POR PEDRO AULLÓN DE HARO Y DAVIDE MOMBELLI
Se han cumplido doscientos y un años del fallecimiento en Roma del ilustrado español Juan Andrés (febrero, 1740-enero, 1817), el jesuita, celebérrimo en su tiempo y después arteramente postergado, ideador de la Historia universal de las Letras y las Ciencias y cabeza de la denominada Escuela Universalista Española o Hispánica del siglo xviii, actualmente estudiada y reconstruida. Aun de muy diferente forma, el correr de los tiempos parecía deparar a la mejor Ilustración hispánica una fortuna de peores consecuencias pero tan escandalosamente injustas y extrañas como la otorgada por el siglo xx a la Escuela de Salamanca, víctima de las repercusiones de una absurda «leyenda negra» así como de la inapropiada desmembración de los estudios del Siglo de Oro, todo ello en nuestros días sometido a fuerte crítica. Es de recordar que en 1997 se comenzó a editar de nuevo en Madrid la obra magna de Juan Andrés. Por fortuna, el bicentenario de la muerte de Juan Andrés ha servido, y según estaba previsto, para poner de evidencia una primera culminación de los estudios, tras dos décadas ya suficientemente fundamentados, difundidos y capaces de dar razón no sólo de su obra, sino del conjunto de una Escuela Universalista que transforma la faz de la Ilustración europea e hispánica.

En 2017, durante el primer semestre, la Biblioteca Histórica de la Universidad Complutense de Madrid, en colaboración con la Biblioteca de la Agencia Española para la Cooperación y el Desarrollo (AECID), dispuso la gran exposición bibliográfica «Juan Andrés y la Escuela Universalista Española», en cuyas veintiuna vitrinas tuvo lugar el prodigio de ver reunido uno de los momentos mayores de la cultura hispánica presidido por una reproducción monumental del mapamundi de Murillo Velarde y lo retratos de los grandes universalistas, además de Andrés, Lorenzo Hervás, Antonio Eximeno, Francisco Javier Clavijero, José Celestino Mutis, Antonio José Cavanilles, Juan Bautista Muñoz. Dos congresos en España e igualmente en Italia y, sobre todo, una quincena de libros editados a lo largo del año y los primeros meses de 2018 son los datos principales de la celebración de una efeméride necesaria y constructiva que ha puesto definitivamente de manifiesto la dimensión portentosa de un proyecto intelectual que no sólo transforma y amplifica la Ilustración dieciochista, sino que avanza la globalización como ejemplo de ciencia y pensamiento, es decir, delinea una doble perspectiva, tanto histórica como de futuro.

Si ha sido un lugar común y aceptado de la crítica literaria española que el siglo xviii era un siglo mal estudiado, también ha sido, por otra parte, y continúa siendo un fenómeno común del pensamiento contemporáneo el criterio de retorno a los fundamentos de la cultura moderna representados por la Ilustración. Esto es ciertamente correcto porque en sentido tanto histórico-político como científico la Ilustración establece o reformula las líneas maestras de la evolución de buena parte del pensamiento moderno. Sin embargo, el estudio de la Ilustración, paradójicamente, ha sido víctima a veces de simplificación al amparo de ciertas directrices dogmáticas ya muy difundidas y promovidas por esta misma, sobre todo en su ámbito enciclopedista, que hoy sabemos sobrevalorado y de repercusión sociopolítica mal calculada. Es una evidencia que existen varias «Ilustraciones», y para ello bastaría con comparar el pensamiento estético de los enciclopedistas franceses y el de los ilustrados alemanes, y aún más, dado el sentido general del pensamiento acerca de la emancipación del hombre y el progreso, no hay razón para pretender que tenga un único medio y procedimiento. En cualquier caso, es preciso entender por principio que un fenómeno de la entidad de la Ilustración europea no puede ser concebido de manera unilineal ni asumido como si careciese de zonas de sombra. Sobre todo porque cierta Ilustración actuó intensamente como ideología y en sus extremos hizo aflorar, como no podía ser de otro modo, grandes miserias humanas. Cabe apelar a la probidad kantiana en su afirmación de que el camino de emancipación tomado era el correcto, pero qué decir de las monstruosidades sanguinarias de la Revolución francesa. La respuesta del genio Friedrich Schiller no tuvo espera (Cartas sobre la educación estética del hombre): su negativa a ir a París y la elaboración inmediata de una penetrante teoría acerca de que las revoluciones violentas eran inaceptables y degradantes aún más que inútiles; de que sólo las revoluciones a través de la educación conducen a la mejora humana y la libertad. El pensamiento de Friedrich Schiller fue necesariamente repudiado u olvidado, según los casos: era necesario que así fuese para poder continuar del modo más sencillo y sanguinario los grandes procesos del siglo xx y su culminación soviética, que se diría ya vislumbrados por el más genial y benéfico de los autores alemanes.

