, y el desplazamiento desde Barcelona a Madrid, con el propósito de lidiar con los conflictos empresariales de su padre, fueron los dos espaldarazos necesarios para que Goytisolo franqueara el umbral de una vida refugiada en habitaciones, desvanes o escritorios, para adentrarse en el espacio de la calle, en la vida bohemia, noctámbula y conectada con la que sería una de sus grandes pasiones: los bajos fondos, las zonas marginales y sus habitantes.
Al partir de Barcelona lo hacía con la certeza de iniciar una nueva etapa de mi vida: la ciudad en la que había nacido y crecido se divisaba apenas en escorzo, disuelta ya en la bruma, y me alejaba de ella, como escribió un poeta, «sin pesar ni nostalgia». Madrid no era todavía la tierra libre en la que tercamente, en sueños o despierto, buscaba asilo; pero el margen de movimiento que me permitía, sin las trabas ni componendas impuestas por la cercanía a mi padre ni mi invencible angustia al cuadro familiar de Pablo Alcover, me parecía lo suficientemente amplio como para convertir aquella capital aún hambrienta, provinciana y mediocre, ferozmente castigada por la guerra, en una especie de paraíso (CV, p. 215).
El poeta innominado es otro de los vates literarios de Goytisolo, Luis Cernuda, quien en el poema «Es lástima que fuera mi tierra», de Desolación de la quimera (1962), escribiría unos versos perfectamente aplicables a la circunstancia del novelista barcelonés: «Soy español sin ganas / que vive como puede bien lejos de su tierra / sin pesar ni nostalgia» (2005, p. 503, vv. 67-69). A lo largo de Coto vedado, de forma mucho más implícita en el caso del poeta andaluz, la referencia de Cernuda se anuda a la de Blanco White, en cuanto a ejemplos morales de la experiencia del exilio: ya en la «Presentación crítica» de la Obra inglesa de Blanco White (1971) Goytisolo se erige en heredero de una línea de apátridas en la que destaca a Blanco y a Cernuda.
El tiempo madrileño confirmaría, como anticipábamos párrafos antes, una de las constantes en la relación de Juan Goytisolo con los espacios urbanos:
A los veintiún años descubría así lo que luego sería una constante en mi vida. Mi desafecto y aun horror a los ámbitos y áreas urbanos despejados, limpios, simétricos, desesperadamente vacíos, con sus calles bien trazadas y pulcras, espacios acotados, circulación fluida, existencia sonámbula: habitantes atrincherados en sus casas, jardines, cercas, signos exteriores de no compartida riqueza, frigidez, egoísmo, vitalidad anestesiada. Mi pasión, en cambio, por el caos callejero, transparencia brutal de las relaciones sociales, confusión de lo público y lo privado, desbordamiento insidioso de la mercancía, precariedad, improvisación, apretujamiento, lucha despiadada por la vida, medineo fecundo, imantación misteriosa. Una bipolaridad que, con el paso del tiempo, se acentuaría al extremo de dividir el paisaje civil y mis sentimientos respecto a él en dos campos opuestos e irreconciliables (CV, p. 221).
Unas preferencias ciudadanas que tienen que ver con una postura moral e ideológica del escritor y que se desarrollarán a su vuelta a la Ciudad Condal. Fascinación por el margen y la frontera que corre en paralelo a una larga reflexión acerca de la misión del escritor y de la función de la literatura como disidencias, que elaborará ya en sus años franceses y gracias a la figura de Jean Genet. Además de frecuentar, gracias a su hermano José Agustín, el círculo de la revista Laye, el escritor va a lanzarse a mejorar su conocimiento del francés y de la literatura del país vecino, en un salto hacia adelante en busca de una tradición cultural moralmente aceptable para el joven que empezaba a comprometerse políticamente en la esfera de la clandestinidad antifranquista. Carlos Cortés, antiguo compañero de estudios, será el cicerone que instruya a Juan Goytisolo en el argot y los códigos de conducta de los bajos fondos barceloneses, que van emergiendo ante los ojos maravillados del escritor, acostumbrados hasta entonces a un territorio circunscrito a su casa y la universidad:
La penuria y desamparo reinantes en los barrios de la periferia barcelonesa eran para mí totalmente irreales: estampas fugitivas, casi oníricas de barracas de madera y latón, niños mocosos y descalzos, mujeres preñadas, hacinamiento, suciedad, albañales, entrevistas desde el tren que nos llevaba a Torrentbó (CV, p. 240).
Ambientes vistos desde lejos en los que va a penetrar con Carlos Cortés, que nutrirían novelas como La resaca (1958) y que se localizaron, fundamentalmente, en torno a dos epicentros: el barrio Chino o distrito v y los muelles de la Barceloneta. Los recuerdos del Chino, hoy Raval, poblados de prostitutas y homosexuales, se yuxtaponen en Coto vedado con el conocimiento personal y literario y el aprendizaje moral realizado años después, en París, con Jean Genet, que se materializaría en los textos recogidos en Genet en el Raval (2009). Además de romper con la hoguera de las vanidades literarias, Genet mostró a Goytisolo cómo erigir lo abyecto en «virtud suprema», en motor de escritura en tanto que cuestionamiento crítico constante de una realidad oficial que debe ser continuamente impugnada. Anacrónico, por posterior, pero no por ello menos verdadero como elemento esencial en la configuración del sujeto que es Juan Goytisolo, Genet ilumina su crónica del Raval barcelonés:
Cerilleras, estraperlistas, tullidos, vendedores de grifa, bares ruines y apenas iluminados, anuncios de lavados con permangato, tiendas de preservativos, esperpentos de la Bodega Bohemia, habitaciones por horas, prostíbulos a seis pesetas, toda la corte de los milagros hispana imponía una realidad brutal que hizo estallar de un soplo la burbuja que me envolvía (CV, pp. 242 y 243).
La sucesión casi costumbrista traza las coordenadas de un microcosmos moral en el que el escritor busca conectarse con «elementos de autenticidad personal más allá del encanallamiento o pintoresquismo supuestos» (CV, p. 243), rastreo que iba anudado a la búsqueda de su identidad sexual y que, en un futuro, realizaría también acompañado por Jaime Gil de Biedma y por el grupo de amigos de su hermano menor Luis (la calle del Arco del Teatro, la calle Escudillers, el bar Pastís, el bar Cádiz o la venta Andaluza fueron los hitos de su topografía nocturna). A la historia de la gestación, publicación y recepción de Juegos de manos (1954), se suman las crónicas de las tertulias lideradas por Josep Maria Castellet en el bar Club y el descubrimiento del bar Varadero de la Barceloneta:
El lugar era uno de esos escenarios privilegiados que, como la plaza de Marrakech o el zoco chico de Tánger, se imponen a la imaginación y misteriosamente se transforman en espacio de la escritura: un pontón de forma rectangular de una cincuentena de metros de largo, con una caseta de techo de dos aguas a la que se accedía por un puentecillo. El visitante que llegaba a él procedente de la terminal de tranvías de la Barceloneta debía caminar más de un kilómetro bordeando los muelles y tinglados del puerto situados al pie de la escollera: un trayecto frecuentado casi sólo por pescadores, mejilloneros o propietarios de alguna de las barcas en curso de carenadura o revisión. Cuando la benignidad del tiempo lo permitía, los clientes del Varadero se acomodaban al aire libre, en las mesas dispuestas por el dueño junto a los rollos de cuerdas, palangres y puntales de escora (CV, p. 266).