EL MUNDO COMO REPRESENTACIÓN SIMBÓLICA

Una de las posibilidades más atractivas para la poesía actual consiste en la codificación de un universo simbólico. En efecto, la quiebra del realismo favoreció la rehabilitación de «la experiencia estética del símbolo o la analogía» (Andújar Almansa, 2014: 13). El «nuevo simbolismo» postulado por Luis Muñoz (1998) no sólo actuaba como vehículo de la intemperie afectiva o de las inquisiciones vitales, sino que procuraba un ensanchamiento hacia la superficie de la realidad cotidiana.

El símbolo —esa navaja suiza a disposición de los poetas— contribuye a mostrar la intimidad sin que las humedades confesionales traspasasen los versos. Prueba de ello es la trayectoria de Mariano Peyrou, que inserta su experiencia en un laberinto de imágenes recurrentes: así, si la urdimbre germinativa de Temperatura voz (2010) lograba transmitir el nacimiento y el crecimiento del hijo, el bucle alegórico de El año del cangrejo (2017) se pone al servicio de una elegía que aborda la enfermedad y la muerte de la madre bajo la apariencia de una fábula infantil. El manejo de la elipsis del que hace gala Peyrou en los libros citados conecta con Josep M. Rodríguez, Abraham Gragera, Rafael Espejo, Juan Manuel Romero o Marcos Díez. La escritura del primero se caracteriza por un continuo juego de correspondencias entre la cartografía exterior y el individuo que la observa. Su última entrega, Sangre seca (2017), añade a esa transferencia recíproca mayor densidad conceptual, ciertas resonancias intelectuales y una imaginación asociativa que consigue familiarizarnos con el extrañamiento: «la memoria es la chica que da vueltas / esperando al que lanza los cuchillos». Por su parte, Abraham Gragera ha firmado con O futuro (2017) su mejor libro: una odisea subjetiva que oscila entre el telar de la historia familiar y el horizonte volátil del porvenir para cimentar un proyecto civilizatorio. Más próximos a la poesía de la naturaleza de Josep M. Rodríguez que al enfoque posmoderno de Gragera se localizan las apuestas de Rafael Espejo, Juan Manuel Romero o Marcos Díez. La lírica sensitiva y sensual de Espejo, guiada por la celebración del instante, se enriquece en Hierba en los tejados (2015) con una contemplación activa vinculada a la sabiduría proverbial de Tagore, al relativismo óptico de Antonio Machado y a la condensación plástica del haiku. A su vez, Juan Manuel Romero refleja en Desaparecer (2014) la efervescencia de una naturaleza viva, aunque sin abdicar de la sustancia biográfica que le da a su obra una tonalidad sentenciosa. Finalmente, Marcos Díez se asoma en Desguace (2018) al deterioro simultáneo del cuerpo y del paisaje gracias a un lenguaje que funde «chatarra y libertad», «angustia y plenitud», tersura enunciativa y tensión verbal. En los aledaños de esta búsqueda impresionista encontramos los nombres de Juan Marqués (Blanco roto, 2016), Juan Antonio Bernier (Letra y nube, 2017) o Andrés Navarro (Canino, 2018), para quienes la dicción minimalista o la concentración perceptual constituyen el pasaporte hacia una visión trascendente. Desde otras coordenadas, la poesía de Vanesa Pérez-Saquillo alterna la filosofía moral y la pincelada cromática: mientras que Climax Road (2012) reinventaba la iconografía norteamericana de la generación beat, La isla que prefieren los pájaros (2014) nos traslada a la abrupta geografía irlandesa como decorado de la pesquisa existencial. Reivindicando el valor formativo del viaje, el nomadismo se erige en la seña de identidad de Verónica Aranda, que atraviesa los emblemas culturales de un mundo en constante transformación, según revelan Café Hafa (2015), Épica de raíles (2016) o Dibujar una isla (2017).

Otros autores se valen del simbolismo para moldear un universo imaginativo con escaso anclaje en la cotidianidad: Julio Mas Alcaraz (El niño que bebió agua de brújula, 2011), Juan Andrés García Román (La adoración, 2011; Fruta para el pajarillo de la superstición, 2017) y Pilar Adón (Las órdenes, 2018) se desprenden de la corteza anecdótica para adentrarse en un terreno fronterizo entre la alegoría y la iluminación. Esta exploración en los márgenes de lo decible, congruente con la desarticulación estrófica, la polifonía y la diseminación versicular, podría extrapolarse a aquellos planteamientos que aspiran a refundar una «nueva vanguardia» (Martín Gijón, 2018): aquí tendrían cabida la naturaleza violenta y el tendón expresionista de Esther Ramón (Caza con hurones, 2013; Morada, 2015), las tramas abiertas de Marcos Canteli (Es brizna, 2011), la disección de la sociedad deshumanizada que lleva a cabo José Antonio Llera (Transporte de animales vivos, 2013); o la peculiar disposición tipográfica y topográfica que hallamos en las páginas «en construcción» de Julio César Galán (Inclinación al envés, 2014; Testigos de la utopía, 2017). También se relacionan con esta indagación la sintaxis tridimensional y la arquitectura neobarroca de José Luis Rey, que en La fruta de los mudos (2016) y La epifanía (2018) se proyectan hacia el retablo de la historia (La Hansa como metáfora múltiple en el primero) o se abisman en la introspección (la pulsión hímnica como vía espiritual en el segundo).