Es un hecho ya consumado que la nueva investigación dieciochista ha llegado a reconstruir una Ilustración hispánica de fuerte singularidad, una importante Ilustración fundamentalmente no política, sino humanística y científica, de orientación cultural y educativa. La actualmente denominada Escuela Universalista, Española o Hispánica, del siglo xviii fue no ya progresivamente olvidada a partir de mediados del siglo xix, sino que se le impidió tomar forma. Ello como consecuencia de varios factores que evitaron la inserción historiográfica de sus producciones y su gran tejido intelectual, que alcanza de España a América, y también Asia (Filipinas), y naturalmente Italia, donde fue desterrada la mayor parte de estos intelectuales, profesores jesuitas expulsos en 1767 por Carlos III mediante una operación política de nefastas consecuencias humanas y académicas. Entre esos varios factores se encuentra, primeramente, la reacción de un Romanticismo que quiso minusvalorar la inmensa creación ilustrada científica y, particularmente, de la historiografía a fin de adjudicársela como invención propia, según bien explicó Ernst Cassirer en La filosofía de la Ilustración; de otra parte, la gran influencia de ciertas corrientes ideologizadas, desgraciadamente incapaces de reconocer a una escuela no ya cristiana sino en gran parte formada por sacerdotes jesuitas como propulsora de la convergencia de humanismo clásico y ciencia empírica moderna. Esta convergencia sobre base histórica de humanismo filológico, por así decir de manera breve, y empirismo es en realidad la gran clave de los universalistas llevada a cabo con toda naturalidad. Pero la invención de los autores de esta Escuela Universalista no se limita a esa singular y decisiva convergencia epistemológica sino a grandes operaciones constructivas, disciplinares, a la referida ideación de la historia universal de las letras y las ciencias, a la fundamentación de la lingüística universal y comparada, a la etnología y la musicología de la expresión y, en fin, a la consumación moderna de una comparatística universalista. Todo ello confluye en la necesidad actual de reescribir la historia del pensamiento moderno.

 

I

La Ilustración universalista hispánica viene conformada por un nutrido grupo de más de una treintena de autores de sólido entretejimiento cultural e incluso personal. Los grandes universalistas tenían discípulos, informantes y colaboradores. No todos eran sacerdotes, aunque la mayoría sí jesuitas y sí que todos fueron cristianos. Ésta es una gran diferencia respecto de los enciclopedistas, pero teniendo en cuenta que, de ordinario, la profesión religiosa queda al margen de las investigaciones o nunca en el núcleo de las mismas. El gran arraigo común de los universalistas viene determinado por la tradición humanística compartida y un fervor científico proyectado hacia el futuro.

Sólo existe otra gran escuela española parangonable a ésta y fundamental europea, la ya referida de Salamanca. El cristianismo profeso tanto de ésta como de la Ilustración universalista ha regido ideológicamente durante mucho tiempo a modo de premisa y prejuicio, de negación y previo rechazo de la lectura de las obras. Esta postura anticientífica, mucho más difundida de lo que se suele creer, ha fundado largamente una consideración «anti-ilustrada» y pseudohistoriográfica basada en un apriorismo que lamentablemente ha condicionado buena parte de la crítica de la Ilustración, induciendo por demás a la toma de la parte por el todo y a ignorar un importantísimo volumen de realizaciones del pensamiento moderno. No es caso entrar aquí en discusiones terminológicas acerca de «Ilustración cristiana» o «Ilustración católica» u otras, terminología que por otra parte puede permitir la determinación de cierto fenómeno intelectual y el inicio de su debate enmarcado en una amplia tradición moderna.

A nuestro juicio, ese debate viene ya superado por la abrumadora evidencia de los autores y, lo que es en verdad importante, sus obras. Es de notar en cualquier caso que ya durante la primera mitad del siglo xviii se lleva a cabo una primera adaptación de las instancias filosófico-científicas de la Ilustración europea a la tradición humanista y cristiana, operación a la que contribuyeron de manera decisiva, en el último tercio de la centuria, los universalistas. Autores relevantes de una Ilustración cristiana y humanista fueron, en Italia, Ludovico Antonio Muratori y Antonio Genovesi, ambos muy admirados, sobre todo por Juan Andrés. En España, a comienzos del siglo xviii fueron los novatores y Feijóo quienes promovieron un pensamiento ilustrado, privilegiando ya casi por completo una epistemología empirista. En lo que se refiere a Andrés y Eximeno, jugó un papel decisivo el magisterio de los profesores de la Universidad de Cervera, especialmente Mateo Aymerich y José Finestres, a su vez influidos por los novatores Tomás Vicente Tosca y Juan Bautista Corachán.