Como corresponde al estupendo nivel humano y a la clase, el decoro y la nobleza de Fina y Cintio, ellos nunca hubieran publicado declaraciones específicamente negativas sobre Gastón. Sin embargo, se observa en estas dos necrológicas una especie de desconcierto, que no llega a resquemor, por sus reacciones, a veces radicales y firmes. Abandonar la poesía por dedicarse al periodismo y las relaciones sociales, la gestión cultural, etcétera, es una opción libre, puede que equivocada desde el punto de vista de esa «amistad poética» creada de modo tan natural y fructífero, pero terminar con una intimidad, con ese «Estado organizado frente al tiempo», en palabras de Lezama sobre Orígenes, fue quizá una opción poco comprensible para el resto de los amigos. Cintio continúa su retrato hablando de las evidentes cualidades de Gastón: su porte, su estatura, el tono de la voz, la inteligencia, la sensibilidad, la bondad, su generosidad (sobre todo, esa generosidad sin límites, con la «alegría del pobre que regala lo que le regalaron» [Baquero, 2001, p. 324]), sin embargo, no puede reprimir una nota de nostalgia, de cierta tristeza, si se considera que aquello que constituyó una magnífica alianza había desaparecido para siempre y, además, había abocado a Gastón, al gran poeta y gestor cultural, a una situación de impotencia y desvalimiento (Baquero, 2001, p. 323).

Fina asegura que en varios viajes a Madrid con Cintio, a partir de la década de los sesenta, Baquero evitó encontrarse con ellos, a pesar de que sí recibía a otros cubanos llegados de la isla y, por supuesto, a los exiliados, y que probablemente eso lo hacía no porque no quisiera un reencuentro, sino porque no se atrevía a enfrentarse emocionalmente al pasado, a que se lo viera desmejorado, caduco, y a recibir noticias no del todo agradables de la situación de sus familiares en la isla. La última vez que Cintio y Fina estuvieron en Madrid antes de la muerte de Gastón, en la década de los noventa, hablaron por teléfono, pero no se vieron, él no quiso, para no perjudicarlos ante las autoridades cubanas. Con Eliseo Diego pasó algo parecido. Lo cuenta su hija Fefé. La última oportunidad para retomar de manera presencial aquella amistad truncada por la dictadura se produjo en noviembre de 1992, cuando Eliseo fue invitado a la Residencia de Estudiantes de Madrid para un evento literario. Los dos poetas asistieron a un homenaje a Dulce María Loynaz, que acababa de recibir el Premio Cervantes, pero Gastón salió con prisa nada más terminar el acto. Fefé trató de retenerlo, si bien él insistió en que tenía que irse y que ese encuentro no iba a ser posible. Aunque Eliseo fue más rápido, lo abordó y abrazó, y la confluencia se produjo, finalmente. El primer llanto fue el de Eliseo y Gastón ya no pudo disimular su afecto hacia él y hacia todo el grupo. Poco más tarde, esa misma noche, Eliseo recibió en el hotel un ejemplar de un libro de poemas de Gastón, dedicado a «toda la pandilla», con una declaración final que disipaba cualquier duda: «Quiéranme como yo los quiero». Concluye su relato Fefé: «Papá rompió en sollozos. “¿Por qué lloras?”, le pregunté. “Lloro por mí, por Bella, por nuestra juventud, por tantos años”. Nunca antes —ni después— lo vi llorar así» (Diego, Josefina de, 1996-1997, p. 8).

Este panorama se complementa con las cartas cruzadas que se escribieron a partir de ahí Gastón y Eliseo. Diego murió a comienzos de 1994 y su amigo, tres años más tarde, si bien, antes de la separación definitiva, llegó el momento de las confidencias últimas, las más audaces, sinceras y aclaratorias. Gastón se había alejado de manera voluntaria de todos ellos, aunque ese rencuentro puso las cosas en su sitio. Probablemente, si Cintio y Fina hubieran forzado una aproximación parecida, como lo hizo Fefé con su padre, hoy conoceríamos un mayor número de confesiones. Pero pensamos que lo que se contaron Eliseo y Gastón después de aquella reunión serviría de igual modo para toda la «pandilla». Un mes más tarde de aquel redescubrimiento de la amistad, Eliseo declaraba que esos minutos juntos, después de más de treinta años de separación, habían sido una de las «encrucijadas fundamentales» de su vida, como si se hubiese «reintegrado» una zona esencial de su historia que durante mucho tiempo hubiera estado sajada, desgajada, y ahora se hubiese recompuesto sin ningún signo o marca de remiendo. No obstante, se lamentaba del tiempo perdido y de la imposibilidad de recuperarlo:

¡Cuánto tiempo hemos dejado al vacío! ¡Cuántas maravillas nos hemos perdido, tuyas, de Bella, de Fina, de Cintio, de Octavio, de Agustín, y aun mías! ¿Cómo no nos percatamos de que nuestra amistad no estaba fundada en la historia, sino en la poesía, materia tanto más frágil, pero más perdurable? ¿Qué harías tú mientras yo escribía, en aquel cuarto de trabajo que me preparó Bellita y donde pasaste con nosotros días de zozobra y júbilo mientras esperábamos tu salida, el Muestrario del mundo,algún tiempo después de que te marcharas? ¡Ah, Dios, cuántas cosas! (Baquero y Diego, 1996-1997, p. 9).

