En el prólogo de la reciente antología Centros de gravedad (2018), Andújar Almansa evocaba el cuadro Paisaje con la caída de Ícaro, atribuido a Pieter Brueghel el Viejo. Tras una somera descripción de los planos superpuestos en la tabla, el crítico concluía que «el personaje a quien miramos sumergirse […] es el poeta del siglo xxi, liberado al fin de los desafíos impuestos por su ilustre antepasado mítico» (2018: 10). Sin embargo, si reparamos en la coreografía orquestada por Brueghel, lo más llamativo no reside en la ejemplificación de un caso de hybris, sino en la perspectiva irónica desde la que el artista contempla la escena que imaginó Ovidio en sus Metamorfosis. El labrantín que abre surcos con su rudimentario arado, el pastor que guía a su rebaño y el pescador que espera a que alguna desprevenida pieza pique el anzuelo no detienen sus tareas cotidianas ante el suceso extraordinario ni parecen interesarse excesivamente por el hombre que se hunde en el agua. Asimismo, la irrupción de Ícaro en la imagen no se corresponde con la noble caída auspiciada por el relato mitológico, sino que suscita un efecto cómico: las dos piernas que Brueghel dispone en un ángulo de la tabla condensan el pataleo frenético de una silueta heroica convertida de repente en un atribulado antihéroe.
Siguiendo la alegoría que preside Centros de gravedad, la proyección de la fábula ovidiana sobre el panorama de la poesía actual permite añadir algunos matices: si el escritor de hoy se identifica con Ícaro, los demás personajes del cuadro bien podrían representar la indiferencia de una institución literaria que permanece ajena a las victorias pírricas y a los sostenidos infortunios de la lírica contemporánea. De algún modo, la propia existencia de Centros de gravedad avala ese diagnóstico. Más allá de las objeciones que se le pueden hacer a la antología, desde la escasez de voces femeninas hasta la polarización geográfica de los seleccionados,[1] hay dos aspectos significativos. Por un lado, sorprende que esta selección aún se considere una antología «de lanzamiento» —en varios lugares del prólogo se repite la palabra apuesta—, pese a que su nómina recoge a autores nacidos a partir de 1970 y, por tanto, que frisan la cuarentena o que se encuentran holgadamente instalados en ella (con la salvedad de Elena Medel). Por otro lado, resulta sintomático que, de los doce seleccionados en Centros de gravedad, diez figuraran ya en una antología de Juan Carlos Abril publicada hace una década: Deshabitados (2008). Si lo primero se justifica por la desatención que ha sufrido una promoción estancada entre dos poderosas corrientes —el torrente experiencial de los ochenta y el arrastre inercial de «los jóvenes»—,[2] lo segundo se explica por el estatismo de un retrato colectivo que parece haberse calcificado en la etapa formativa de estos poetas y que, en consecuencia, continúa fijando unas características que no siempre se mantienen en sus respectivas evoluciones. La insistencia en esos rasgos fundacionales impide la incorporación de nuevos nombres que no respondían en sus orígenes a ese cliché y dificulta la presencia de otros que han ido distanciándose del paradigma generacional, según constatan las derivas experimentales de Alberto Santamaría, Ana Gorría o Marcos Canteli (tres autores incluidos en Deshabitados que no han sido convocados en Centros de gravedad).
