POR JOSÉ LASAGA MEDINA

Para Coque y Jorge, caminantes

¿Y POR QUÉ NOSTALGIA?

Hoy más que nunca sentimos esa nostalgia porque no sabemos qué hacer con nuestro lado animal.[1]

Durante gran parte de la existencia de la humanidad la dimensión de lo animal, enraizada en nuestro cuerpo, fue administrada desde la parte superior, desde el «alma» y custodiada por una mitología o una teología que hacían del hombre una criatura única en el universo por retener en su naturaleza una chispa de la divinidad.

Llegó luego Darwin y con él la tercera herida narcisista de que habla Freud. Herida a nuestro narcisismo por no ocupar ya un lugar privilegiado en el cosmos ni ser semejantes a los dioses, por reconocer que somos animales evolucionados de ancestros animales. Desde entonces, hemos fracasado a la hora de crear un nuevo orden en nuestra propia intimidad. El humanismo moderno, demasiado dependiente del humanismo cristiano que nos convierte automáticamente en hijos de Dios y «herederos» legítimos de la Tierra, no ha conseguido recuperar una imagen convincente de lo humano en su relación con el universo. Fracaso de la religión y de la filosofía, de las ciencias llamadas humanas y de la política.[2]

Las pulsiones utópicas que atravesaron los siglos xix y xx, concibiendo la historia como partera del «hombre nuevo», cuando la ciencia ya resultaba incompatible con nuestros mitos religiosos del origen (Génesis, 3), puede que también estén en el origen de esa nostalgia de lo animal que se manifiesta en muchos registros de nuestro presente, tanto en la vida cotidiana como en las tendencias de las ciencias sociales y la filosofía.

La posesión de mascotas, el rechazo de cualquier forma de crueldad para con la vida animal, la necesidad de acercarnos emocionalmente a ésta, conviviendo, cuidando y protegiendo a los animales que habitan con nosotros, la tendencia a plantear terapias con animales, la condena social de su maltrato, las legislaciones protectoras en relación con los «derechos» de los animales, especialmente los de granja, algunos de los cuales, empiezan a ser recogidos en reglamentos y legislaciones, las protestas contra experimentos que producen dolor, la falta de cuidados en los zoológicos o en el uso de animales en los circos para divertir si ello implica sufrimiento o trato «indigno»; el uso de pieles o, en el caso español, el rechazo a los festejos relacionados con los toros bravos… y, más recientemente, la creciente tendencia «vegana» en alimentación que defiende activamente el fin del sacrificio de animales para que los humanos coman carne o se sirvan a su antojo de los productos segregados por sus organismos son indicios claros de ese acercamiento sin precedentes a nuestros hermanos animales.

Desde nuestro ingreso en el siglo xxi nunca ha estado tan abierta a discusión la pregunta ¿en qué reside lo específicamente humano? Las polémicas recientes en torno a los programas más innovadores de las ciencias biomédicas y de la cibernética dan por hecho que el concepto filosófico de «naturaleza humana» se ha evaporado. ¿Y ahora qué? Podría preguntar algún avisado, ¿acaso es posible seguir estableciendo alguna diferencia con la vida animal?

Vivimos un momento extraño. Sólo la tecnología parece hacer lo suyo y avanzar en línea recta. El común de los mortales nos vamos convirtiendo en extraños animales consumidores que avanzan en círculos mirando compulsivamente pantallitas de las que surgen destellos metálicos que atesoran nuestra intimidad y nos ordenan los acontecimientos. La religión es un recuerdo del pasado, al igual que la filosofía, aunque de un pasado más reciente. La política y la educación fracasan en dar seguridades o crear convicciones capaces de inducir confianza y proyectar futuro. Se vive al día, buscando un goce inmediato y avasallador que llene el vacío interior como un muñeco de trapo se rellena de paja.

