Pocos días después me dijo la condesa:

–¿Qué le ha parecido a usted del mexicano de la otra noche?

–Seguramente que una persona muy amable –respondí sin saber adónde quería ir a parar.

–Pues es el padre del rey –me respondió riendo de muy buena gana.

Júzguese de mi sorpresa. Así pues, el caballero mexicano de palabra lenta, mirada dulce y modales de exquisita distinción con quien había hablado tan mano a mano ¡era el hijo de Carlos V, el hermano de Carlos VI, el padre de Carlos VII! ¡Y yo le había preguntado en el curso de la conversación si era carlista!

–Don Juan de Borbón –añadió la condesa– se ha complacido en extremo con este incidente, y me ha encargado de decir a usted que se lleva sus versos guardados, y que siente en extremo no poder estar detrás de una cortina viendo el efecto que le ha hecho a usted esta revelación.

Y así se refiere en el artículo de Gómez Carrillo: «Dans une réunión on me présente, une fois, un soi-dissant général argentin, qui n’était autre que don Juan de Bourbon, le père du prétendant. Nous causâmes longtemps. C’était un homme très intelligent, très instruit, ami des lettres et des arts. Ce personnage historique m’intéressait beaucoup et j’était heureuse de pouvoir causer tranquillement avec lui. Il voyageait incognito, sous des noms extravagants, et à cette époque plus que jamais, à cause du bruit que l’on commençait de faire autour du nom de son fils».

Notemos que ahora doña Emilia suprime lo más novelesco de aquel suceso: en su conversación con el supuesto extranjero –ahora, en vez de mexicano, un general argentino– no parece que desconociese quién era su interlocutor. En todo caso, y para lo que aquí me importa, resulta llamativo que todo lo que en 1906 recuerda de su primera visita esté en el diario de viaje que entonces escribió.

Por supuesto, de esos tres meses en París, los Apuntes de 1873 recogen bastantes más asuntos que la Comuna, la pérdida de Alsacia y Lorena o las relaciones de Emilia con los emigrados carlistas. Me he detenido en esos por ser los que reaparecen en el tan citado artículo de Gómez Carrillo, pero, sin superar los límites de esta nota, puede resultar interesante comentar algún otro episodio recogido en los pliegos parisinos del manuscrito.

Comencemos por lo que dice a propósito de los bailes de máscaras en el carnaval de 1873. El primero al que asisten los viajeros es en el Valentino: a primera vista –dice– «es un baile de máscaras como otro cualquiera, fuera del contraste, nuevo para los españoles ojos, de ver al sexo feo disfrazado, en vez de estar con su traje como en España», pero, en cuanto suena la música, «todo varía de aspecto». Ello permite a la joven escritora mostrar su talento literario para las descripciones: «Todo se pone en movimiento, la música, sostenida por las poderosas vibraciones de las trompas de caza y por los disparos no interrumpidos, se hace embriagadora; el salón, radiante ya de luz, se ilumina con los rojos fulgores de mil fuegos de bengala, y dominós, trovadores, moros, perros, pastoras, locuras, lanzando gritos para excitarse, ejecutan una ronda infernal, un baile de condenados; es la bacanal, es la saturnal, es la antigüedad pagana con su feroz alegría que concluía por ahogar las carcajadas en sangre».

Estando en París y en carnavales sería imperdonable no asistir también al baile de máscaras de la Ópera, lo que hacen el sábado a las doce de la noche: «Nos habían dicho –se justifica– que el baile del sábado de carnaval era el más chic, porque el lunes, martes y domingo se descolgaba allí la gentecilla». Su impresión no es demasiado favorable –«La Ópera es Valentino en grande, con más espacio, más gente y más calor. He ahí la diferencia»–; incluso comparado con los bailes de máscaras del Real, en Madrid[17], no le parece mucho mejor. Y tras referir un episodio que pretende ser gracioso –el encuentro con un individuo inequívocamente español, vestido con traje andaluz, que intenta hacerse pasar por italiano aunque su acento lo delata–, concluye excusándose por no exponer aquí las reflexiones que la experiencia le ha suscitado: «Si fuera a comentar detenidamente el baile de la Ópera, tendría que entrar en reflexiones que no me agrada hacer, si son de la índole de estos apuntes».

