Esto empieza con la reunión de cuatro poetas en una oficina de la avenida Larco en 1983 cuando fueron invitados por la revista Hueso Húmero para integrar una mesa redonda sobre el estado de la poesía peruana de aquellos años.
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En ese sentido, la elección de los poetas por parte de la revista había sido bastante afortunada; representaban las tendencias principales que se desarrollaban en la poesía nacional por aquel entonces. El primero, Enrique Verástegui (Lima, 1950), era miembro del movimiento Hora Zero, que una década antes había remecido, con la violencia de sus manifiestos y sus propuestas sobre el poema integral y por trabajar el habla y las expresiones populares, los cimientos del edificio de la tradición poética, que ellos juzgaban anquilosada, mera copia de recetas extranjeras, estéril en el deber de ser parte del cambio social que el Gobierno militar del general Velasco se había decidido a ejecutar, por medio de una serie de reformas nacionalistas que tenían como meta romper el espinazo de la oligarquía. Por ese entonces Hora Zero se encontraba en su segunda etapa, aunque sus planteamientos eran similares a los de sus inicios. El segundo era Mario Montalbetti (Lima, 1953), quien era el poeta más interesante de la camada de autores surgidos a mediados y finales de los años setenta. Su primer libro, Perro negro (1978), había sido celebrado por la crítica como una posibilidad distinta y muy personal de asimilar el discurso conversacional, el del británico modo, de la generación del sesenta, cuyos representantes mayores eran Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza; las obras de ambos habían influenciado decisivamente a los poetas posteriores (incluso a aquellos que los negaban o vilipendiaban). Los otros dos invitados eran la voz de dos grupos poéticos de reciente formación. Roger Santiváñez (Piura, 1956) era el fundador y líder indiscutible del movimiento Kloaka, que, usufructuando la estrategia y modos publicitarios de Hora Zero —manifiestos incendiarios, actos contundentes, recitales populares— se había afianzado como el colectivo poético más reconocible de los años ochenta en el país. El otro, Óscar Malca (Lima, 1968), era miembro de Ómnibus, grupo originado en Arequipa que también causó algún revuelo en los cenáculos literarios de aquella ciudad. Esta conversación, más allá de sus conclusiones, tiene el mérito de haberse convertido en el primer documento donde se analiza de forma más o menos seria la crisis de la poesía peruana, que ya se evidenciaba desde la mitad de los setenta.
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Creo que es un ejercicio útil revisar cómo los participantes de esa ya remota mesa redonda asumieron los retos planteados en el debate. Montalbetti recién volvió a publicar un libro en 1995, Fin desierto y otros poemas (antes, en 1979, había dado a la luz, en las páginas del primer número de Hueso Húmero, un largo poema, «Quasar: el misterio del sueño cóncavo», quizá uno de los mejores que ha escrito), que, junto con Llantos Elíseos, de 2002, y Cinco segundos de horizonte, del 2005, efectivamente lo sitúan en una nueva frontera, personalísima y arriesgada, una de las más logradas de la poesía contemporánea peruana. Sin embargo, con sus siguientes libros, Montalbetti cae en una extraordinaria paradoja: deja de ser frontera, pero no llega a ser un centro, pues su propuesta, ya establecida en nuestro panorama dentro de unas coordenadas más o menos precisas y adoptada como camino por varios nuevos poetas peruanos, no alcanza la magnitud expresiva y refundadora de un Cisneros o un Hinostroza. Luego, adorna esa frontera con libros que no van más allá de lo explorado y conquistado (Ocho cuartetas en contra del caballo de paso peruano, 2008; Apolo cupisnique, 2012; Simio meditando [ante una lata oxidada de aceite de oliva], 2016), que, aunque son buenos libros, comienzan a parecerse mucho a los que Cisneros publicó en los ochenta: regodeos sobre hallazgos pasados, óptimos en sí mismos, pero de ninguna manera sorprendentes o deslumbrantes.
Óscar Malca abandonó la poesía poco más tarde, sin haber publicado un libro, sin embargo, sí legó unos pocos poemas en revistas. Verástegui, en cambio, entregó unos años después varios libros (Leonardo, 1988; Angelus Novus, 1989-1990; Monte de goce, 1991; Taqi Onkoy, 1993, etcétera) que convalidaron su lugar de excepción en nuestra poesía. Son libros irregulares, a veces autoindulgentes y arbitrarios, que, no obstante, poseen no pocos poemas notables, algunos brillantes (como es el caso de su memorable «Giordano Bruno»), en los que hay constante experimentación con la música, la filosofía y las matemáticas, aunque sus innegables puntos de brillo son aquellos en los que se adhiere, con gran oficio e intuición, a la corriente culterana conversacional que ha trajinado desde sus primeros poemas de los años setenta. Esta tendencia es clara incluso en sus últimos libros, que repiten los mismos vicios y aciertos que los anteriores.
