POR FRANCISCO FUSTER GARCÍA

El acercamiento de América y España no lo harán ni los gobiernos,
ni los embajadores, ni las academias y corporaciones oficiales, ni las
cámaras de comercio, ni los industriales, ni las líneas rápidas de vapores…
El acercamiento espiritual de las naciones americanas y de la
nación española –hermanas en raza y en lengua– lo harán los libros.
AZORÍN, Libros, buquinistas y bibliotecas
EL PRIMER TERCIO DEL SIGLO: IBEROAMÉRICA COMO MERCADO

Durante el período al que la historiografía ha bautizado como «Edad de plata» de la cultura española (1900-1939), el sector editorial hispanohablante experimentó un crecimiento realmente destacado, gracias a la aparición y consolidación de empresas españolas nacidas en la segunda mitad del siglo xix, como Espasa, Montaner y Simón, Calleja o Sopena, por citar sólo las más conocidas; o aparecidas ya durante las primeras décadas del siglo xx, como Gustavo Gili, Seix Barral, Labor, Biblioteca Nueva, Calpe, Aguilar o la CIAP (Compañía Iberoamericana de Publicaciones), entre otras. Pese a ser, en la mayoría de casos, editoriales de tamaño pequeño y capital reducido, dichas empresas fueron las responsables de introducir en el mundo de la edición una serie de novedades que tuvieron como principal consecuencia la aparición de la figura del editor, en el sentido moderno del oficio como alguien cuya profesión se separaba por primera vez de la del impresor o el librero, con quienes antes compartía labores o atribuciones.

No obstante esta realidad tan positiva, lo cierto es que el mercado editorial español seguía teniendo un problema notable de desajuste entre la oferta, cada vez más variada y potente, y la demanda, que seguía siendo escasa y limitada. En este contexto de desequilibro, la reacción natural de los editores fue la de buscar soluciones a ese problema; entre ellas, se pensó en la necesidad de reforzar sus posiciones en un mercado americano al que hasta entonces, y pese a los evidentes puntos en común que unían a ambas sociedades, empezando por el idioma, no se le había prestado la suficiente atención, quizá por la carencia de medios o, tal vez, por la falta de una perspectiva comercial más audaz. En cualquier caso, y como ha sintetizado María Fernández Moya (2009), ese asalto al ámbito latinoamericano no resultó nada fácil, pues presentaba dificultades tales como: la feroz competencia de las editoriales extranjeras (básicamente francesas, pero también alguna alemana, inglesa o estadounidense) que, conscientes de las posibilidades que ofrecía un mercado de habla hispana no explotado, habían empezado a editar libros en castellano, tanto originales como traducciones; el elevado precio que, por distintos motivos (coste del papel y del transporte, sobreprecio añadido por los libreros en el país de destino, etcétera), alcanzaba el libro editado en España y vendido en América; y la poca habilidad de los editores españoles a la hora de «vender» su oferta a través de la publicidad o de catálogos que se adaptaran mejor al gusto de su nuevo público. Por si todo esto fuera poco, a esos factores adversos había que añadir el asunto de la piratería, concretada en «la aparición de ediciones fraudulentas en todo el continente americano, y principalmente en Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay», que salían a la venta de forma anónima (sin pie de imprenta o con nombres de editoriales que no existían) y «suponían un negocio seguro al ofrecer una obra de éxito reclamada por el lector una vez agotado el envío inicial desde Madrid o Barcelona» (Martínez Rus, 2001, 283).

En este sentido, la apertura por parte de Espasa-Calpe (nacida de la fusión en 1925 de la barcelonesa editorial Espasa, fundada por los hermanos Pablo y José Espasa Anguera en 1860, y de la madrileña Compañía Anónima de Librería y Publicaciones Españolas, fundada en 1918 por Nicolás María de Urgoiti) de varias delegaciones en territorio americano (primero en Argentina, en 1928, y después en México y Cuba, en 1930 y 1931, respectivamente) fue la excepción que confirmó una regla: la penetración de las editoriales españolas en Iberoamérica durante el primer tercio del siglo fue más bien tímida e irregular, si la comparamos con la de otras industrias europeas que nos llevaban mucha ventaja. Dicha situación cambió radicalmente a raíz de un suceso histórico –la Guerra Civil española– que tuvo, entre sus no menores consecuencias, la del exilio forzoso de una importante cantidad de escritores, editores e intelectuales republicanos que continuaron en América la intensa actividad cultural que ya habían empezado a desarrollar en España durante los años de la Segunda República. Como ha señalado Juan Carlos Sánchez Illán, después de la contienda, «el centro de gravedad de la edición en español se trasladó a Ciudad de México y Buenos Aires», donde los exiliados encontraron «la misma lengua y señas de identidad, así como unas plataformas culturales y espacios de convivencia ya consolidados: editoriales, periódicos, revistas e instituciones culturales» (Sánchez Illán, 2015, 549). Hablar de la historia de la edición en español durante las décadas centrales del siglo xx, cuando en España se vivía la dictadura franquista, con todo lo que su existencia supuso para la cultura, es hablar, necesariamente, de México y Argentina. La historia editorial de estos dos países es larga y compleja, por lo que resultaría imposible resumirla aquí de forma parcial y precipitada. A pesar de esta evidencia, sí es posible trazar un panorama sintético que nos proporcione alguna pista sobre el impacto que tuvo esa llegada de los exiliados españoles a América y sobre cómo esa presencia influyó en el desarrollo de las empresas editoriales que ya existían en territorio mexicano y argentino, y en otras nuevas que surgieron, precisamente, a raíz de este desembarco.