Ahora lo sabemos, la joven se reservó esas reflexiones para una composición poética: «En el baile de máscaras de la Ópera de París». Dedicado «A mi amigo el conde de A…» –suponemos, el antes citado Algarra– y fechado en «París, carnaval de 1873», se incluyó en un libro de versos, Himnos y sueños, que nunca llegó a publicar, pero cuyo manuscrito se ha conservado.[18] La extensión del poema –ochenta versos– nos impide copiarlo aquí,[19] aunque pueden dar una idea de su tono y objetivos las tres primeras estrofas: «Mirad, si os es posible, / con ojo observador y mente atenta, / la orgía indescriptible / que en remolino horrible / del salón en los ángulos revienta. // Ved el mar de cabezas / cubiertas con fantásticos tocados; / caprichos y rarezas / que a todas las torpezas / estímulos ofrecen depravados. // Ved cuál de la dorada / generación que viene, una gran copia / danzando embriagada / añade desatada / vergüenza ajena a la vergüenza propia».

Estas reflexiones de la joven moralista deben ser interpretadas a la luz de la categórica declaración que formula a su llegada a París, cuando advierte que no se propone visitar la ciudad como una turista más:

Hoy que tanto se viaja, ¿qué persona que esté suscrita a un periódico y use guantes –aunque no sea diariamente– ha dejado de formar esta idea; ir a París –de realizar este deseo– ver París? Pero las tres cuartas partes, toman un tren de placer, se están diez días, dan un paseo por los boulevares (sic), compran dos tres frioleras para la señora y el ahijado, ¡y se vuelven a su pueblo diciendo que han visto París!

Yo pienso estar en París tres meses, y estudiarlo a fondo; no estudiar su fisonomía material –esta con una colección de fotografías se conoce casi–, sino su aspecto moral, hasta donde mis fuerzas alcancen y comprenda mi inteligencia; y entonces podré decir si tienen razón los que le llaman «el cerebro del mundo» o si están más en lo justo los que la apostrofan «moderna Babilonia».

¡Si el pensamiento está aquí, es imposible que su fuerza no arroje una chispa en mi alma!

Ese propósito explica también las consideraciones que antes cité, a propósito de los efectos morales que la Comuna y la derrota han producido en la sociedad parisina, precedidas de esta justificación: «Al tratar de dejar la gran capital no puedo resistir el deseo de hacer un corto análisis de su fisonomía moral, como he hecho un boceto de la física».

Pero no quisiera que esas reflexiones de índole moral ocultasen otras dimensiones más atractivas de este texto; o, al menos, las que a mí me lo parecen. Me refiero a los atisbos que ocasionalmente encontramos del incipiente talento narrativo de la futura gran novelista. Basten dos ejemplos, con cuyo comentario quiero concluir. Son dos mínimas anécdotas, casi sin importancia, pero que la joven Emilia cuenta con notable maestría.

La primera aparece con ocasión de su visita a la Morgue, que estuvo a punto de no contar: «Tentaciones me dan de suprimir de estos apuntes la visita que hice a la Morgue». La valía del relato justifica la extensión de la cita:

Para que se comprenda bien la triste impresión que he recibido, es preciso que señale un detalle. Uno de los días que pasé recorriendo las salas del Louvre, vi, sentado junto a una de las chimeneas y calentando en ella sus pies mal calzados y aterido, un hombre de larga barba negra, descuidada, y cuya mirada extraviada no se separaba de las llamas.

Este hombre mordía de vez en cuando sus uñas, o las hincaba en su levita mugrienta, de un modo febril y ansioso. No sé por qué se me figuró que la pobreza no era el único pesar de aquel hombre, me pareció leer en su fisonomía trastornada una desesperación profunda.

Algún tiempo después visité la Morgue. La Morgue es un siniestro edificio, situado en la orilla derecha del Sena, y en el cual, sobre grandes mesas de mármol negro, se exponen los cadáveres de los individuos encontrados asesinados o ahogados, y cuya identidad no se puede probar. Allá entra el que quiere, y si los reconoce, declara lo que sepa acerca de su nombre, profesión, etcétera. Los infelices están desnudos, cubiertos solo con un sucio sudario: sus manos no están cruzadas, sus cabellos se pegan a su frente… Nada más realista y horrible a la vez.