Sin embargo, la búsqueda de la verdad mediante una investigación histórica objetiva, tras el hundimiento del Imperio romano, no se intentará de manera sistemática hasta el siglo xviii. Otras eran las cualidades del historiador que se estimaban por encima de la honestidad científica: la lealtad al monarca, la ortodoxia religiosa, el amor al terruño… «Adán, que era vizcaíno», comienza diciendo el autor de una historia universal. La utilización caprichosa de las fuentes, el uso de la fantasía para rellenar lagunas documentales, la invención de documentos y acontecimientos para respaldar tesis previas, en definitiva, los distintos recursos de la charlatanería y la propaganda, se ponían al servicio de los intereses particulares de quienes sufragaban esta clase de investigaciones. Fuera para alimentar la vanidad de los mecenas —las recreaciones de los orígenes son una variante del árbol genealógico, género muy apreciado por los aristócratas—, fuera para justificar privilegios o derechos de los que casi nunca existía constancia documental, el historiador echaba mano de la mentira más fácilmente que de la verdad. Claro que nadie le exigía entonces una actitud científica. Eso habría sido contraproducente y hasta opuesto a la enseñanza eclesiástica. «Quien enuncia un hecho que le parece digno de creencia o al que su opinión tiene por verdadero no miente, aunque el hecho sea falso», dice Agustín de Hipona en De mendacio. Es importante fijarse en la primera parte de la frase: un hecho que le parece digno de creencia. El historiador cristiano es un combatiente, un soldado al servicio de la Iglesia o el rey. Cuando Walter Raleigh —a quien Oscar Wilde tenía en alta estima por haber sido capaz de escribir una historia universal sin saber nada del pasado— escribió que los españoles «cubren su avaricia con el velo de la religión», sus palabras fueron acogidas como una ignominia. Abortar las críticas, al margen de su acierto, constituía un deber patriótico. Esto se percibe aún más claramente cuando cambian las cosas y la verdad empieza a convertirse en un valor importante. Aparece, por tanto, la vigilancia política de la historiografía. La Inquisición prohibió en España desde finales del siglo xviii los libros que ponían en entredicho las bondades del imperio. Había que defender la versión oficial y combatir a sus detractores como herejes, no con los medios de la razón, sino con los de la fe verdadera. Quizá desde el punto de vista moderno los españoles no tuvieran derecho sobre las tierras que habían descubierto y conquistado, pero ¿no tenían acaso el deber cristiano de divulgar el evangelio entre sus pobladores? El argumento se esgrimía con total seriedad y prueba de ello es que la aplicación práctica de lo que podríamos llamar «finanzas escatológicas», el derroche ruinoso de la riqueza extraída de América para defender la fe católica, se alegó con orgullo en demostración de la probidad de la monarquía española.

La influencia de la mentalidad cristiana en la historia y la historiografía no puede echarse en saco roto. Desde luego, no en España, un país gobernado todavía en el xix por un monarca, Fernando VII, que prefirió la legitimidad que le ofrecía la religión a la que le hubiera conferido el pueblo de haber aceptado la soberanía nacional proclamada por las Cortes de Cádiz. Uno de los motivos de la anomalía española en el contexto europeo es, precisamente, su tardanza en asumir la mentalidad moderna. Ahora no vamos a tratar de esto. Lo único que importa recordar es que el cristiano es un credo sustentado en multitud de suposiciones cuestionables y que el clero, quizá debido a su familiaridad con lo sobrenatural y numinoso, no ha dudado nunca en usar la mentira para mayor gloria de Dios. Recuérdese la «Donación de Constantino», modelo clásico de patraña política. Tras la caída de Roma, y del derecho ligado a ella, reinaron en Europa la arbitrariedad y la fuerza. Revertir la situación fue tarea difícil. Los bárbaros tardaron en asentarse. Sus monarcas mantenían a duras penas la unidad de sus pueblos y su poder era frágil, tanto que, para lograr la docilidad de las poblaciones sometidas, tuvieron que apoyarse en la Iglesia, única institución que sobrevivió al desplome del imperio. En el año 752, Pipino el Breve dio con la forma de fortalecer el poder real. A cambio de que el papa Esteban II lo ungiera rey de los francos, él reconoció sin ambages la autoridad papal para otorgar o retirar la dignidad real en Occidente. ¿Qué autoridad poseían los pontífices para justificar la competencia que se les atribuía? Ninguna. «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», enseñó Cristo. Aunque la Iglesia se las arregló a la larga para considerarlo todo de Dios, la distinción entre poder espiritual y poder terrenal era bien clara. ¿Cómo solucionar el asunto? El recurso fue una mentira: el hallazgo de un viejo legajo que respaldó el derecho que se pretendía poseer. Ahora bien: ¿quién podía emitir un documento concediendo al papa la potestad de poner y deponer reyes? Los emperadores. Éste es el origen de la «Donación de Constantino», escrito recibido, pretendidamente, por Silvestre I a principios del siglo iv y firmado por el emperador que lo reconocía (a él y sus sucesores) soberano de Roma y autoridad suprema de Occidente. Con ello quedaba restaurado el viejo derecho y consagrada la legitimidad y hegemonía espiritual de la Iglesia. Era el arranque del Antiguo Régimen. Nadie, claro, discutió la autenticidad de la Donatio Constantini. Hubo que esperar hasta 1440 para saber que se trataba de un fraude. Lorenzo Valla, humanista precursor de Erasmo y Lutero, se encargó de probarlo. El análisis lingüístico reveló que el documento firmado por Constantino contenía giros idiomáticos inexistentes en su época. Ni que decir tiene que el hecho de que un análisis lingüístico fuera relevante a estos efectos indicaba que algo estaba cambiando en Europa y que la hegemonía eclesiástica se resquebrajaba.

