Ante ese atropello de las libertades individuales, Baquero no tuvo opción. El 19 de abril de 1959 se despedía de sus lectores y, por extensión, de toda Cuba, con su última colaboración en el Diario de la Marina, donde fungía como jefe de redacción desde hacía muchos años y donde era prácticamente el director real. En ese texto explicaba las razones de su silencio desde el primero de enero de ese año, sus críticas a la dictadura violenta y corrupta de Batista, pero su absoluta oposición a la nueva dictadura que se estaba instaurando en esos meses. Es sorprendente la serenidad con que el poeta afronta los atropellos de los que está siendo víctima. Baquero no habla de sí ni muestra su contrariedad de un modo visceral, sino que trata de justificar de forma filosófica por qué no está de acuerdo con el curso de los hechos. No tiene fe en las revoluciones, pues «Siempre se fijan tareas que requerirían la asistencia de grandes genios, la milagrosa autoridad de ángeles y santos para cambiar de la noche a la mañana la naturaleza humana. Las revoluciones quieren hacer por decreto que en un instante se precipite el progreso, y nazca el hombre nuevo y surja por encanto la ciudad soñada […]. Provocan sufrimientos y conmociones que alteran a fondo y por mucho tiempo el desarrollo normal y seguro, el avance lógico y humano hacia el mejoramiento constante de las formas de vida» (Baquero, 2015, p. 138).
La sensatez para cerrar con decoro una etapa y abrir otra, henchida de incertidumbres, sinsabores y no exenta de penalidades, es la misma con la que se condujo cuando, de un modo gradual, llegó a la cúspide de su protagonismo social, cultural, profesional y literario comenzando desde cero. Nacido y criado en una familia desestructurada, con un padre desaparecido hasta que se lo llevara a los trece años a La Habana para contribuir desde entonces a su educación, Baquero entendió enseguida que lo que él no consiguiera para sí mismo nadie lo iba a hacer. De ahí su empeño en la lectura y el estudio constantes, con tenacidad, primero en el instituto, luego en la universidad. Y antes de cumplir los veinte años ya entraba en contacto con el ambiente cultural de la capital, interesado más por la poesía que por sus estudios de Ingeniería. Conoció a Lezama Lima a mitad de los treinta y ello significaría el descubrimiento de un universo muy particular, una vida más allá del espejo de la realidad, de la existencia corriente, gracias al impacto singular y único que le causó la lectura del poema «Discurso para despertar a las hilanderas», algo que no se repetiría en el resto de sus días, según confesó a Felipe Lázaro pocos años antes de morir (Lázaro, 1987, pp. 25 y 26). El joven aprendiz de poeta escribió al autor de aquellos versos y éste le contestó. Poco más tarde se conocieron y comenzaron una larga y fecunda amistad, no exenta de roces y contradicciones.
La década de los treinta y los comienzos de los cuarenta auguraban a Gastón un futuro magnífico como poeta y gestor cultural relacionado con la literatura en el sentido más estético y teórico. Por aquella época, ya había intimado con Cintio Vitier, Fina García Marruz, Eliseo Diego y el núcleo de los que después integrarían Orígenes. Colaboró en varias revistas y dejó en muy poco tiempo una huella que, supuestamente, debería haber crecido en los cuarenta, cuando Orígenes era el epicentro de la vida cultural cubana y una de las publicaciones de más solera en todo el orbe occidental. Su prestigio personal era constantemente corroborado por amigos, como Cintio Vitier, que llegó a decir en Lo cubano en la poesía que nunca hubo «afluencia poética mayor, ni más gracia de persona ni más misterioso futuro que los que en aquellos años tenía Gastón Baquero», un «huésped increíble», cuyos «poemas llegaban y se establecían en la luz como si siempre hubieran estado ahí, familiares en su secreto y en su grave magnitud» (Vitier, 1970, p. 498). También afirmó Vitier que algunos de sus poemas, los de comienzos de los cuarenta, se hallaban «en el más alto nivel de universalidad de la poesía hispanoamericana» (Vitier, 1948, p. 112). Está claro que Gastón era uno de los poetas más finos de aquella época, pues el mismo Lezama, hacia 1942, decía que la vocación a la poesía de Baquero era «insobornable», de tan íntima y omnipresente, y que vivía y experimentaba en cualquier parte «la casa de la poesía» (Baquero, 2001, p. 317), para concluir: «De nosotros (los poetas de esa generación), era el que más dones tenía» (Baquero, 2001, p. 340).
