POR JOSÉ LASAGA
1. DE LOS ORÍGENES: MÁS ALLÁ DE LA DUDA
Los textos de nuestra antología, «La mentira moderna», tienen por objeto mostrar que el desprestigio en que anda la verdad, en estos días de populismos y posverdades, no son de ayer, sino que vienen de muy lejos.

Se articulan en cuatro apartados. El primero corresponde al siglo xvii: el momento de constitución de la modernidad. La unidad de la verdad religiosa, la verdad científica y la verdad político-moral se ha perdido irremediablemente en la crisis del Renacimiento, pero se recuperará gracias al descubrimiento de un nuevo tipo de saber, asegurado por una nueva forma de justificar el conocimiento con base en el «método». Se sigue un segundo apartado que describe el breve momento de confianza, sin sombras, en la verdad racional. A éste lo sigue una sección más amplia, dedicada a la crisis de esa misma confianza. Hemos de detenernos en las reflexiones que Marx, Nietzsche y Freud hicieron sobre la verdad en el siglo xx y sus secuelas de guerras y revoluciones. La cuarta y última sección está dedicada a reflejar, bien que limitadamente, las proyecciones teóricas y prácticas, la suma, el destino que la destrucción de la verdad racional experimentó a lo largo del siglo anterior, entre cuyas ruinas se decide el futuro de nuestra civilización occidental. Recogemos algunos fragmentos de nuestro presente, esto es, de nuestro inmediato pasado que, aún vivo, informa nuestra actualidad.

El periodo histórico que damos en llamar «modernidad» y que se extiende por los cuatro siglos anteriores a este en que estamos nació de una profunda crisis histórica en la que prácticamente gran parte de las creencias en que vivían apoyados los europeos, desde Grecia y Roma, desaparecieron en unas pocas decenas de años. Entre ellas no está de más destacar que Dios no sólo era el creador del mundo, sino la mente lógica que lo ordenaba y el que había concedido al hombre la chispa divina de su inteligencia para descubrir y administrar la verdad. Desde la tesis agustiniana, la verdad habita en el hombre interior hasta la malla de esencias objetivas que abarcan las cosas que nacen y mueren, la filosofía vive una edad de oro de verdades y certidumbres.

La fe cristiana no se quebró del todo ni Dios dejó de la noche a la mañana de jugar un papel muy relevante a la hora de garantizar la verdad tanto teórica como práctica (ley natural); pero fue desplazado del centro de la vida. Las razones últimas por las que los hombres actuaban y luchaban comenzaron a ser distintas de aquellas que les habían ocupado en el Medioevo. Conocemos esos siglos de transición como Renacimiento. Lo que surgió de ellos fue una enérgica renovación de ideales, métodos, formas de vida y sistemas de creencias. Fue un «nuevo mundo» que, en lo espiritual, tomó el nombre de «Edad Moderna».

Conviene recordar que Europa se asomó a ella desde una profunda desconfianza en la forma antigua de entender la ciencia, la religión, la moralidad, la política, en fin, las costumbres y hasta la forma del universo, que habían permanecido intactos desde el Mundo Antiguo, desde Grecia y Roma. Y si algo caracteriza a esos dos siglos de transición del Medioevo a la modernidad es el escepticismo en el doble uso de la razón, teórica y práctica. Montaigne, el escéptico más elegante que dio el siglo, y Maquiavelo, el político más «sincero» del Renacimiento, son dos buenos testimonios de que la confianza en las antiguas verdades se había hundido para siempre. Nunca más el agustinismo político y la escolástica aristotélica recuperarían sus prestigios pasados. Pero la superación de aquellos dos siglos escépticos sólo se pudo alcanzar por medio de una extraordinaria atención y cuidado prestados al problema de la verdad.

Fue necesario que dos poderosas cabezas sintéticas, las de Francis Bacon y René Descartes, hallaran un camino de salida hacia una nueva fe, hacia un nuevo modo de enfrentarse a los problemas, de interpretar el mundo, de descubrir las verdades necesarias para seguir viviendo. Bacon lo hizo llevando a cabo una ordenada crítica de las fuentes de los errores en que venía incurriendo la humanidad, con idea de que en el futuro se evitaran. Descartes decidió hacer lo mismo y, por eso, desde joven se dedicó a redactar unas reglas para la dirección de la inteligencia (Reglas para la dirección del espíritu). Propuso muchas. Cuando abandonó el proyecto llevaba veintiuna. Y es que se dio cuenta de que tanta norma no era un sistema muy práctico. Su verdadero genio filosófico brilló cuando consiguió reducir aquellas decenas de reglas a sólo cuatro. Pero brilló aún más cuando fundó el uso del método y, por consiguiente, recuperó la confianza incondicionada en la razón, en una primera verdad «indubitable». Lo logró poniendo en marcha un proceso de duda que calificó de «metódica». Los hombres habían vivido en un mar de dudas bien reales desde el siglo xiv. Ahora Descartes ordenaba todos esos motivos de duda en varios niveles que reducían a nada todas las certidumbres que una mente bien formada podía experimentar, llegando a la duda que describió como «hiperbólica». En ese último y más radical nivel de duda se supone que el mundo está mal hecho a propósito, no que sea deficiente o incompleto, sino que hay una inteligencia malvada que se dedica a confundir a los hombres. La razón humana, capaz, en principio, de conocer y ordenar el mundo, incluso de dominar la naturaleza, podía estar controlada por un ser que hiciera que todas las leyes del mundo físico o del espacio geométrico, las certezas más sencillas de nuestro sentido común, las verdades más evidentes de la matemática, como que dos y dos suman cuatro, fueran falsas o erróneas.