 

EL DESPERTAR DE LA EDICIÓN EN MÉXICO, PAÍS DEL EXILIO

Durante las décadas posteriores a 1939, y sobre todo durante los años que transcurren entre esa fecha y la de 1950, Ciudad de México se convirtió en el epicentro del exilio republicano español, no sólo por la acogida que los escritores, intelectuales o políticos desterrados recibieron en el país presidido por Lázaro Cárdenas (1934-1940), Manuel Ávila (1940-1946) y Miguel Alemán (1946-1952), respectivamente, sino por la cantidad de iniciativas culturales de todo tipo (desde la creación de revistas, editoriales o periódicos hasta la fundación de instituciones tan emblemáticas como el Ateneo Español de México, pasando por la docencia ejercida por muchos intelectuales en escuelas y universidades del país azteca) en las que participaron de forma activa los exiliados. En este sentido, existe una importante diferencia entre las empresas editoriales llevadas a cabo por los españoles emigrados en México y las realizadas en otros países americanos en los que, sin llegar a tener –ni mucho menos– el desarrollo que después tuvo, sí existía ya una tradición editorial anterior: «Si en Argentina o Chile puede hablarse de una época dorada de la edición, en el caso de México asistimos a un verdadero nacimiento editorial, ya que la industria era prácticamente inexistente a la altura de 1936, con la excepción de Fondo de Cultura Económica» (Sánchez Illán, 2015, 553-554).

La historia del Fondo de Cultura Económica (fundado en 1934), que es una editorial cien por cien mexicana, pero en cuyo desarrollo y éxito jugaron un papel fundamental los exiliados republicanos españoles, se remonta a los inicios de la década de los treinta, cuando, al calor del interés por la economía surgido en el seno del Estado mexicano (en 1929 se había fundado la Facultad de Economía de la UNAM), un grupo de jóvenes intelectuales y profesores, liderados por el jurista Daniel Cosío Villegas (1898-1976), primer director del FCE, se proponen potenciar la enseñanza de esta disciplina en el ámbito universitario mexicano. Con el objetivo de participar en el debate académico internacional y de proveer a las jóvenes generaciones mexicanas de un stock bibliográfico que sirviera para su formación con vistas a la renovación del país, en 1934 se fundan dos instituciones cuya actividad no ha cesado desde entonces: la revista El Trimestre Económico y el Fondo de Cultura Económica, detrás de cuyo origen está el propio Estado mexicano, encargado de sostener y financiar una editorial que, sin llegar a ser una empresa pública, siempre ha estado vinculada al gobierno del país como uno de sus mayores bienes.

El estrecho vínculo establecido entre el FCE y el exilio español tiene que ver con el hecho de que, ya durante la Segunda República, y sobre todo en los años de la Guerra Civil, México colaboró con la intelectualidad española a través de un plan para la emigración en el que, como ha explicado Gustavo Sorá, jugaron un papel destacado tanto Cosío Villegas como el también intelectual y escritor mexicano Alfonso Reyes (1889-1959). Ambos participaron en el proceso de fundación de la Casa de España en México (1938), con sede en el mismo edificio del FCE, y del organismo al que esta dio origen poco después: el Colegio de México, fundado en 1939 como una institución dedicada a la cultura española, presidida por el propio Reyes (Sorá, 2010, 545-546). La afinidad ideológica entre los impulsores de estos proyectos y los republicanos españoles hizo que, casi desde sus inicios, el FCE incorporara como colaboradores a un importante grupo de exiliados entre los cuales podríamos nombrar a perfiles tan distintos como los de José Gaos, Wenceslao Roces, Adolfo Salazar, León Felipe, Max Aub, Ernestina de Champourcín y Juan José Domenchina (Gracia y Ródenas, 2011, 32). Muchos de ellos colaboraron como asesores, traductores, tipógrafos o directores de colección, pero también publicaron algunas de sus obras –costeando, eso sí, la impresión de los libros– en la famosa Tezontle, primera colección literaria que tuvo el FCE (Sánchez Illán, 2015, 559).