Estábamos entrando en París.
No quiero negarlo.
Yo era presa de una agitación violenta.
[…]
A la claridad diáfana de la luna, yo veía a París bajo las múltiples fases de su formación y de su existencia […]. ¡Todo lo veía yo bajo aquella resplandeciente luna, en la quieta y azulada atmósfera de aquella noche de enero, y los árboles del camino me tomaban extrañas formas, y las mil y mil luces que brillaban en la ciudad se me antojaban llamaradas del incendio!
La vista de la estación cambió el curso de mis ideas; me sobrecogió con ligero asombro cuando oí decir: «¡París!», y para arrancarme a aquellas sensaciones pueriles me lancé al ómnibus y cerré obstinadamente los ojos hasta el hotel, queriendo guardar entera mi impresión para el día siguiente. Me acosté rápidamente, y aunque el sueño huía de mis párpados, traté de dormir, repitiendo en voz baja: «Necesito reposar para recorrer París» (Pardo Bazán, 2014, p. 39).[1]
Esto escribe en su diario de viaje[2] la joven Emilia –ha cumplido 22 años en el septiembre anterior–, cuando, en una noche de finales de enero de 1873, acompañada de sus padres, su esposo y uno de sus tíos, llega por primera vez a la ciudad que tan importante será en su vida.
Después del temprano artículo de Gómez Carrillo (1906, pp. 457-462), mucho se ha escrito sobre Pardo Bazán en París, en especial a propósito de sus crónicas sobre las Exposiciones Universales de 1889 y 1900[3]; menos atención ha recibido la que podríamos calificar como su «gran ocasión», el 18 de abril de 1899, cuando pronunció en la sala Charras su conferencia «La España de ayer y la de hoy»[4], y todas sus biógrafas se han ocupado de sus estancias en la capital francesa, cada vez más frecuentes a partir de 1884. Ella misma reiteró en diversas ocasiones su especial relación con aquella ciudad[5]; y de las cartas suyas que conocemos –a Pereda, Menéndez Pelayo, Galdós, Giner, Oller, Carmen Miranda– son muchas las fechadas en París y en las que refiere a sus actividades –investigaciones en la Bibliothèque National, tertulias, etcétera– y andanzas, más o menos frívolas.
Casi nada se ha comentado, pese a que el texto es conocido en edición digital desde hace más de seis años, sobre su «primera vez» en el invierno y la primavera de 1873: acaso su estancia más larga –casi tres meses–,[6] referida con minucioso detalle e interesantísimas observaciones en los once pliegos –casi cincuenta carillas– de sus Apuntes de un viaje. De España a Ginebra. La escritora coruñesa conservó durante toda su vida el manuscrito, por eso ha podido llegar hasta nosotros aunque incompleto, y acaso lo tenía a la vista –o lo recordaba puntualmente– cuando en 1906 relató a Gómez Carrillo su primera estancia parisina con detalle, evocando actividades, episodios y anécdotas de modo muy similar a como se lee en el texto.[7]
Volvamos al momento recogido en el fragmento que cité en la apertura del artículo. Inmediatamente después de la frase «Necesito reposar para recorrer París», el manuscrito muestra once renglones en blanco, «acaso para indicar gráficamente ese reposo que se exige; o bien, porque proyectaba anotar aquí, posteriormente, alguna reflexión»[8]. La que expone en el párrafo que sigue es bien significativa de la segunda impresión que le produce la ciudad a la mañana siguiente: «No hay nada como la luz de la luna para engendrar ilusiones, ni como la del sol para disiparlas. Aquel París poético de ayer, aquellas históricas figuras, aquellos recuerdos, impresiones, esperanzas…, ¿a dónde han ido? Lutecia ha desaparecido al reflejo de la aurora, y solo queda París, con su ruido, su lodo, sus coches, sus gritos de vendedores, y sus largas y magníficas calles. Una ciudad inmensa y comercial… He aquí todo».