El rearme ideológico, la problematización de la identidad, la indagación simbólica en la tramoya de la realidad y, en suma, la rehumanización que se aprecia en la segunda década del siglo xxi no desmienten los cuadros clínicos esbozados con anterioridad, pero obligan a introducir enmiendas parciales. De aquella etiología siguen vigentes la inclinación a la tensión retórica del fragmento; el uso de un culturalismo «caliente», que favorece la acumulación referencial y el mestizaje discursivo; y la revitalización de una tradición plural que abarca desde la desautomatización lingüística propia de la vertiente hispanoamericana (Carlos Martínez Rivas, Fabio Morábito, José Watanabe, Darío Jaramillo, Ida Vitale) hasta la impronta estadounidense (John Ashbery, Charles Simic, Mark Strand, Louise Glück, Anne Carson), pasando por la confluencia de fuentes europeas (Wisława Szymborska, Tomas Tranströmer, Yves Bonnefoy, Adam Zagajewski) y orientales (Kobayashi Issa, Matsuo Basho). Ahora bien, aunque la poesía actual pueda concebirse como el «corolario expresivo de una sensibilidad que extrema las secuelas de la crisis posmoderna» (Iravedra, 2016: 152), la actitud ante esa crisis no consiste en la abulia paralizante ni en el encogimiento de hombros. Por una parte, el alejamiento del realismo no es incompatible con una preocupación social que cada vez se vuelca más hacia los compromisos de nuestros días: el ecologismo, las reivindicaciones feministas o la denuncia de la precariedad en la que se desenvuelven las relaciones laborales. Todo ello implica una redefinición de la noción de utilidad: la intuición de que quizá la lírica haya dejado de ser útil como herramienta de transformación social no cancela su valor como «útil ideológico» (Rodríguez, 1999: 125) para desenmascarar las falacias propagadas en los tiempos de la posverdad. Por otra parte, coincido con Andújar Almansa (2018: 36) en que algunos de los marbetes que se han aplicado a los poetas recientes —como los de «generación desolada» (Morales Barba, 2009), «escrituras del desconcierto» (Prieto de Paula, 2010), «poesía del desasistimiento» (Lanz, 2014) o «poéticas del malestar» (Morales Barba, 2017)— cargan las tintas en un desarraigo verbal y en una intemperie existencial que a menudo se hallan filtrados por la ironía o tamizados por dispositivos de distanciamiento.[3] Y si bien la ironía suele ponerse al servicio de la desestabilización de las convenciones ―ya sean los metarrelatos históricos, las certezas filosóficas o las provisionalidades biográficas―, no cabe duda de que también supone un saludable antídoto contra la palabra maldita: desencanto.
Cabría preguntarse, en fin, si estamos ante otra generación perdida o, mejor dicho, echada a perder, glosando el rótulo empleado por Carlos Pardo en uno de sus libros. Para aventurar una respuesta debemos partir de la premisa de que se ha producido una transición desde la ruptura estética de la primera década del siglo xxi —por más que fuera, en la mayoría de los casos, una «revuelta silenciosa»— hasta una rehumanización lírica que exhibe diferentes rostros. Las obras publicadas por los deshabitados y sus compañeros de viaje en los años diez de este siglo no se limitan a reproducir el sempiterno debate entre pureza y revolución, sino que dibujan un escenario poliédrico donde coexisten la reactivación del compromiso, el cuestionamiento de la identidad y la codificación simbólica del mundo.
PROPUESTAS CÍVICAS: ENTRE LA INDIGNACIÓN Y EL COMPROMISO
Si hubiera que destacar un acontecimiento generacional con capacidad para aglutinar a los poetas de 2000, ese sería el 15M. El movimiento surgido a raíz de las manifestaciones del 15 de mayo de 2011 en la Puerta del Sol plasmaba la voluntad de reconquistar la esfera pública. Como apunta César Rendueles, una convocatoria informal, que «parecía más un flash mob que otra cosa», evolucionó hasta convertirse en una corriente que asumía buena parte del programa anticapitalista contemporáneo: «Por primera vez los argumentos políticos […] ocupaban el espacio simbólico explosivo que en las últimas décadas habían acaparado los politonos, la ropa ridícula y extremadamente cara, el fútbol, la pornografía casera y los vídeos sobre gatos» (Rendueles, 2013: 193). La protesta pacífica del 15M, conectada a la batería de las redes sociales y difundida con amplia cobertura en plataformas, foros y blogs, reflejaba los presupuestos de un «activismo mediático», al tiempo que exigía una intervención directa en las asambleas ciudadanas y en los campamentos que, desde el epicentro madrileño, crecieron y se multiplicaron en las siguientes semanas, al punto de que casi todas las ciudades españolas tuvieron su 15M a pequeña escala y tamaño natural. El clamor popular que solicitaba una democracia más participativa, en un entorno caracterizado por el bipartidismo, funcionó como catalizador de un descontento en el que se vieron reconocidos diversos sectores y espectros generacionales: desde los antiguos militantes antifranquistas, sorprendidos por la virulencia de una crisis tentacular, hasta los jóvenes que habían empezado a troquelar su horizonte de expectativas sobre el viejo eslogan No future.