Tan aterradora suposición resultó ser no más que un recurso para vaciar la razón —la imaginamos como un recipiente que contiene «cosas» (esto es, ideas, representaciones)— de cualquier idea que pudiera ser falsa. Una vez vaciada de todo, Descartes descubrió que la razón misma, la autora del proceso de la duda, no podía dudar de sí misma. Por tanto, había dado con esa primera verdad indubitable: yo dudo, yo pienso…

Y así nació esa nueva fe de la que vivió la humanidad europea con cierta comodidad hasta bien entrado el siglo xix. Aunque, como veremos más adelante, hubo algo en el momento mismo de la concepción de la modernidad que dejó una huella o marca oculta que terminaría saliendo a la luz. Esa marca de nacimiento (algo así como su pecado original) es, precisamente, la duda, la sospecha, la crítica, la desconfianza…

2. LA ESCALA HUMANA DE LA VERDAD
Podemos abrir la enciclopedia por la entrada «Progreso» o recordar las famosas palabras, llenas de autocontenida satisfacción, de Kant: «El cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en mi corazón».[1]

Estamos en el breve mediodía en que la filosofía vive inmersa en una confianza sin fisuras en los éxitos que esa misma razón, bien fundada en el método matemático, ha conseguido al arrebatar a la naturaleza sus secretos. El universo es un ejemplar cosmos de estructuras geométricas y la razón humana, el espejo que lo refleja en sus curvas y ecuaciones más precisas. Kant trasladará a la filosofía los éxitos que Newton ha alcanzado en el terreno de la física. Pues la cuestión es descubrir el mismo orden, verdad y equilibrio en el ámbito de los asuntos humanos. Ya Hume, cuando decide dedicarse a la filosofía, lo hace deslumbrado por la posibilidad de llegar a ser el «Newton de las ciencias morales». Como es sabido, el escocés llegó a resultados escépticos, cosa en la que no fue acompañado por su amigo Rousseau, cuyo contrato social inspiró la Revolución francesa. Pero fue, en efecto, Kant el que eleva la confianza en la razón a un nuevo nivel, aunque para hacerlo tuviera que recortar los poderes que todavía le eran concedidos, al menos, a la razón teórica.[2] Para la suerte de «la verdad» lo que ahora nos interesa es que, por primera vez, Kant cree haber hallado una ley para establecerla con toda evidencia en los asuntos prácticos, es decir, en el campo de la historia y la sociedad, en fin, en el terreno de las relaciones humanas, donde acontece la mentira. Kant espera que ese principio sea tan fiable y efectivo como las reglas de la geometría o las predicciones de la física. Dicha verdad es el imperativo categórico. No es necesario entrar aquí en detalles porque el lector encontrará en la antología una buena descripción del mismo de la pluma del propio Kant. Si bien la ley moral de una razón capaz de dar principios de comportamiento universalmente válidos no apareció exenta de dudas y problemas, ni siquiera para el propio Kant, que reformuló hasta tres veces el imperativo constituyente de la ley moral.

La pluralidad humana, las pasiones, amenazando siempre a la claridad racional, el mundo cambiante, la diversidad de costumbres que cualquier viajero observaba con facilidad ofrecieron flancos a la crítica. Por eso hemos reproducido la polémica que el joven Benjamin Constant mantuvo con Kant.

Como todos los mediodías, el de la razón en la plenitud de su confianza en sí misma fue breve y Kant expresó como nadie el deber absoluto de veracidad que, según él, se sigue de nuestra condición de seres racionales. No sólo la dignidad de las personas se pierde con la mentira, sino que la exigencia de decir la verdad es el fundamento único e inconcuso de todo derecho, por tanto, también del ideal de justicia.

El fracaso de la Revolución francesa, inspirada en un optimismo racionalista desbocado de que basta la voluntad de hacer el bien para hacer efectivamente el bien, a pesar de las apariencias de mal, terminó en fracaso. El Romanticismo brilló un rato, pero a costa de introducir elementos de irracionalidad en el orden lógico. La razón ilustrada revisa a fondo los cálculos demasiado optimistas: la lucha contra la superstición y la instrucción en las verdades de la ciencia y de la filosofía no bastan. No es tan fácil dar el paso desde la razón teórica, que sí que ha demostrado su poder de penetración en los secretos de la naturaleza, a la razón práctica, al orden de la historia, regido por las pasiones, embebido de emociones y sentimientos.

Desde Kant se abren dos caminos que cada vez divergirán más: el de los prudentes, que defenderán un uso limitado de los principios racionales en los campos en que se han mostrado eficaces los recursos del método; y aquellos otros que piensan que se puede, si se quiere, cambiar las cosas de acuerdo a la capacidad racional del ser humano y a su libertad constitutiva.

Los primeros dan lugar al positivismo. De ellos no nos ocupamos, pues mantuvieron una posición equilibrada frente al problema de la verdad. Son sus críticos, en ocasiones espoleados por los fracasos de la razón práctica en sus luchas históricas, los que protagonizarán, a partir de la segunda mitad del xix, la crisis de la modernidad. En lo que respecta a la suerte de la confianza en la verdad, nuestros protagonistas son la llamada «escuela de la sospecha», que, en poco más de cincuenta años, desmantelan la estructura de la razón moderna, haciendo casi imposible regresar a las certidumbres de que disfrutó en sus orígenes barrocos.

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