Las deudas de Rey con la retórica sesentayochista a menudo se han ampliado a varios poetas que dialogan con la mitología referencial de los novísimos. No obstante, la incorporación de guiños pop en aquéllos obedecía a una voluntad desafiante, en la medida en que sus autores eran conscientes de estar provocando un cortocircuito al mezclar registros procedentes de distintos estratos culturales, entre el discurso literario sancionado por la alta cultura y el discurso mediático divulgado por la cultura de masas. En cambio, ahora se advierte una naturalización de dichos referentes culturales, que se integran como una porción más de la vida cotidiana o como los ingredientes de una «poética de la fusión» (Neuman, 2000) que flirtea con diferentes códigos. La dimensión simbólica de esta receta se sustenta en la «transposición intermedial» (Ponce Cárdenas, 2016: 276), entendida como la «descripción literaria de un documento visual o audiovisual generado por los medios de comunicación de masas». Al margen de su anclaje descriptivo, esta escritura transgenérica —que involucra al cine, la publicidad, la fotografía, la música o la acción plástica— tiende puentes entre figuración irónica y figuración icónica, favorece la amalgama de registros y promueve la ruptura de expectativas (Baños Saldaña, 2018).

Este remozado simbolismo se desarrolla en las autopistas del ciberespacio, elevado a la categoría del «no lugar» por antonomasia del siglo xxi. Lejos aún de suscitar una unanimidad creativa, el sociolecto reticular de la web ya ha inspirado algunas composiciones que tratan de acoger el lenguaje binario, el sistema Windows y el dominio de las puntocom (Rodríguez-Gaona, 2010: 51-61; Quinto, 2013: 193-206). El Mester de Cibervía (2000) al que cantó Vicente Luis Mora no sólo reaparece ocasionalmente en los versos de éste —véase la sección «Ecdótica de la imagen», del libro Serie (2015)—, sino que difunde una perspectiva a la vez entusiasta y crítica alrededor de un sujeto hipercomunicado al borde de la infoxicación. Un buen exponente de esta premisa es Pertinaz freelance (2016), de Sergio C. Fanjul, en cuyos versos conviven las ventanas indiscretas de Facebook, las cantarinas sirenas del consumo, los emoticonos de flamencas y la bandeja de entrada de un mundo donde la mayoría de mensajes van a parar a la carpeta de spam.

Si la red de redes diseña un escenario postpoético recién descubierto, la historia del arte sigue actuando como un inagotable bufé libre donde surtirse de temas y enfoques. Con la pintura conversan a menudo las viñetas de Antonio Lucas, capaz de guiñarle un ojo a Egon Schiele y otro al bufón Calabacillas, aunque en Los desengaños (2014) predomine una reflexión sobre la caducidad de la belleza. La renovación de los resortes de la historia del arte se aprecia en Javier Moreno (Renacimiento, 2009), Andrés Catalán (Ahora solo bebo té, 2013), Jesús Jiménez Domínguez (Contra las cosas redondas, 2016) y Pablo López Carballo (La dictadura de la perspectiva, 2017). En todos ellos, el entorno enmarcado del museo polemiza con el campo abierto de la mirada: Moreno nos sumerge en la vorágine visual de las visitas guiadas, Catalán pronuncia una diatriba contra los corsés de la interpretación, y López Carballo retoma la lección de Paolo Uccello para ilustrar la oposición entre la rugosidad de la realidad exterior y la exactitud geométrica del espacio artístico. Con todo, destaca el ángulo desmitificador elegido por Jiménez Domínguez, donde el escriba sentado del Louvre se reduce a la categoría de un funcionario de grupo B, los productos perecederos expuestos en un bodegón permanecen siempre frescos, y, en La lección de anatomía, los aplicados discípulos del doctor Tulp huyen despavoridos del lienzo tras descubrir la condición plástica de sus vidas. Un paso más allá se situaría la identificación del territorio poético con el de la instalación artística, como manifiestan las incursiones en el videoarte de Raúl Quinto (Ruido blanco, 2012) y Ana Gorría (Nostalgia de la acción, 2016). En tanto que el primero se organiza como una serie textual que reproduce una imagen traumática —el suicido en directo de la presentadora estadounidense Christine Chubbuck, en 1974—, el segundo se inspira en el corpus fílmico de la cineasta experimental Maya Deren para articular una coreografía simbólica que equipara los poemas con los fotogramas.

No menos relevante es la labor mitogenética que desempeña el cine. Aunque las secuencias del séptimo arte aún son capaces de sugerir la erosión de la historia —como sucede en la écfrasis de La mirada de Ulises que incluye Alberto Chessa en La impedimenta (2017), o en el homenaje cinéfilo que edifica Joaquín Juan Penalva en Cronología de Tarkovski (2018)—, en la poesía reciente predomina un acercamiento lúdico a la gran pantalla. Dos demostraciones son Poemas para ser leídos en un centro comercial (2017), de Joaquín Pérez Azaústre, donde la mitomanía compulsiva se solidariza con la flânerie consumista, y Cinemascope (2018), de Sergi de Diego Mas, que ensambla tráileres imposibles, travellings desesperados y títulos de crédito a lo largo de una sesión continua que juega a pixelar las palabras y a deconstruir la iconografía de un oficio del siglo xx.

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