Dije antes que en la entrevista de 1906 resume aquella visita de treinta y tres años atrás como si tuviese a la vista este manuscrito, o lo recordase muy bien; incluso siguiendo a veces el mismo orden. Así, cuando evoca cómo los primeros edificios que contempló evidenciaban aún los efectos de la Commune, comenta: «Aucun édifice n’était encore réparé. Les Tuileries, la Cour des Comptes, les autres monuments incendiés par les communistes demeuraient en ruines»; en los Apuntes había escrito: «Hemos salido como se sale en toda población el primer día: a la casualidad. Y esta diosa mal intencionada nos ha conducido –como si lo hiciera de propósito– a las Tullerías […]. El grandioso palacio ha sido presa del fuego comunista, y lo que tenemos delante no son más que sus carbonizados restos».
Más que la coincidencia en el detalle, me importa notar cómo en sus recuerdos uno de los aspectos que destaca es la impresión que le produjeron no solo esas huellas aún visibles de los días de la Comuna –de marzo a mayo de 1871–, sino también del asedio de la capital, entre septiembre de 1870 y enero de 1871, en la llamada guerra franco-prusiana, y la consiguiente pérdida de dos de sus regiones tras la derrota: «Paris, à cette époque-là, avait une âme charmante, comme vous dites, une âme débordante de poésie, d’amère poésie. La guerre et le siège –qui fut admirable– avaient doné à la ville un caractère de grandeur […]. Dans les rues, on ne voyait que des gens en deuil; et les statues de l’Alsace et de la Lorraine, sur la place de la Concorde, se dressaient sous un entassement de couronnes d’immortelles et de lauriers avec de larges noeuds de crêpe noir».
Me parece significativo que, cuando recuerda ante el escritor guatemalteco su primera vez en París, Pardo Bazán, aparte de sus contactos carlistas a los que luego aludiré, se refiera básicamente a esos dos asuntos –la Comuna y la derrota–, que en los Apuntes no son los que más atención le merecen, aunque sí les dedique buena parte de los once pliegos. Veámoslo con algún detalle.
Tras la fugaz alusión al «fuego comunista», la joven turista anota su visita al jardín de las Tullerías[9], el Carrousel, el Louvre y sus museos –lo que le da pie a mencionar otros también visitados: Luxemburgo, Cluny, Sèvres, los Gobelinos–, el cementerio de Père Lachaise, la Morgue –que le suscita interesantes reflexiones sobre «la espantosa plaga moral de este siglo […], el suicidio»–, los boulevares (sic) y sus «mujeres del medio mundo» (demimondaines), el comercio parisino y sus grandes almacenes, la Ópera y otros teatros –con una larga digresión sobre el estado de la escena y de las letras en Francia–[10], los bailes de máscaras (que luego glosaré), algunos templos –la Magdalena, San Sulpicio, Saint Germain des Prés, el Panteón– y «la iglesia capital de París, la que he visitado con verdadero interés y no una sino infinitas veces, es la poética, la original, la venerada Notre Dame».
Aquí, tras la obligada descripción de lo más notable de la catedral –el pórtico, las vidrieras, las bóvedas, la flecha, el campanario,[11] la vista de la ciudad desde la torre–, nos encontramos la primera y más detenida referencia a uno de los mártires de la Comuna. Cuando los visitantes bajan a ver el tesoro, entre otras joyas sumariamente mencionadas, la joven Emilia evoca «el armario [que] contiene los trajes de los tres arzobispos de París que en poco tiempo han dado, como el buen pastor, su vida por sus ovejas»: monseñor Sibour, «el asesinado en Saint Etienne du Mont» en 1857; monseñor Affre, «el que una bala perdida mató, mientras que en las barricadas suplicaba al pueblo de París que cesase en la lucha» en 1848, y monseñor Darboy, «el fusilado por los comunistas en la prisión de la Roquette, mientras París se retorcía en un océano de llamas» el 24 de mayo de 1871.
Como lógica continuación de esa visita, Emilia declara: «Tengo en el bolsillo un permiso para ver la Roquette, que, por cierto, me ha costado trabajo conseguir; ahora mismo voy a aprovecharme de él: después del traje de la víctima, visitemos el lugar del suplicio». Cuatro carillas del manuscrito ocupa el emocionado relato de esa visita, que merecería una glosa más detenida de la que aquí puedo permitirme. La joven Emilia se revela como una acendrada integrista, que no solo recibe devotamente las explicaciones del guardián, salpicadas de sus emocionadas reflexiones, sino que se permite algunos gestos de inequívoco sentido y que, curiosamente, parece compartir el guía: