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En 2003 un grupo de jóvenes integrantes del taller de poesía de la Universidad de Lima publicó un libro titulado Tetramerón. Era el típico compendio de poetas que tantean el terreno y que, para no perderse en parajes desconocidos, prefieren explorarlos en compañía. De ese conjunto de buenas voluntades, el que más aciertos exhibió fue Bruno Pólack (Lima, 1978), quien aportó para el mencionado volumen una colección de poemas titulada «Las ruedas del beso de Reinaldo Arenas», que incluía un poema homónimo que debe estar entre lo mejor que ha producido la lírica peruana tras el 2000. Ese texto, más otros hallazgos parciales, sugerían la posibilidad de una voz personal y valiosa.

Poco tiempo después nuestro autor nos entregó su primer libro en solitario, El pequeño y mugroso Pólack (2007) que, si bien confirmaba algunas de las virtudes de sus poemas iniciales, también delataba acusados defectos. El más grave era un culteranismo exacerbado que podía caer con demasiada facilidad en lo intercambiable y retórico, empantanando, así, buenas ideas que no alcanzaban a desarrollarse convenientemente. Dos años después publicó Poemas médicos, libro todavía menos convincente que el anterior, repetitivo y sin mayor evolución con respecto a sus otros poemarios. Al terminar de leerlo quedaba la sensación de que Pólack era un talento que, atrapado en artificios y sofisticaciones, no había logrado alcanzar el vuelo que se esperaba. Lo cual era una lástima si consideramos el estado actual de la poesía peruana, urgida de propuestas sólidas y originales que la extraigan de ese marasmo y de los descubrimientos de la pólvora que tanto la caracterizan en los últimos años.

Es por eso que la lectura de su último libro, Fe, resulta una grata y estimulante experiencia. Consciente de las trampas y callejones sin salida que asediaban su poética, ha logrado sacudirse de ellos y afinar sus recursos expresivos hasta el punto de alcanzar la elusiva madurez que sus anteriores publicaciones sólo pudieron forjar a medias. Fe es un largo poema de trece estancias que quiere hacernos partícipes de un viaje interior en el que el amor, la juventud, el placer y el esplendor de lo cotidiano son puestos en entredicho por las sombras de la duda, del desasosiego y del desarraigo, así como de un periplo por una realidad dislocada, ambientada en una Europa antigua y decadente (que recuerda en varios aspectos —y salvando las distancias— la que Eielson plasmó en su Habitación en Roma) que es a la vez un paisaje de símbolos donde el yo poético está envuelto en «la claridad de una búsqueda apasionada pero infructuosa» donde las palabras son «conjuros mágicos» para enfrentar un «horrendo mundo que te obliga a esconderte para llorar».

Pólack no ha renunciado a las referencias cultas —no son pocas las que se pueden hallar en este libro—, si bien ha aprendido a dosificarlas y a incluirlas cuando son realmente útiles para sus propósitos y no como un parche ante los obstáculos que aparecen en su camino. No se ha conformado, además, con potenciar las posibilidades que manejaba desde antaño, sino que, con más confianza para maniobrar la materia verbal que tiene entre manos, consigue explorar nuevos ámbitos, como, por ejemplo, parodiar las actuales fobias y egoísmos del Viejo Continente («Cerdos extranjeros cruzan la frontera y ensucian las playas de los cerdos blancos»; «Se ruega firmar para abolir los viandantes negros. Yo firmo para abolir la noche»). Pero lo más destacable de este extenso poema es la rara sencillez con la que Pólack ha logrado acercarse a la esencia y a la contradicción de los elementos que aborda, para arrebatar su secreto. Quizá no sea un libro que vaya más allá del conversacionalismo predominante, aunque dentro de ese coto de caza ha logrado un dominio por momentos admirable.

 

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En 2006 Manuel Fernández (Lima, 1976), por entonces un perfecto desconocido para el mundo literario peruano, nos entregó uno de los mejores libros de poemas que se han publicado en nuestro país en los últimos quince años por parte de un autor de las últimas generaciones. Me refiero a Octubre (2006), un gran fresco en el que se explora nuestra historia colectiva contemporánea y los destinos individuales que, anónimamente, se desarrollan en sus márgenes y trastiendas. Fernández no sólo exhibía una llamativa capacidad para elaborar un poemario de gran ambición conceptual, sino que estas complejas estructuras estaban conformadas por textos y fragmentos de alta calidad expresiva e imaginativa, válidos por sí mismos, en los que era evidente un manejo eficaz de los referentes históricos, sociales y políticos. Nada de lo que nos decía sonaba falso o impostado: la destreza de Fernández a la hora de organizar esos referentes dentro de sus poemas y de justificar con naturalidad su inclusión lo distinguía de muchos otros poetas jóvenes que se pierden sin solución en las ciénagas de un culteranismo o historicismo mal entendidos.

