De su primer viaje a la URSS, ambos escritores volvieron reafirmados en su compromiso comunista y en su fe en la nueva sociedad que estaba surgiendo en la Unión Soviética, una seguridad y un convencimiento que influirá tanto en su actividad como en su obra de los años siguientes. Así lo señala Alberti en México en 1935 cuando dice que a la vuelta de su estancia moscovita «lo único honrado era estar junto a los trabajadores». No es de extrañar que, a su vuelta a España, Rafael Alberti y María Teresa León trabajaran para organizar dentro de la MORP a los escritores españoles revolucionarios, un complejo proceso con protagonistas tan diferentes como el novelesco Felipe Fernández-Armesto, luego convertido en el conservador Augusto Assía del ABC, César M. Arconada o Wenceslao Roces, con el propósito de fundar una revista que acogiera a los escritores comprometidos con la revolución. Una idea que se hizo realidad al poco tiempo y que no sería otra que la creación de la revista Octubre, cuyo primer número apareció en junio de 1933 y cuyos avatares describe Natalia Kharitonova en su artículo «La Internacional Comunista, la MORP y el movimiento de artistas revolucionarios españoles (1931-1934)», publicado por el Institut d’Études Européennes (número 37, enero de 2005).

En agosto de 1934, Rafael Alberti y María Teresa León regresaron a la URSS invitados al I Congreso de Escritores Soviéticos, que se celebró en Moscú, permaneciendo hasta el mes de octubre. En este caso viajaron acompañados de César M. Arconada y Ramón J. Sender, quien recogerá su experiencia en Madrid-Moscú, una obra recientemente recuperada. De este viaje Rafael Alberti nos proporciona al año siguiente alguna información en una entrevista concedida a Rafael Heliodoro del Valle en México para El Nacional, que recoge el libro citado de Robert Marrast. El poeta comenta cómo encuentra a su vuelta el país muy cambiado pues, nos dice, que «cuando ya sin nieve volvimos a ver las calles de Moscú pudimos apreciar el cambio enorme de vida, la elevación de la comodidad, resultado del desarrollo de la industria ligera y de los éxitos positivos de la gran industria». Todo ello parece que se había producido en menos de un año, justo en plena coincidencia con la hambruna provocada y las purgas llevadas a cabo contra los kulaks en Ucrania.

En este caso, y al contrario de lo sucedido con el primer viaje soviético, será María Teresa León quien proporcione la mayor información en sus memorias. Con una retórica muy de la época, a veces incluso un tanto oficialista, la escritora nos enumera más de tres décadas después a los escritores que conocieron, señalando, entre otros, a Borís Pasternak, Mijaíl Koltsóv, Vsévolod Meyerhold, Mijaíl Shólojov, Isaak Bábel y, sobre todo, a Máximo Gorki, por quien manifiesta una gran fascinación, casi rayana en el culto a la personalidad, especialmente tras su muerte, cuando afirma que lo considera una mezcla de padre y protector. También coincidieron con algunos de los escritores extranjeros invitados al congreso de Moscú como Theodor Plievier, Erwin Piscator, André Malraux, estrella del congreso, con quien no parece que ni León ni Alberti tuvieran mucha sintonía, al contrario de lo que sucede con el francés Jean-Richard Bloch, también presente. Con muchos de ellos de nuevo coincidirán tres años más tarde en Valencia en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en plena Guerra Civil y a la vuelta del tercer viaje soviético de los Alberti.

Sin embargo, se contradicen Rafael Alberti y María Teresa León a la hora de señalar el momento en que conocieron a un grupo de escritores soviéticos, pues la escritora incluye entre ellos a otros, como el propio Fedor Kelin o Tretiakov, que, según señala Alberti, en realidad habían conocido en 1932. Sin duda, de nuevo María Teresa León confunde las fechas y da la impresión de que el primer viaje apenas le dejó huella, algo imposible por otra parte en quienes tenían a la URSS como lugar de referencia. Por su parte, Rafael Alberti, aunque apenas se refiere en sus memorias a la estancia de 1934, en las declaraciones a El Nacional nos desvela algunos extremos en relación con el I Congreso de Escritores Soviéticos al que María Teresa León, como apenas hemos visto, alude más allá de alguna anécdota. Según el poeta, con César M. Arconada y Ramón J. Sender, «formamos parte de una brigada de choque de escritores en la que los había de todas las nacionalidades», lo que da idea del clima de entusiasmo que reinaba durante el congreso. También señala que presentaron un informe acerca de la situación de los escritores españoles, es decir, de la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios.

Por el contrario, al referirse al congreso de Moscú, María Teresa León se inclina por un relato más literario, aunque no esté tampoco muy lejos del contenido propagandístico y militante del empleado por Rafael Alberti. En Memoria de la melancolía primero recuerda los ramos de flores que le enviaba ni más ni menos que el patriarca de las letras soviéticas, Máximo Gorki, a quien le presentó Matei Zalka, el escritor húngaro de verdadero nombre Béla Fránkl, que luego moriría en España, frente a Huesca, como general Lukács al mando de una división de las Brigadas Internacionales. Luego, León describe con detalle el baile de clausura del congreso en la sala de columnas, que, como ella misma dice, parece surgido de una novela rusa del siglo xix. Un baile que abrió el escritor y periodista ucraniano Mijaíl Koltsóv al sacar a la escritora en el vals, dejándola luego, cual Anna Karénina, en los brazos de un teniente; todo «mientras brillaban las arañas» en un salón que había visto bailar a los grandes duques de todas las Rusias entre champaña, risas y frufrús de sedas. No es de extrañar que en ese ambiente la española se sintiera feliz y, como ella misma nos dice, como una heroína de las novelas de Iván Turguénev, aunque nunca olvidó que el joven teniente no era de los húsares del zar, sino del Ejército Rojo.