«Vida humana», «naturaleza humana», ¿qué significan aún estas expresiones? Se hallan tan abiertas a discusión, especialmente en su frontera con lo animal, siempre reconocido como el fondo opaco sobre el que se levanta la «humanitas», que es difícil llegar a alguna conclusión. Basta con postular un punto de convergencia, por ejemplo, la sensibilidad, para que sea muy difícil reclamar algún tipo de diferencia con la vida animal… Y sin embargo…

Vemos pues «la nostalgia de lo animal» como un síntoma que precisa de comprensión. No se trata, a mi juicio, de una moda banal o inocua sino de una de las marcas más significativas de nuestro presente. No es posible recoger el conjunto de pruebas y argumentos que demostrarían que vivimos el momento final de la historia de Occidente, y por tanto lo propongo como una convicción que, estoy seguro, algunos lectores compartirán. Pero reparemos en que quizá sea la única cultura que se ha pensado a sí misma fuera de la naturaleza cuando no en oposición a ella. Dicha historia comienza en Grecia y Jerusalén y se reconfigura con la síntesis entre Roma y el cristianismo. Aquellas formas de vida basadas en cierta idea de la divinidad y de la humanidad y de sus relaciones con la naturaleza, la idea del lugar que debía ocupar el «hombre en el cosmos» para decirlo con el título de un libro que tuvo éxito en los años veinte del siglo pasado,[3] son las que se han debilitado, junto con las verdades y valores que la cultura occidental situó hasta hace un rato en la vida del espíritu, para decirlo con el título de otro libro importante.[4]

Pero no sólo es en las modas «animalistas» en donde hallamos síntomas de esta creciente demanda de comprensión del animal, sino también en los estudios culturales y en la filosofía.

SINGER

Por comenzar con el dato más conocido, en ética es difícil ya rechazar las demandas de «igualdad» de trato ético para con los animales que Peter Singer comenzó a reclamar hace ya más de treinta años, argumentando que los animales, al menos las especies más cercanas al animal humano, sienten dolor y placer y que eso las hace iguales a nosotros en un punto que tiene consecuencias morales (prácticas): tienen intereses y ello nos obliga a considerarlos como sujetos protegidos por las normas que nos damos a nosotros mismos y que prohíben, por ejemplo, hacer mal a un semejante. Lo que viene a defender Singer, en última instancia, evitando cuidadosamente hablar de derechos, a diferencia de otras estrategias de defensa de los animales, es que la capacidad para sentir placer y dolor de la mayoría más cercana a nosotros en la línea evolutiva los convierte en nuestros iguales. El argumento funciona gracias a una cierta abstracción en el uso del hecho, por lo demás incontestable, de que los animales sienten dolor como nosotros, aunque no son tan evidente dos corolarios que Singer se apresura a extraer: a) que sentimos dolor de la misma manera; b) que por el hecho de sentir, los animales tienen intereses que hay que respetar.

La perspectiva en la que Singer sitúa su propuesta es ética y política. Desde el principio dejó claro que no se sitúa en la corriente de simpatía de los amantes de mascotas, etcétera. En el prólogo que antepuso a su primera edición cuenta la siguiente anécdota. Él y su mujer fueron invitados a tomar el té por una dama británica que había oído que el matrimonio era un gran defensor de «los derechos de los animales». Cuando les pasó la bandeja de sándwiches, con alguno de jamón y «nos preguntó qué animales domésticos teníamos con nosotros, le contestamos que ninguno». La anécdota permite a Singer mostrar con toda precisión el propósito de su discurso: «A nosotros no nos encantaban los animales. Simplemente queríamos que se les tratara como seres independientes y sensibles que son, y no como medios para fines humanos, como se había tratado al cerdo cuya carne estaba ahora en los sándwiches de nuestra anfitriona» (354).[5]

Singer se remite al filósofo utilitarista británico Jeremy Bentham (1748-1832), cuya simpatía hacia el reino animal, temprana pero no exclusiva en el siglo xviii, queda perfectamente clara en estas líneas que Singer cita como punto de partida de su defensa de la igualdad animal: «No debemos preguntarnos ¿puede razonar?, ni tampoco ¿puede hablar?, sino ¿puede sufrir?» (23).[6]

El mecanismo retórico que Singer pone en marcha para defender la posición utilitarista que ve en la sensibilidad compartida por todos los animales, el fundamento de los principios morales que deben regir el trato entre los mismos, consiste en ampliar las «causas célebres» de las denuncias de desigualdad en que tan pródiga ha sido la modernidad. Después del racismo y el sexismo, los menos avisados pensarían que la lucha por el ideal igualitario se había saldado con victoria. Pero quedaba una última frontera: el especismo. Si racista es el que piensa que existen razas superiores a otras y se comporta en consecuencia, especista es el que cree que la especie humana es diferente al resto de las especies animales y se comporta, en consecuencia, no reconociendo los intereses que dichos sujetos usufructúan en tanto que seres vivos sentientes. Ignorar que «el único límite defendible a la hora de preocuparnos de los intereses de los demás es el de la sensibilidad» (25) nos convierte en especistas.[7] Y en efecto sólo unas líneas después afirma: «Casi todos los seres humanos son especistas. Los siguientes capítulos muestran que los seres humanos corrientes […] participan activamente en prácticas que requieren el sacrificio de los intereses más vitales de miembros de otras especies para promover los intereses más triviales de la nuestra, las consienten y permiten que sus impuestos se utilicen para financiarlas» (Ib.).