Los dos mejores testimonios de aquellas fechas sobre el de Banes son de Fina García Marruz y de Cintio Vitier, por este orden. El de Fina, el más extenso y detallado, es de 1997 y se trata de un retrato para recordar al poeta recién fallecido. Estas descripciones de los amigos de los primeros años literarios son especialmente importantes en el contexto en el que se publican, porque reabren un diálogo que ha estado algo clausurado durante décadas y desempolvan los mejores momentos de la vida y la obra del amigo. Durante casi toda la segunda mitad del siglo xx, Gastón se relacionó con poetas e intelectuales españoles, o bien con personalidades cubanas del exilio, que son quienes han alimentado, de manera lógica, la crítica literaria en torno a él y las constantes emulaciones biográficas. Cuando, en los últimos años de su vida, comienza a haber una suerte de tímido y débil acercamiento entre él y los amigos de los años jóvenes y, posteriormente, se dan cita diversos homenajes, antes y después de la muerte de Gastón, renace un universo que estaba en barbecho, en cierto modo hibernando. Fina refiere cómo lo conoció a través de su amigo y compañero de clase Augusto, quien le mostró por primera vez en 1939 un poema de Baquero y, más tarde, un cuento. Después coincidiría Fina con Gastón en una velada musical: ambos habían sido objeto de las conversaciones de Augusto y estaban preparados para comenzar aquella amistad. El retrato de la primera impresión define a un Baquero transparente. Si Fina lo hubiera conocido cuarenta años más tarde, podría haber escrito palabras muy similares:
Lo veía, ya de cerca el rostro, vuelto a medias de perfil, la cuenca poderosa del ojo, de tal fijeza inteligente. Era el mismo gesto con el que era capaz, sin decir palabra alguna de elogio, de comunicar una atención, un aprecio profundo que resultaba […] como un impulso recibido para siempre, aquel de ser el ser que éramos, y aún no sabíamos, y que parecía conocer mejor que nosotros mismos (Baquero, 2001, p. 330).
Anota Fina ciertas anécdotas de los años cuarenta, reuniones en diversas casas de poetas, lecturas y comentarios de versos en veladas interminables, momentos únicos en el proceso de creación de sus primeros poemas, hasta el año 1942. Documenta, por ejemplo, una celebración de un cumpleaños en casa de Dulce María Loynaz donde acudieron Emilio Ballagas y otros poetas de varias generaciones o aquel día en que Gastón la convocó para leerle su recién creado «Testamento del pez». Da cuenta de sus virtudes y su generosidad hasta el momento en que decidió abandonar la poesía, argumentando que un hombre que lleva una vida pública tan intensa y que se dedica al periodismo y las relaciones sociales no debe publicar versos (Baquero, 2001, p. 340). A partir de ahí, cuando la relación de Gastón con los poetas comenzó a decaer, el tono del relato de Fina cambia. Baquero desaparece y se muestra evasivo. Cintio abunda en ello en su retrato, pues comienza evocando la intensidad de aquella amistad naciente, corroborada no sólo por el trato, desde 1938, sino también por las propias palabras de Baquero, quien afirmaba a finales de los treinta que tenía una «fe ciega, fe de niño, en el poder de la amistad» (Baquero, 2001, p. 319). Tras esa breve semblanza, resume al Gastón de los años treinta y comienzo de los cuarenta con una frase que necesita, acto seguido, aclarar:
Gastón era entonces una persona maravillosa. No digo que no lo haya sido siempre, pero estamos hablando de aquel «entonces», cuando sólo tenía unos zapatos gastados […], un cinto sin raya y una camisa blanca inmaculada que el viento del mar abombaba como un velamen, encima del cual su poderoso rostro emergía como el de un príncipe (Baquero, 2001, p. 320).