Muy distinto es el derrotero de Roger Santiváñez, quien, a pesar de ser el que denuncia con más énfasis la retorización de la poética de los sesenta, es, de todos estos autores, al que más le cuesta sacársela de encima. Sus dos primeros conjuntos (Antes de la muerte, 1979; Homenaje para iniciados, 1984) están caracterizados por una fortísima influencia hinostroziana, en especial el segundo de ellos, y, en menor medida, de una impronta cisneriana y de los poetas beat. En 1988 publica un libro hermoso y fresco, El chico que se declaraba con la mirada, textos de una prosa versificada, fragmentaria, estupefaciente, que recoge recuerdos de la infancia y de la pubertad y ensambla versos completos de Cisneros, Hinostroza, Martos y otros exponentes del sesenta, citas que también son epitafios, túmulos que señalan el fin de una etapa en su obra y el verdadero inicio del trabajo con un lenguaje popular, complejo y tortuoso como la época donde le ha tocado germinar.
Producto de esta búsqueda es Symbol (1991), obra imprescindible de su bibliografía, el más rotundo acto de fractura con el lenguaje imperante en la poesía peruana desde el comienzo de la crisis. Santiváñez escribió Symbol bajo el efecto de las drogas duras y escuchando con atención lo que él denomina «la lengua del lumpen», es decir, la que se oye en «los bares del centro de Lima luego de la medianoche».
Posteriormente, el propio Santiváñez proseguiría por el camino que él mismo había inaugurado, con resultados diversos, pero que de todos modos patentizan el inquieto espíritu de un poeta que no se ha conformado nunca con las fórmulas preestablecidas, sino que las subleva y radicaliza hasta hallar en ese acto de inconformidad el magma preciso para su muy personal trabajo.
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Hubo, desde luego, otros poetas que destacaron en la década de los ochenta, como es el caso de Carmen Ollé (Lima, 1947), quien publicó en 1981 un breve aunque contundente libro de poemas titulado Noches de adrenalina. Quizá no sospechaba el escándalo y la admiración que sus textos iban a provocar tanto en la crítica como en los lectores: hasta ese entonces era inédito que entre nosotros una autora escribiera con tanta impudicia e insolencia sobre lo más privado de su sexualidad, procediera a una exploración escatológica del cuerpo tan cruda como violenta y analizara hasta el desgarramiento los lastres emocionales de la infancia. Fue tal el impacto de este poemario entre sus pares que a partir de él surgió la llamada «poesía del cuerpo», trabajada por distintas autoras —con variada suerte— durante toda la década de los ochenta, si bien en ningún caso se acerca al arrojo temático y formal que Ollé imprimió en su ópera prima.
Otro caso es el de Eduardo Chirinos (1960-2016), un poeta que apareció en escena con un libro precoz y entrañable, Cuadernos de Horacio Morell (1981), pero que a la vez marcaba una firme y ortodoxa adscripción a la poética de los sesenta. Esta adhesión no variará en sus siguientes entregas que, en vez de ser hitos de una evolución y la forja de un camino propio, son cada vez más dogmáticos a este respecto. Su poemario Canciones del herrero del arca (1989), el séptimo que publicó, echa mano del aliento salmódico en arte menor que Cisneros ya había implementado, de manera muy similar, en David (1962), una plaqueta juvenil publicada casi treinta años antes. En la veintena de títulos que publicó hasta su muerte percibimos muy pocas variaciones y reformulaciones con respecto a sus poemas iniciales. No hay duda de que Chirinos fue un poeta con mucho oficio, con un limpio y eficaz manejo de los recursos retóricos, si bien también es verdad que su poesía siempre pecó de predecible e inofensiva, además de estar repleta de textos intercambiables entre sí. Cuando intentó buscar líneas distintas —aunque semejantes en su conservadurismo— parecía arrepentirse y regresar a una zona de confort que lo aislaba de cualquier riesgo y garantizaba que su caudal expresivo siguiera su prolífico y manso curso. No todos los poetas que trasuntaron la líneas del conversacionalismo sesentero y su versión radicalizada setentera tuvieron la misma actitud admirativa y tercamente epigonal de Chirinos; autores más jóvenes, como Jorge Frisancho (Barcelona, 1967) y Rodrigo Quijano (Lima, 1965), pretendieron revelar nuevas miradas a la hora de abordar el intimismo como ocurre en Estudios sobre un cuerpo (1991), de Frisancho, y lo urbano popular, en Una procesión entera va por dentro (1998), de Quijano, con cierto éxito.