De la vasta cartografía histórico-social de Octubre —que abarca la historia del Perú desde la implantación del régimen de Velasco hasta los años de la dictadura fujimorista—, Fernández pasa en La marcha del polen (2013) a un marco geográfico e histórico más delimitado: la Breña de los años setenta y ochenta, presentada aquí como un territorio popular, cálido y combativo donde se vuelve a desarrollar, de forma más sustancial que en el libro precedente, la interrelación entre las vidas privadas y el marco social, agregándole un elemento que enriquece sustantivamente este cruce de líneas: el factor autobiográfico. El narrador de estos poemas es testigo y cronista de la evolución y convulsión de un conglomerado urbano en el que su propia existencia se desenvuelve y se transforma, a diferencia de Octubre, donde los cambios y sucesos que atañían a los personajes estaban avizorados en la distancia, como contemplados a través de una ventana.

La marcha del polen se inicia con «La fundación de Breña», largo texto que, como su título indica, está basado en el poblamiento y edificación del distrito semiproletario que empieza en la otra ribera de la avenida Brasil. Fernández sortea bien los riesgos que entraña un poema amparado en esta temática: la tediosa enumeración de referentes conocidos, las trampas del populismo, el triunfo de lo prosaico sobre lo poético. El poema está convenientemente construido y evoca la nostalgia apoyada en el fulgor de las cosas cotidianas que florecen, la visión política sustentada más en la fuerza del movimiento popular que en el dogma, la adhesión a una realidad conformada por materiales baratos, ordinarios, pero, en última instancia, genuinos.

Procesos autónomos (2016), el último libro de Fernández, cierra una trilogía que constituye quizá el proyecto lírico más importante de su generación. Esta serie de poemas parte de la ambigüedad declarada por Fernández en el prólogo con respecto a su posición frente a lo académico: por un lado, reconoce que la intelectualidad es necesaria si nos urge una teoría capaz de explicar nuestra convulsa realidad mientras que, por otro, afirma que esas teorías suelen ser distantes de esa realidad que proclaman interpretar y están heridas por el dogmatismo y el acartonamiento. Leyendo el libro, esa indecisión va desapareciendo hasta enfrentarnos a un discurso que no sólo parodia los formalismos de la academia para delatar sus simulacros, simbolizados en ese profesor que «construye desde una pizarra / desde una sintaxis alambicada […] aprovechando el desconcierto / y la regencia de los verbos», sino también que impugna con dureza a la izquierda peruana y sus distintas facetas y discursos, especialmente en la mejor sección del conjunto, que da nombre al libro. El primer poema de este apartado, «El discurso como interacción social», es, asimismo, uno de los mejores de Procesos autónomos. Se trata de un texto de encomiable factura donde se examina el ascenso, apogeo y caída del velasquismo, al que se retrata como un movimiento revolucionario que termina siendo «una estructura perfecta / dijeron / una estructura sin bases reales / que se desploma / estrepitosamente». Desde Donde mancó el árbol de la espada y arcoíris (1980), de Cesáreo Martínez, no había leído un texto poético tan frontal y logrado sobre la izquierda peruana proveniente de uno de sus mismos simpatizantes. El clamor de Martínez es también el de Fernández, cuyos Procesos autónomos tienen la misma fuerza y ánimo reivindicativo que el que se respiraba en las turbulentas calles, universidades y fábricas de Lima treinta años atrás.

 