Tras el congreso de Moscú, los Alberti, que fueron invitados a numerosos actos oficiales y culturales e incluso a la dacha de Máximo Gorki en las afueras de Moscú, llevaron a cabo un viaje al sur de Rusia en compañía del director de cine Serguéi M. Eisenstein, a quien también habían conocido en Moscú. El recorrido por la URSS lo resume perfectamente María Teresa León cuando nos dice que «volvimos a España de ver el Volga, las planicies de Ucrania, el paisaje de la Georgia con el Elbrus ocultándose en las nubes, el mar Caspio tornasolado de petróleo, Bakú, la ciudad calcinada que nos enseñó sus huesos antiguos y su carne moderna. Habíamos estado en Crimea y llegado a Odesa». Una vez en esta ciudad del mar Negro, y en compañía de Eisenstein —«alegre compañero por el Cáucaso y Crimea»—, era inevitable el recuerdo y la visita a la que llama «estremecedora escalinata» de la célebre y magistral secuencia de El acorazado Potemkin, un lugar convertido en uno de los santuarios de la revolución. Allí, en el mismo puerto donde en 1905 fondeó el buque de la película, embarcaron en dirección a España tras un viaje que casi tuvo las características de una visita de Estado. Regresaban también con el dinero necesario para financiar la revista Octubre, que hasta entonces, como ha señalado Natalia Kharitonova, había corrido a cargo de Alberti y León, y con el apoyo explícito de la MORP para organizar a los escritores revolucionarios españoles, al tiempo que con una fe en la revolución aún más fortalecida.

Pero en Odesa, según María Teresa León, recibieron la noticia de la muerte del torero Ignacio Sánchez Mejías, un mal presagio para iniciar un viaje que los llevaría a un destino muy diferente al fijado a la hora de partir de la Unión Soviética. En relación con este asunto, de nuevo el matrimonio Alberti-León se contradice, pues el poeta en La arboleda perdida afirma que la noticia del fallecimiento del matador les llegó en Moscú, antes de salir de viaje hacia el sur. Tras zarpar de Odesa nada se desarrolló como habían previsto los dos escritores, ya que el estallido de la revolución de Asturias en octubre de 1934 y la noticia del registro de su casa de la calle de Marqués de Urquijo que les telegrafió la madre de María Teresa León les condujo a desembarcar en Nápoles y trasladarse luego a París. Allí, tras comunicarse con Fedor Kelin, fueron autorizados a emplear la subvención destinada a la revista Octubre para sobrevivir en este primer exilio que los llevaría a una gira por México y varios países americanos a lo largo de 1935 en nombre de la MORP para animar la solidaridad con la República española.

El viaje de Rafael Alberti y María Teresa León en agosto de 1934 fue una larga estancia organizada a medias entre la Unión Internacional de Escritores Revolucionarios (MORP) e Intourist, de contenido tan cultural como institucional y propagandístico que superó con creces la consideración recibida en el año anterior. No es de extrañar que no vieran nada de lo que estaba ocurriendo en la Unión Soviética durante estos tremendos años treinta de hambrunas, purgas de trotskistas, revisionistas y kulaks, de deportaciones, colectivizaciones y planes quinquenales de industrialización acelerada. O si lo supieron o lo intuyeron, como le sucedió a André Gide, a nada de ello aludieron. Y saberlo es probable que lo supieran, pues alguno de los escritores que conocieron, como Mijaíl Shólojov, estaba tan enterado como horrorizado por lo que estaba sucediendo. El autor de El Don apacible, con ocasión de un viaje al Kubán, fue testigo de la hambruna que existía en la zona, y eso que la situación en esta región estaba lejos de ser comparable a lo que sucedía en la Ucrania más profunda. Convencido de que lo que ocurría obedecía a causas naturales que habían dado lugar a malas cosechas, Shólojov escribió ingenuamente a Stalin pidiéndole que remediase la situación, a lo que el líder soviético le contestó que lo sucedido no era más que el castigo a los saboteadores.

Por el contrario, a Rafael Alberti esta estancia soviética le resultó enormemente satisfactoria pues, como luego declaró al periodista Mario Tovar en la revista mexicana Todo, fue la primera vez que vivieron de su trabajo literario en una sociedad que había llevado a cabo una «gigantesca obra de educación y creación literaria». Ciertamente, Alberti tenía motivos para estar satisfecho, pues sus poemas estaban siendo traducidos al ruso desde 1933 por Iósif Brik, Svetlov y Borís Pasternak, entre otros. Una circunstancia que da idea de la consideración que tenía el poeta andaluz en el mundo literario ruso de los años treinta, y que se prolongaría durante décadas.

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