¿Quiere decir Singer que la dieta de la mayoría de los miembros de la humanidad, al igual que los de otras muchas especies animales, que incluye carne, es trivial? Luchar contra el frío poniéndose un abrigo de piel puede ser trivial pero hacer pruebas dolorosas en animales para curar enfermedades que padecen los humanos puede ser una seria fuente de malestar y de perplejidad moral y metafísica para un espectador humano, pero no puede ser tachado de «trivial», aun cuando estemos de acuerdo en que infligir dolor a un animal afecta a sus intereses fundamentales. Cabe resumir el fin que se propone Singer en una fórmula que suena conocida: terminar con la «opresión y la explotación» de los animales allá donde tenga lugar.

En el prólogo que Yuval Harari escribe para la segunda edición del «clásico» de la liberación animal resume muy bien el espíritu de militancia y denuncia que inspiró su primera edición en 1975. Por ejemplo: «la ganadería industrial es responsable de más dolor y desdicha que todas las guerras de la historia juntas» (p. 7). Esta comparación, que no deja de producir cierto estupor, supone que el dolor es dolor, no importa quién lo sienta. Pues se da por probado que «los animales de granja son seres sensibles, con relaciones sociales intrincadas y pautas psicológicas refinadas» (Ib.). La tarea de Singer y su relativo éxito en ella ha sido convencernos de que hay que romper la barrera que hemos levantado entre nosotros, «en tanto seres con dignidad y derechos», y otros animales no humanos. La observación de los animales más cercanos a nosotros, los grandes simios y otros primates semejantes, demuestra, concluye Singer, que las diferencias entre nosotros y el resto de los animales es de grado y no de forma (16).

Si, en efecto, tiene razón Bentham y el origen de la moralidad está en que sentimos placer y dolor y ordenamos nuestras vidas a la búsqueda del primero, es innegable que nada nos diferencia del animal. Y, en todo caso, las diferencias nunca serán cualitativas. Del hecho de que los animales sientan se deriva que tienen intereses, pero no que tengan derechos, según Singer. Aunque no podemos entrar en tecnicismos, sería interesante comentar por qué razón prefiere centrar su alegato antiespecista en «intereses» y no en «derechos». No obstante, el paso de sentir dolor al de ser sujeto de intereses que obliga moralmente al «otro» no es tan evidente como Singer pretende y no lo justifica en ningún lugar de su extenso libro. De ahí que necesite una segunda tesis en la que establece una comparación entre los animales más cercanos a nosotros y los recién nacidos o los humanos con deficiencias mentales. Puesto que no nos comemos a ni experimentamos con unos y otros, tampoco deberíamos hacerlo con vacas cerdos, pollos, etcétera.

Ampliar nuestra esfera de inquietud moral hacia la parte del reino animal más próxima a nosotros es digno de elogiar. Ello fue planteado en la Antigüedad, no ignorado del todo en el cristianismo y otras religiones del Libro, y defendido en términos análogos a los que emplea Singer desde la Ilustración. Si de lo que se trata es de que Singer propone que el animal se convierte en sujeto de atención moral, más allá de lo que Kant había postulado, que estamos obligados a no ser crueles o a maltratar sin necesidad a los animales porque eso nos resta dignidad como sujeto racionales que somos, creo que fracasa. Singer debería preguntarse por qué existe en el mundo tal cosa como la moralidad y tendrá que responder que tal cosa existe como un invento o artificio humano para resolver los problemas de convivencia de sujetos que se sienten iguales desde su propia perspectiva de intereses. Pero evita meterse en estos berenjenales y reiterar el punto fuerte de su argumentación: «las conclusiones defendidas en este libro se desprenden exclusivamente del principio de minimizar el sufrimiento». ¿Quién podría estar en desacuerdo? Los problemas llegan cuando sacamos, o dejamos que Singer saque, todas las consecuencias.