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De los poetas peruanos surgidos en los primeros años de este nuevo siglo, Jerónimo Pimentel (Lima, 1978) es quizá el de la obra más sólida y convincente. Libros suyos como Frágiles trofeos (2007) o La muerte de un burgués (2010) nos presentaban a un autor con un seguro manejo de sus recursos, tanto de lenguaje como del ritmo, así como de los temas planteados en sus poemas, que, en algunos casos, alcanzaban un nivel de primer orden (pienso en «Ítaca Tannhäuser» o en «Ella duerme», por citar un par de ejemplos). En el primero de los libros citados, Pimentel había logrado un notable nivel formal, bastante inusual entre los poetas de su generación; en el segundo, se atrevía a experimentar tanto con la forma como con los motivos de sus composiciones, dialogando con las ciencias básicas, elaborando poemas al estilo road movie o construyendo los flujos mentales de un viajante urbano en busca de una epifanía que nunca llega. No todos sus experimentos eran igual de eficaces, pero evidenciaban que nos encontrábamos ante a un poeta consciente de la necesidad de no seguir trajinando los mismos lugares y símbolos ni conducirse por un camino ya hollado por tantos otros antes. Pimentel ha publicado en España su mejor libro hasta la fecha y —no tengo dudas en lo que afirmo— el mejor de su generación, al menos hasta este momento. Si de lo que se trata es de hallar nuevas vías de expresión, inéditos objetos y estancias para poetizar, Al norte de los ríos del futuro cumple esos requerimientos con creces. Su eje principal es la ciencia ficción, pero estaríamos muy equivocados si lo catalogamos como un libro de poemas que adopta algunas referencias de la ciencia ficción clásica y las maniobra desde el lugar del aficionado admirativo. Pimentel las utiliza y las transforma para hacer de ellas un punto de partida que escenifica un mundo personalísimo, polifónico, donde prima la voz de un yo megalómano y totalitario que dicta las normas y crea con su discurso parajes, planetas, urbes y personajes que crecen, convulsionan y se extinguen frente a nuestros ojos con un dinamismo y una potencia realmente envolventes y apabullantes: «Abro los ojos: Marte. / Cierro los ojos: me puedo salvar. / Abro los ojos: la vida obedece al sentido que reclama mi mirada. / Cierro los ojos: mi cuerpo es un templo que no profanarás. / Abro los ojos: ¿cuántos centímetros faltan para medir mi devoción? / Cierro los ojos: tu país es cualquier cosa excepto lo que piensas. / Abro los ojos: vientos volcánicos sacuden Tharsis. / Cierro los ojos: llueven bacterias en la planicie de Hellas». Esta excelente capacidad imaginativa le permite a Pimentel abordar dentro de este contexto temas que van más allá, representando una realidad posapocalíptica desde la historia o la ideología (y, por ello, podemos emparentarlo con poetas de obra más o menos reciente, como la norteamericana Eleni Sikelianós, que ha llevado la poesía de tintes futuristas y científicos a extremos sumamente novedosos). Lo meritorio es que en ningún momento estas referencias históricas o culteranas suenan impostadas o forzadas (el segundo mayor problema de nuestra poesía después del 2000), sino que se sienten precisas y, al mismo tiempo, sorprendentes dentro de los contextos entablados. Éste es el caso de «La poesía como una forma de fascismo», uno de los mejores poemas de Pimentel no sólo de este libro, sino en general: «Cuando el otro comprenda el desprecio del yo / serás libre pero estarás muerto / el mensaje no tiene finalidad / tampoco la carrera / los músculos / ni las flores / sin embargo / mi palabra surca el foso e instala un régimen fascista en tu voz / he penetrado las Ardenas / he cruzado la Línea Maginot / date cuenta / mi yo de sitio asedia tu mirada / y aspira tu aliento para poseerlo y hacerse nuevo en tu sangre con aplomo / para hacer fogatas con tus puertas caídas / para violar dulcemente a tu mujer / ¡Larga vida al yo totalitario! / ¡Dios salve este poema!».

Las virtudes de Al norte de los ríos del futuro no se circunscriben sólo a lo temático, sino a la forma en que sus tramas y escenarios son representados. No sería exacto considerar el lenguaje en que está escrito como estrictamente conversacional, narrativo o lírico, aunque sí utilice recursos de estas posibilidades. Mientras nos adentramos en el conjunto, percibimos un discurso que se va enrareciendo y oscureciendo sin perder su legibilidad y sin caer en gratuidades y artificios, aunque el terreno pueda ser propicio para desbarrancarse en una retórica pastosa y vacía. Lejos de ello, esa introducción en un espacio cada vez menos reconocible nos descubre las verdades que dan funcionamiento y sentido al mundo que Pimentel nos propone. Toma prestados el lenguaje científico y el aforístico, además de las formas de la crónica, y logra conmovernos y emocionarnos desde una perspectiva inédita en nuestra poesía. En la mayoría de ocasiones, esta compleja apuesta sale airosa, como podemos constatar en el siguiente fragmento: «Mi amor se extiende como hielo-9 en las arenas de Vermilion. / […] / Pasamos la meseta azul y el tren se desvía hacia un mar fútil, rojo caliza. / Ése es el color del adiós cuando no hay de quien despedirse. / Mi yo ludita salta de la máquina y se despide del pájaro carnívoro / (—Hasta pronto, compañero) / pide el encuentro por botana y prosigue el trayecto a pie. / Por toda luz, una tormenta. / Electricidad, Belén». Este nuevo libro suyo es el punto más alto de una obra en la que la insatisfacción y la búsqueda son siempre el norte. Y eso es algo que en nuestra poesía reciente es imposible no valorar y aplaudir.

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