STEPHEN KOCH (1941-)
El título con el que él mismo [Willi Münzenberg (1889-1940)] bautizó a los frentes creados para guiar y dirigir a los militantes moralmente comprometidos aunque políticamente ilusos fue el de «clubes de inocentes».

[…]

Pero el término «inocencia» también implica una motivación. Me refiero a la necesidad del bien en el sentido bíblico. El ansia de una justificación moral para la propia vida es una de las necesidades más profundas, una de las fuerzas más poderosas e intrínsecamente humanas que existen. En sus «clubes de inocentes», Münzenberg proporcionó a dos generaciones de izquierdistas lo que podríamos denominar el «foro del bien». Acaso más que nadie en su tiempo, desarrolló lo que podría considerarse la principal ilusión moral del siglo xx: la noción de que, en esta época, el principal escenario de la vida moral, el verdadero reino del bien y del mal, era la política. Él fue el organizador invisible de esa modalidad política […] que podríamos llamar «política del bien». La misma frase, «clubes de inocentes», demuestra cómo los temas políticos manipulados por Münzenberg llegaron a servir a muchos como un sustituto de fe religiosa. Ofrecía a todos sin excepción un papel en la búsqueda de la justicia. Al definir la culpabilidad, proponía inocencia a sus seguidores. Y millones lo aceptaron.

El fin de la inocencia, trad. Marcelo Covián,
Tusquets, 1997, pp. 33 y 34

 

JEAN-FRANÇOIS REVEL (1924-2006)
Como exime a la vez de la verdad, de la honradez y de la eficacia, se concibe que, ofreciendo tan grandes comodidades, la ideología, aunque fuera con otros nombres, haya gozado del favor de los hombres desde el origen del tiempo. Es duro vivir sin ideología, ya que entonces uno se encuentra ante una existencia que no conlleva más que casos particulares, cada uno de los cuales exige un conocimiento de los hechos únicos en su género y apropiado, con riesgos de error y de fracaso en la acción, con eventuales consecuencias graves para uno mismo, con peligros de sufrimiento y de injusticia para otros seres humanos y con una probabilidad de remordimiento para el que decide. Nada de esto puede suceder al ideólogo, que se sitúa por encima del bien y de la verdad, que es él mismo fuente de la verdad y del bien. He aquí un ministro reputado por su virtud, su culto a los derechos del hombre, su amor a las libertades. No dudará en presionar a una administración, en amenazarla, para hacer nombrar a su mujer, con toda la irregularidad, profesora de una gran escuela y hacer expulsar al titular. El abuso despótico del poder al servicio del favoritismo familiar más trivial, que fustigaría con asco si lo viera practicar fuera de su campo, deja de parecerle vergonzoso viniendo de él […]. Este hombre no está aislado, está acompañado, sostenido por la sagrada sustancia de la ideología, que acolcha su conciencia y le induce a pensar que, estando él mismo en la fuente de toda virtud, no puede secretar más que buenas acciones.

El conocimiento inútil, trad. Joaquín Bochaca,
Espasa, 1993, p. 210

 

MICHEL FOUCAULT (1926-1984)
Ahora bien, si el genealogista se toma la molestia de escuchar la historia más bien que de añadir fe a la metafísica, ¿qué descubre? Que detrás de las cosas hay «otra cosa bien distinta»: no su secreto esencial y sin fecha, sino el secreto de que no tienen esencia, o de que su esencia fue construida pieza a pieza a partir de figuras extrañas a ella. ¿La razón? Que ha nacido de una forma del todo «razonable» —del azar—. ¿El apego a la verdad y a los métodos científicos?

[…]

El análisis histórico de ese gran querer-saber que recorre la humanidad pone, pues, de manifiesto que no hay conocimiento que no repose sobre la injusticia (que no hay, pues, en el propio conocimiento, un derecho a la verdad o un fundamento de lo verdadero) y a la vez que el instinto de conocimiento es malo (que hay algo mortífero en él, y que ni puede ni quiere nada para la felicidad de los hombres). Adquiriendo, como sucede hoy en día, sus más amplias dimensiones, el querer-saber no nos acerca a la verdad universal; no da al hombre un exacto y sereno dominio de la naturaleza; al contrario, no cesa de multiplicar los riesgos; en todas partes hace crecer los peligros; abate las protecciones ilusorias; deshace la unidad del sujeto; libera en él todo lo que se empeña en disociarlo y destruirlo. El saber, en lugar de separarse poco a poco de sus raíces empíricas, o de las primeras necesidades que lo han hecho nacer, para devenir una pura especulación únicamente sometida a las exigencias de la razón, en lugar de estar ligado en su desarrollo a la constitución y a la afirmación de un sujeto libre, implica un empeño cada vez más grande; la violencia instintiva se acelera y crece en él. Antaño las religiones exigían el sacrificio del cuerpo; hoy el saber pide experimentar en nosotros mismos, sacrificar el sujeto de conocimiento.