 

La respuesta a esa misiva del 29 de diciembre de 1992 no se hizo esperar. Gastón contestó no sólo a Eliseo, sino a Fina y a Cintio, y a todo el grupo, tratando de explicar el porqué de sus evasivas:

No pienses que estuve poco expresivo en nuestro encuentro. Lo atesoro como algo maravilloso. Pero quiero explicarles, a ti y al bunch, al grupo excepcional, que no se tome a mal que yo no guste de mirar hacia atrás. Para mí, sencillamente, el pasado ha muerto. Yo viví en un mundo y cerca de unas personas que no volveré a ver. No es, compréndanlo, que no quiera volver a ustedes, es que no quiero volver al pasado. Hace mucho tiempo me declaré a mí mismo desgajado de un tronco y de unas raíces. Yo no vivo, floto (Baquero y Diego, 1996-1997, p. 10).

 

Eliseo se despacha, asimismo, con una buena confesión, digna del momento, de la persona a la que se le confía el secreto y de la misma historia de la literatura en español, que ha protagonizado con ellos y otros poetas y narradores de mitad del xxun nuevo siglo de oro de las letras en el idioma de Cervantes. En su texto del 30 de marzo de 1993, le hace saber que él es poeta gracias a Gastón, quien, a finales de los treinta, viajando en un autobús, mientras iban, probablemente, a casa de Fina y Bella, le dijo: «Eliseo, recuerda siempre que eres un poeta». Eliseo concluye: «Tus palabras me decidieron a serlo: a ser un poeta, sin que me diese entera cuenta de lo que había pasado; […] [hecho que] marcó el curso de mis días. Sólo tú habrías sido capaz de darme la confianza que entonces necesitaba» (Baquero y Diego, 1996-1997, p. 12). Un año más tarde de este intercambio epistolar, y dos días después de la muerte de Eliseo, Gastón publicaba un artículo en el ABC (3 de marzo de 1994) en el que recogía el guante lanzado por su amigo, asegurando que Eliseo era «el poeta, el fabulador primero», porque la «poesía y la poetización de las cosas del mundo le salían espontáneamente, como la respiración y como la mirada», y también porque era «capaz de transformar en poesía cuanto tocaba, como un rey Midas silencioso, sereno y humilde», y, como el oficio del poeta es nombrar las cosas, él era «el poeta, el alfarero, el artífice sin artificio» (Baquero, 2015, p. 236).

La relación con Lezama iba a ser muy diferente, dado que el maestro era incapaz de establecer vínculos que fueran más allá de la literatura y de un nivel de excelencia cuyo criterio rayaba en la exquisitez, la pedantería y la exclusividad. Lezama sólo se fijaba en personas que tuvieran una sólida formación y que fuesen capaces de integrar un círculo homogéneo de conocimientos, calidad literaria y afinidades ideológicas. En ese sentido, Gastón Baquero sería uno de los más próximos al peculiar líder de los movimientos literarios más sobresalientes de los treinta y los cuarenta. Después de aquella primera misiva de mitad de los treinta y de una entrevista fundadora, Baquero fue aceptado en el privilegiado entorno amistoso y literario de Lezama ya que, además de las evidentes dotes de Gastón y de su sensibilidad extraordinaria, para ambos, la poesía significaba «el más preciado bien de la naturaleza y de la sobrenaturaleza» (Prats, 2006, p. 95). Ahora bien, a pesar de esos evidentes paralelismos y confluencias, la relación entre ellos no fue ni más pacífica, ni más amistosa, ni más duradera que la del resto de los poetas de la generación origenista. Hubo un verdadero afecto y, en el caso de Gastón, una admiración sin límites, pero el maestro de aquellas décadas fue siempre un personaje de difícil carácter, por lo que las fricciones entre ambos fueron frecuentes. A Lezama le molestaba, sobre todo, que Baquero, con su sensibilidad suprema y sus más que sobresalientes dotes para la poesía, con su elocuencia y su erudición, se llevara tan bien con personas de poca cultura, alejadas del mundo literario sutil y endogámico. Pensaba quizá que era una concesión a la galería, un modo de abrirse a un mundo que le podría favorecer en lo económico, aunque para ello tuviera que ceder parte de su tiempo y su inteligencia a negociar la vida con gente algo ruda. El maestro se lo afeaba y él lo trataba de explicar: «Usted es muy politiquero, me decía, refiriéndose a que yo tenía trato, superficial, pero cordial, con personas por las que él sentía un desprecio total […]. Llamarme pastelero, salonnièr, era de lo más suave que me decía. En aquel tiempo era un verdadero ogro, un puercoespín hecho y derecho» (Lázaro, 1987, pp. 35 y 36). A pesar de todo, los detalles de generosidad y deferencia de Baquero con Lezama fueron muchos y realmente valiosos. Las dos caras de esa moneda son con facilidad reconocibles en la siguiente declaración de Baquero:

En lo personal mismo nos llevábamos bastante mal. Pero esto es propio del ambiente literario, o de los literatos de todos los tiempos. Mi veneración y mi respeto por la obra de Lezama y por su actitud ante la cultura no me impidieron nunca reconocer que su carácter era muy fuerte, intransigente, con rigor excesivo para enjuiciar personas y obras. Casi siempre estábamos «peleados» (Lázaro, 1987, p. 20).