Lo que la Iglesia hizo para fortalecer su posición se hizo en todas partes durante la Edad Media con diversos propósitos. A fin de cuentas, y como había enseñado Agustín en su tratado sobre la mentira, uno no miente cuando cree en lo que dice. Patrañas increíbles que, después, se atribuirían a la ignorancia del pueblo, pero que, en realidad, fueron elaboradas a conciencia por los poderosos, ayudaron a encauzar la energía social y a integrar a las gentes en estructuras políticas cada vez consistentes. Así, en España, para impulsar la lucha contra los musulmanes, que se presentó desde el principio como restauración de la unidad perdida, el apóstol Santiago se convirtió en un superhéroe sanguinario, los hijos de Witiza fueron denostados como traidores que habían entregado la patria al infiel y don Pelayo fue conectado familiarmente con los reyes godos, vínculo asombroso, tratándose de una monarquía electiva. El recuerdo de los Concilios de Toledo, en donde visigodos e hispanorromanos superaron sus diferencias y encontraron, supuestamente, una primera forma de conciencia nacional, sirvió de estímulo a quienes luchaban por reconstruir la unidad política de la Península bajo un monarca católico e hizo olvidar la facilidad pasmosa con que los musulmanes la conquistaron, algo que no habría ocurrido de haber existido una nación unida dispuesta a resistir con uñas y dientes al invasor, tal y como se hizo con Bonaparte. Por supuesto, nadie se preguntaba por estas cosas. Cuestionar aquello que refuerza los lazos de la comunidad es siempre difícil. Cualquier crítica se ve como una reacción en contra. Piénsese en la actitud de los nacionalistas actuales. Además, y esto es importante, la mentira funciona, tiene un poder de seducción del que carece la verdad. La condición es que no lo parezca. Creer que la verdad en política es útil y operativa mientras que la mentira está condenada al fracaso resulta tan ingenuo como creer que la virtud es más beneficiosa para la prosperidad de las sociedades que el vicio. Los lectores de La fábula de las abejas, el relato que escribió Mandeville a principios del siglo xviii, saben a qué me refiero.

Aunque la Iglesia censuró a autores como Maquiavelo o Hobbes, partidarios de separar la política y la moral, el uso que ha hecho de la mentira a lo largo de su historia demuestra que sabe a la perfección cómo funcionan las cosas. Milagros, reliquias, apariciones, indulgencias, nada de esto es anecdótico. Cuando se mira el mundo con los ojos de la fe, la realidad cuenta poco. Esto vale también para la historia. ¿Qué interés tiene el pasado si lo que importa es la salvación? Es natural que bajo la hegemonía del pensamiento católico prosperaran las falsificaciones históricas. En España hubo incluso un género específico, el falso cronicón, códices fraudulentos presuntamente antiguos en los que, además de justificarse los lentos avances hacia la unidad política y religiosa del país, se deslizaban con sutileza noticias favorables a las pretensiones de una ciudad, una diócesis, una familia nobiliaria, en suma, un pagador. El más famoso, atribuido a Beroso, sacerdote caldeo del siglo III a. de C., fue escrito por Annio de Viterbo, dominico a sueldo del papa Alejandro Borgia y los Reyes Católicos. Sus ficciones sobre España, a la que presenta con tintes gloriosos, tal vez hayan ejercido en la formación de la conciencia nacional un influjo más duradero que muchas verdades. Lo mismo se puede decir de las falsificaciones de Jerónimo Román de la Higuera, clérigo seudoerudito, mitómano y al borde de la perturbación mental (el genuino precursor del falsario patriota, Sabino Arana o Blas Infante), que, a principios del xvii, llenó la historia española de mentiras que ha costado siglos desmontar. El negocio funcionaba tan bien que se trabajaba incluso a cara descubierta, con desprecio absoluto de toda prueba, como hizo Antonio de Nobis, autor de una Historia de Cataluña llena de dislates de la que se han nutrido abundantemente los catalanistas.

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