Nietzsche, la genealogía, la historia, trad. José Vázquez Pérez,
Pre-Textos, 2004, pp. 18 y 70-72

*

Hay que acabar con ese gran mito. Un mito que Nietzsche comenzó a demoler al mostrar en los textos que hemos citado que por detrás de todo saber o conocimiento lo que está en juego es una lucha de poder. El poder político no está ausente del saber, por el contrario, está tramado con éste.

La verdad y las formas jurídicas,
trad. Enrique Lynch, Gedisa, 1980, p. 59

 

KARL POPPER (1902-1994)
Marx fue racionalista. Junto con Sócrates y Kant, vio en la razón la base de la unidad del género humano. Pero su doctrina de que nuestras opiniones se hallan determinadas por los intereses de clase apresuró la declinación de esa creencia. Al igual que en la doctrina hegeliana de que nuestras ideas se hallan determinadas por los intereses y tradiciones nacionales, la teoría marxista tendió a socavar la fe racionalista. De este modo, amenazada a derecha e izquierda, la actitud racionalista frente a los problemas sociales y económicos no pudo resistir el embate conjunto de la profecía historicista [Marx] y del irracionalismo oracular [Nietzsche]. He aquí, pues, por qué el conflicto entre el racionalismo y el irracionalismo se ha convertido en el problema intelectual, y quizá incluso moral, más importante de nuestro tiempo.

La sociedad abierta y sus enemigos, trad. Eduardo Loedel,
Paidós, 1991, p. 392

 

ALEXANDRE KOYRÉ (1892-1964)
Así como no hay nada más refinado que la técnica de la propaganda política moderna, no hay tampoco nada tan burdo como el contenido de sus aserciones, que manifiestan un desprecio tan absoluto y total por la verdad. E incluso por la propia verosimilitud. Desprecio que no es sino igualado, y lo supone, además, por el de las facultades mentales de aquellos a los que se dirige.

Podríamos preguntarnos incluso —de hecho, nos lo preguntamos efectivamente— si tenemos todavía el derecho de hablar aquí de «mentira». Así, el concepto de «mentira» presupone el de la veracidad, de la cual ella es su opuesto y su negación, lo mismo que el concepto de falsedad presupone el de verdad. Ahora bien, las filosofías oficiales de los regímenes totalitarios proclaman unánimemente que la concepción de la verdad objetiva, una para todos, no tiene ningún sentido; y que el criterio de «verdad» no remite a su valor universal sino a su conformidad con el espíritu de la raza, de la nación o de la clase, su utilidad racial, nacional o social. Prolongando y llevando hasta el extremo las teorías biologicistas, pragmáticas, activistas de la verdad y consumando lo que muy bien se ha llamado «la traición de los intelectuales», las filosofías oficiales de los totalitarismos niegan el valor propio del pensamiento que, para ellos, no es una ilustración sino un arma; su fin, su función, dicen ellos, no es revelarnos la realidad, es decir, lo que realmente es, sino que nos ayudan a modificarla, a transformarla, guiándonos hacia lo que no es. […]

También en sus publicaciones (incluso en las que se dicen científicas), en sus discursos y, por supuesto, en su propaganda, los representantes de los Estados totalitarios se preocupan muy poco de la verdad objetiva. Más fuertes que Dios todopoderoso, transforman a su antojo el presente, e incluso el pasado. Se podría concluir, y se ha hecho a veces, diciendo que los regímenes totalitarios se sitúan más allá de la verdad y de la mentira.

Creemos, por nuestra parte, que eso no tiene importancia. La distinción entre la verdad y la mentira, lo imaginario y lo real, queda bien justificada en el interior mismo de las concepciones y de los Estados totalitarios. Es sólo su lugar y su papel los que en cierta manera están intercambiados: los totalitarismos están fundados sobre la primacía de la mentira.

«La función política de la mentira moderna», trad. María
José Pozo, 1943, pp. 118 y 119, en línea

 

HANNAH ARENDT (1906-1975)
Nuestra libertad para mentir —pero no necesariamente nuestra habilidad para ser veraces— es uno de los pocos datos evidentes y demostrables que confirman la libertad humana.

[…]

La veracidad jamás se incluyó entre las virtudes políticas, porque poco contribuye a ese cambio de mundo y de las circunstancias que está entre las actividades políticas más legítimas. Sólo cuando una comunidad se embarca en la mentira organizada por principio y no únicamente con respecto a los particulares, la veracidad como tal, sin el sostén de las fuerzas distorsionantes del poder y el interés, puede convertirse en un factor político de primer orden. Cuando todos mienten acerca de todo lo importante, el hombre veraz, lo sepa o no, ha empezado a actuar; también él se compromete en los asuntos políticos porque, en el caso, poco probable, de que sobreviva, habrá dado un paso hacia la tarea de cambiar el mundo.

«Verdad y política», en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios de reflexión política, trad. Ana Poljak, Península, 1996, pp. 263 y 264